Un baño en la playa, caminatas
nocturnas, horas de jardín. Cada página de la reciente publicación
de Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) muestra un carrusel de
vivencias múltiples que rebasan absolutamente la pura anotación
fechada, el soliloquio del minutario al uso, el cronograma del
asidero personal, ofreciendo un caudal de referencias paradigmáticas
para conocer de cerca la trayectoria cosmovisional de un poeta de las
islas cuya vocación diarística invoca a todas luces “el instante
en que ardimos con el mundo”.
Tras sus anteriores entregas de la década
del 80 con “La inminencia”, donde se percibían ya de lejos los
años de estadía estudiantil en Barcelona junto a una llamativa
reiteración del espacio de la playa como lugar trascendental de
experiencias del poeta, y después de “Días y mitos” que
alcanzaba hasta el año 2000 con un mosaico iluminador del territorio
de la madurez en el que sobresale otro lugar de tránsito simbólico
como es el bosque- con Bandama de fondo, Stonehenge, la campiña
inglesa- el autor brinda nuevamente ahora la conjunción cronológica
de una mirada singular, que es capaz de entremezclar la constante
pulsión creativa y el halo docente del oficio añadido a la tarea de
la traducción poética desde el taller que dirige hace décadas en
la Universidad de La Laguna.
El diario “Mundo, año, hombre” de
Sánchez Robayna jalona una visión panorámica de la vida, bajo la
advocación de San Isidoro de Sevilla, sobre la primera década
rutilante de un principio de siglo que amenazaba con su incertidumbre
total y que desvela por fin el itinerario de viajes a destinos
anhelados por el autor como Grecia- en varios trips- y toda Cuba- su
“luz nuestra” y Lezama in memoriam-, con una suerte de traslación
memorable de tientos reflexivos en torno a los paisajes de cada viaje
que consuman una bionarrativa de temple mesurado y colofón
meditativo que hace del nuevo volumen de sus diarios un recuento
soberano del existir, de una vida propia que interpela de forma
atrayente al ciudadano lector, repleta de haces de luz sobre ámbitos
como la pintura- vuelven Klee, Tàpies, Chillida, Oramas- a la vez
que consuma el magnetismo liberador del memorial compartido como una
travesía hacia el autoconocimiento y la indagación crítica de los
aconteceres de la experiencia en una cartografía global -sabedora de
los derroteros del turismo de masas- que asume la complejidad
hermenéutica de la condición esencialmente lingüística del ser
humano, asomándose el autor a cuestiones de plena actualidad como el
estudio científico del cerebro, los agujeros negros y la propia
invisibilidad de la poesía.
Y es que a través de su escritura
diarística, Andrés Sánchez Robayna vislumbra desde su soledad
abierta un diálogo permanente con otras figuras del pensamiento y la
creación lírica siempre presentes como el gallego José Ángel
Valente y el repaso consciente a otros diaristas de excepción como
Valéry, Amiel, Gide, Jünger , Prado Coelho, Cioran. Cada
entrada anual de “Mundo, año, hombre” aclimata el tintero a la
manera de susurrante quehacer trascendental, aquí aparecen con mayor
repetición la luna, el jardín, las nubes, el “rito del atardecer”
con el hallazgo del rayo verde, vuelven a darse cita los sueños
personales, audiciones preferidas y lecturas varias, todo un abanico
de enumeraciones que desbrozan la polución del devenir inexorable de
las horas con una luz intermitente, crítica respecto a cuestiones
como la perversión del lenguaje y el modus vivendi de la política
oficial, so pena de aclamar para sí el retiro, refugio de “la casa
abrigadora”, espacio entre el recuerdo y la esperanza.
El testimonio del poeta, dícese
“colector de signos” es un genuino bastión en penumbra de la
gravitación interrogante del yo, en una realidad dañada por la
irreversibilidad medioambiental y las consecuencias desastrosas de la
geopolítica mundial. Es la obra diarística de Sánchez Robayna una
conciencia debeladora del mundo de la vida -lebenswelt diría
Habermas- que resulta atenazado en todas las esferas de la existencia
por la racionalización extenuante de una promesa de modernidad
todavía inconclusa en el ojo del huracán de la debacle
contemporánea.
Este libro a fin de cuentas es un
obsequio tardío del autor, que reaviva a manos llenas el campo de
visión sobre las confluencias en el panorama actual del pensamiento,
con despedidas clave a figuras relevantes como Maurice Blanchot,
Haroldo de Campos, el profesor José Manuel Blecua, el amigo Eugenio
Granell, de Cartier-Bresson a Czeslaw Milosz, así como la
celebración de amistades como Kostas Tsirópulos,
François Wahl, Edmond Amran El Maleh, Alejandro Cioranescu,
junto a la concurrencia a eventos del momento como el pasado
centenario de Cernuda y viajes incesantes hasta Agadir, México,
Cartagena de Indias, Berlín.
Todo en volandas y bajo el influjo de un
diapasón clarividente en el que Tegueste, la isla, el “solar
atlántico”, aparece y desaparece, el mar –“sí, madre
longeva”- testigo de los momentos pasados en familia con M. y el
testimonio del hijo que crece, a pie de playa y callao en mano, el
legado del poeta: “pan eterno, belleza, jade fulvo”.
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