martes, 10 de diciembre de 2019

Condición del agua (Del libro "Los poemas perdidos de Luis Cernuda")

Obra de Roger von Gunten ("Éter" 2015)

<<CONDICIÓN DEL AGUA>>

                                            Todo es mundo y material para pintar
    Roger von Gunten
                                                                                                                            
I

LA lluvia
de lejos

o estar
bajo la lluvia

el poema
trasciende

la condición
del agua

II
                              
LAS nubes del nuevo país detenidas por un minuto intenso, profundo, trascendental. Mirar las nubes durante un espacio de reflexión íntima a través de la ventana solitaria. Sentirlas como propias en su condición del agua. Y en esas nubes la historia de un tiempo propio que fue del poeta, más allá de la ventana cerrar los ojos entonces, para alcanzar aquellos blancos que dan cuerda a todos los mundos por venir


III

LA belleza es la experiencia de todas las experiencias-dijiste- la clave está en que la belleza como tal, cualquiera que sea, devuelve al yo su condición plena, de todas las experiencias suyas reunidas, en tanto que capacidad de ver. Más allá de la idea de un objeto depositario que contrae sobre sí la plenitud del mundo, la belleza incentiva en el que mira la condición del agua: lo que vive da vida, el agua que siempre se experimenta de un modo extrañamente compartido


Samir Delgado, Los poemas perdidos de Luis Cernuda (Literatelia, 2019)

lunes, 25 de noviembre de 2019

Galdós entre América y Castilla



Volver a Galdós cien años después es posible a través de esta conferencia escrita durante una estancia en Estados Unidos y leída en la Universidad de Boston y la Casa Museo Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria. En vísperas del centenario de la muerte de la figura emblemática el escritor canario permanece en sus obras  bajo la estela crucial de representar a uno de los mayores exponentes de la novela en español de todos los tiempos. En el transcurso de un siglo después de Galdós han despertado nuevas miradas alrededor del imaginario atlántico, el designio de la periferia y la conexión inédita de narrativas mestizas que confluyen bajo el universo de la condición insular. La imagen de Galdós entre América y Castilla refleja un profundo latido de cosmopolitismo y de universalidad que se asemeja a la estela literaria de otras personalidades de la cultura universal en la modernidad como Derek Walcott, Saint-John Perse y José Lezama Lima

A Alan Smith y Juan Casillas

FUE en un mes de septiembre cuando Galdós llegó a Madrid. Todo lo que vino después tras dejar las islas para siempre es asunto de la historia de la literatura española y universal. Los veranos en Santander forman parte del imaginario del escritor en todos los veranos y su afición en la edad infantil por los cuentos se tradujo en la redacción capital de los Episodios Nacionales. Fue Don Benito diputado, viajero de tercera en los ferrocarriles de la época, asiduo del ateneo madrileño y hombre de ideales republicanos.  Su figura como novelista representa una de las cumbres del idioma español de todos los tiempos y se le quiere en Canarias como uno de los símbolos de su identidad, aunque siempre se cuenta la anécdota de las últimas piedrecitas que se deshizo de los zapatos al salir de las islas.

SIN embargo, fue en la Castilla profunda del sueño quijotesco donde Galdós ubicó su futuro anclaje existencial, en los mares de tierra de esa península ibérica trastornada por los embates entre liberales y conservadores, republicanos y monárquicos, la misma que reconoció el caballero cervantino en sus días de gloria junto a Sancho Panza. Para quienes no estén familiarizados con los personajes de muchas de sus novelas, esa intrincada maraña de psiquis humanas retratadas con maestría por la mirada de Galdós, no se imaginan el volumen de influencias que tuvieron el río Tajo, Toledo capital y los campos de la Castilla nueva a la hora de poner en marcha su territorio narrativo. Son multitud los manchegos de procedencia que habitan sus páginas, desde Ángel Guerra hasta la saga familiar de los Miquis, mancebos y doncellas de ese “triste y solitario país donde el sol está en su reino y que Galdós extrapola a la trama general de sus muchos episodios sobre la España convulsa que le tocó vivir y contar. Y tenía que ser precisamente un canario el que se echara a la espalda la infinita y providencial labor de escribir la historia de un estado imperial venido a menos tras 1898, mal gobernado por los caciquismos y una iglesia apostada en la trinchera de la reacción conservadora.

DEJÓ este mundo Galdós en un mes de enero de 1920, no tuvo ocasión de vivenciar el capítulo sangriento de la guerra civil y tampoco el peso de la dictadura franquista, y ya mucho menos atisbar el desenlace democrático hacia este capitalismo en crisis de la era global. Pero valgan algunas de sus palabras a la manera de ejemplo sobre su talla moral y poder visionario cuando en un temprano mitin republicano ofrecido en una plaza de toros de Toledo, allá por 1909, dijo que era “La Mancha el solar literario de España” y “en cuyo seno alienta toda la realidad de la existencia humana”. A ellos, a todos los caballeros de la Mancha pidió Galdós hace más de cien años que lucharan por el bien y por la justicia hasta desencantar a la señora de los altos pensamientos, hasta implantar en España la república.

HAY en todos los escritores de todas las épocas y estilos una misma vocación íntima que se traduce en el acto mismo de escribir, el pulso milimétrico que requiere la palabra escrita contiene la maravillosa virtud de devolver a la vista su potencial demiúrgico, ver los pensamientos y los sentimientos canalizados a través de la floritura del alfabeto genera un placer inusitado que solamente en la infancia se apodera de nosotros esa primera experiencia creativa y en cientos de millones de seres humanos desaparece sin dejar rastro.  Pienso en todos los personajes  y todos los libros de Galdós como en una isla que flota sobre las mareas de tinta que Don Benito hizo suya y para todos ¿No hay en ese legado, en esa donación infinita, en ese corpus galdosiano un signo de universalidad que vuelto a considerarse en su origen nos lleva al punto ínfimo que lo creó, a los ojos del propio Galdós en vida y en los instantes auráticos que se esconden en el silencio de su escritura?

MIRAR a los ojos de Galdós es posible. A esta hora en vísperas del centenario de su muerte me parece un modo atractivo de regresar a su figura emblemática como uno de los grandes exponentes de la literatura universal. Es posible mirar a los ojos de Galdós en el retrato que pintó en 1894 Joaquín Sorolla. Hay en su mirada un aire familiar que establece cierta intimidad cercana, un vínculo afectivo que tiene una relación directa con la procedencia canaria del novelista de los Episodios Nacionales. He visto muchas fotografías de personalidades canarias de finales del XIX cuando posar ante una cámara suponía una afirmación social que otorgaba un grado considerable de eternidad. Como el retrato de Galdós recuerdo especialmente otras dos figuras del modernismo insular que provenían de la misma ciudad: Domingo Rivero y Alonso Quesada.  Hay en la mirada de cada uno un aura especial que los distingue como aquellos creadores nacidos bajo el signo del atlántico y que dedicaron buena parte de sus vidas a la palabra escrita.

DESPUÉS de mirar largo rato a los ojos de Galdós y encontrar un aire de semejanza con otros escritores de la isla, pienso que ese lazo de comunión insular debe ser explicado a quienes no han visitado alguna vez las islas Canarias y a quienes tal vez no conozcan a los otros escritores que vivieron los azules que perviven a la magia de los volcanes. A decir verdad la pertenencia de Galdós a la isla tiene unas fechas exactas que lo distanciaron espacialmente de las coordenadas circunstanciales que determinan la vida en las islas. Sin embargo, la influencia de su pasado originario bajo el horizonte de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria no precisa necesariamente de una justificación temporal y mucho menos de una evidencia documental que por lo demás puede llegar a resultar compleja y extenuante entre la laberíntica bibliografía galdosiana. Justamente la prueba milagrosa de la condición insular que late en el corazón de Don Benito se intuye en el propio hecho biográfico que nos recuerda que el escritor de las grandes novelas del realismo español abandonó su isla natal para llegar a Madrid y dar el paso decisivo en la vida de un escritor para ver publicada su obra y nutrir el tintero de su imaginario con todos los detalles y matices que otorgaba la vida cotidiana en la capital de España. También otros escritores de la tradición literaria de las islas siguieron ese mismo proceso con diferentes periplos y odiseas. Volviendo a los mencionados autores canarios se sabe que Domingo Rivero pasó parte de su vida viajando y que Alonso Quesada apenas salió en muy contadas ocasiones fuera de la isla. Este es uno de los centros de gravitación de la literatura canaria, estar dentro de la isla y estar fuera al mismo tiempo”. Las idas y venidas de muchos escritores marcados por la insularidad reflejan una extraordinaria estela histórica que contiene una constante- un signo, un designio, una significación, que evidencia la participación en un mismo universo que hace de la isla el camino más cercano al cosmopolitismo y a la universalidad.  

ESTE panorama de lo insular en la vida literaria no se limita a Canarias, también sucede con otros episodios y lenguas: Saint John Perse hizo de la isla y del Caribe su espacio íntimo de creación aún haciendo su vida lejos del departamento de ultramar francés. El propio Lezama Lima nunca salió de La Habana por una temporada considerable y convirtió la residencia insular en el conducto revelador y atrayente de unos jardines invisibles que otorgaban la revelación y la trascendencia. Así también otros referentes más cercanos a estos días como el premio Nobel antillano Derek Walcott que escribe en el idioma de Shakespeare la versión caribeña de la odisea y los franceses Michel Houellebecq y Le Clézio quienes representan el último grito de las novedades editoriales y que de un modo u otro en sus novelas se hace de las islas un denominador común por sus conexiones con islas del océano Índico.

GALDÓS es esencialmente insular: el escritor solitario que hace de su vida una isla compartida por multitud de voces. Es la polifonía atlántica. Y ese distinto define la propia condición insular, salió fuera para llegar más adentro.  La basculación del oleaje en la mirada interior del escritor constituye una clave cosmovisional. El paisaje de la isla, los colores de la ciudad atlántica, la suave determinación del acento canario marcado por su anclaje tricontinental entre América, Europa y África suponen el magma confabulador que proyecta el potencial del escritor canario capaz de llevar a sus libros la época que le tocó vivir. Es el novelista un visitador de almas y costumbres, por su procedencia lejana  le quedó más cerca el ventanal que le brindaba la vida madrileña de entre siglos.

Y ASÍ sucedió que Galdós abandonó la isla para habitar la suya propia con una temperatura cosmopolita, la penetración incisiva de su mirada en los diferentes aspectos de la sociedad española tuvo una mayor altura precisamente por su condición insular. Dijo Goethe que la literatura era el fragmento de los fragmentos y que el hombre ve en el mundo lo que lleva en su corazón. El que fuera hijo de militar con vocación de cronista hizo de su nomadismo literario un caudal infinito de ecos y sombras que revelaron la temperatura de una civilización. Entre guerras, constituciones, monarquías, repúblicas y avatares mil el novelista comprendió el don de su peregrinaje trasatlántico, el oficio de escritor devino en dedicación cosmogónica, todas las virtudes y defectos de la España galdosiana fueron registrados en la viva voz de sus personajes y protagonistas. Así hasta la ceguera tardía que precisamente formaba parte del designio insular, del volcán que se apaga, del nativo habitante del terruño atlántico que agotó hasta sus últimos días la belleza del idioma y convirtió el silencio de la lectura de sus libros en el mundo mismo.  

LOS viajes de Galdós comprenden una vigilia sobre los estados del alma y el acontecer de todo lo humano. A pesar de las discrepancias con la Real Academia y la enemistad de la Iglesia que le costó el Premio Nobel, el escritor canario se hizo a la mar en una odisea distinta a la de muchos otros emigrantes que alcanzaron el Nuevo Mundo. Galdós cumplió con la predestinación del insular que abandona la tierra que le vio nacer para tocar el cielo de los sueños. Como los antiguos aborígenes de las islas que fueron enviados a tierra desconocida y extraviaron la simiente en otras lenguas y destinos. Hay en el escritor un cumplimiento testificante, que tuvo durante su dedicación en vida a la escritura una fuerza visionaria alimentada por el salto hacia los orígenes, el camino inverso a la profundidad de la isla atlántica, las novelas fueron la eclosión y el delirio del mundo que Galdós vivió. También esta es la condición insular, la lejanía hace que las estrellas queden más cerca. Y Madrid tuvo en la vida del escritor una escollera para las mareas y oleajes de una sociedad convulsionada por los cambios de la modernidad planetaria y el peso de un devenir histórico repleto de luces y sombras.

UN siglo antes otro canario repitió con anticipación iluminadora el rumbo insular hacia los centros del poder. En las Cartas de la Corte de Madrid, el Vizconde de Buen Paso, Cristóbal del Hoyo Solórzano y Sotomayor, con su pluma en mano cuenta con pulimentada ironía los derroteros de una sociedad corrompida hasta el hartazgo y ajusta cuentas desde “la mirada otra” del foráneo recién llegado, capaz de adivinar y desentrañar los secretos y oscuridades de la ciudad de Madrid. Fuera de la isla, la escritura se apodera de una fuerza dialéctica y envolvente que puede llegar a deslumbrar ante el crisol inédito de sentidos  que se llegan a hacer por fin evidentes. A veces, fue el elogio y otras la desilusión,  la condición insular aclimata la mirada del creador con una perspectiva debeladora de las encrucijadas del tiempo sobre los espacios lejanos que se unen en uno solo: la escritura.

EL camino de Galdós hizo de la isla su destino. Igual que la orografía del paisaje volcánico atesora los fundamentos y las herencias de su tiempo natural a través de huellas y señales mayormente invisibles para el ojo, en las novelas existe la protuberancia de un tiempo social que obtuvo su plasmación literaria con un alto grado de verdad. Allí están las “almas de su tiempo vivido” contadas con la magistral evocación de un solitario contemplador, del escribiente insular que mira con igual penetración los corazones, las ruinas y los atardeceres de Madrid. Igual que isla adentro las páginas de la política española se escribían por sí solas bajo un silencio poblado de otros ecos y de un lugar a otro existiera un “tercer lugar” propicio para la lucidez de la imaginación y la exactitud del retablo literario.

MIRAR a los ojos de Galdós un siglo después tiene esa misma magia convocante y sus libros prosiguen la osadía del desafío humano al olvido de los dioses. Considerando la estela atlántica de la tradición literaria de Canarias se han sucedido numerosas tendencias estéticas que desde el renacentista Bartolomé Cairasco de Figueroa a las vanguardias de os años de la II República han participado de modo trascendental en la condición insular de la escritura. Tal vez sea una ontología: la soledad de la escritura como necesidad antropológica y la vocación de alcanzar a ser medio de ese silencio extraño- hay que recordar que Shakespeare dijo que “la isla está llena de ruidos, sonidos y aires dulces que deleitan y no dañan”-, a través de la magia polifónica de las palabras llegar a otro lugar y hacerse eco en el círculo iluminador de la condición insular. Como un juego de espejos el escritor atraviesa la escena principal de la vida espiritual de su tiempo y escribe a lápiz para reproducir como una caja de resonancia los deseos, querencias y lamentos de otras almas que pueblan igualmente sus propias islas de la existencia común.

COMO Galdós, otro de los escritores insulares de mayor solera en el panorama de la generación surrealista y artífice de la Revista Gaceta de Arte-expresión internacional del más enérgico cosmopolitismo-, Domingo Pérez Minik es su nombre, estudioso de los devenires  de la novela y el teatro europeo, advertía que la isla era un profundo drama geológico y que el insular cuando toca tierra firme del continente se procura de una energía liberadora que conducía a asumir una extensión mayor de sus posibilidades. Y Lezama lo sabía, de ahí que su sedentarismo oracular lo llevó a comprender el designio de la noche insular y el ingente sacrificio de visitar las eras imaginarias a través del verso barroco y convertir a la propia familia en el elenco fascinado de la novela Paradiso. Hay que tener la oportunidad al menos una vez en la vida de entrar en la casa de Don Benito Pérez Galdós, en el museo que lleva su nombre, al igual que en la habanera calle Trocadero palpita aún el eco de los banquetes de fruta lezamianos.

EN la ciudad atlántica de Las Palmas de Gran Canaria el oleaje constituye un enigma, los ojos de Galdós nunca dejaron de habitar el caudal infinito de las historias del oleaje, como la vida misma. Aquí nos podremos dar cuenta cabal de un mundo que fue la cuna del novelista, durante un mínimo paseo por el intervalo de sus interiores salta a la vista el vacío que dejó atrás al abandonar la isla, dos veces, y por última vez, algo más de veinte años antes de su muerte, lo que no era otra cosa más que el infinito de posibilidades que se estaban efectuando en el tiempo de vida transitado entre sus novelas y sus cartas, sus rumores y sus compromisos cívicos. Fuera de la isla Galdós multiplicó de igual modo sus deudas con los acreedores y los títulos de sus novelas, el escritor se lanzó de cabeza, en un momento dado de su fuga al centro, a las aguas interiores del alma humana y con el lenguaje de las gentes dio vida renovada al idioma español.

EL libro La Fontana de oro dio un gran impulso a una carrera literaria que le encumbró a la cima de la literatura universal. Todavía recuerdo en el Madrid del nuevo siglo posmoderno acudir a plena conciencia al establecimiento galdosiano y encontrar in situ una lejana placa conmemorativa rodeada de pantallas televisivas con partidos de fútbol ¿Qué queda en Madrid y en la isla del mundo que conoció Galdós? En los personajes y en los temas de sus novelas permanecen los ojos del escritor canario y la actualidad española de una manera radical. La escritura como modo de vida, no solamente en el sentido  de un estilo, sino más bien  en el modo de estar vivo esencialmente, aparece en el espectro de Galdós como una expresión vital, un arte de novelar que bebe de la pintura, de la escultura y de la música a un mismo tiempo y además alterna de una manera auténtica la pulsión romántica del escritor solitario, la pulsión mítica del evocador de imágenes y la pulsión de la modernidad con la fe en la libertad como modus operandi y la proyección futurible de un mundo escrito, el realgaldosismo, capaz de revivir más allá de su tiempo y de su espacio una isla-continente de vidas que desafían no solamente a la física sino también a la eternidad.

VOLVIENDO a Lezama en sus apuntes sobre Góngora dijo el de Trocadero: “todo lo que el hombre testifica lo hace en cuanto imagen”. El universo humano de Galdós representa la tentativa global de un escritor por testificar el tiempo y el espacio que le tocó vivir. Su procedencia canaria lejos de representar un hecho biográfico aislado, circunstancial, anecdótico, supone la inmersión participante en una estela insular que lleva consigo las sombras de lo volcánico y el designio de esclarecimiento sobre la imagen del ser en la isla, un “siendo” del que beben otros autores de su misma condición. En el umbral de entre siglos tuvo lugar en la isla la eclosión tardía del romanticismo literario: de la mano del también grancanario Nicolás Estévanez se dio a la luz un rescate in extremis de la mitología aborigen y una mirada de reconciliación hacia las huellas ancestrales de la población insular milenaria. También el poeta canario pasó cuarenta años de exilio en Paris tras su icónica deserción del ejército español cuando sucedieron los fusilamientos de estudiantes cubanos en pleno conflicto colonial. El que fuera compañero de estudios de Galdós asumió el reto de dar testimonio en sus diarios de la condición insular en ambas orillas del atlántico y suyo es el poema “Canarias” que a día de hoy hizo de la sombra del almendro la imagen por excelencia del himno oficial de las islas. Aquella conjunción de antigüedad y modernidad que se fundió en las estéticas insulares de los últimos años de Galdós tuvo su eco tardío en la afamada declaración del Manifiesto de El Hierro en 1975- el año de la muerte de Franco- cuando artistas de la talla de Martin Chirino- el escultor de las espirales guanches que acaba de fallecer este mismo año- elevaron a los cuatro vientos cardinales la afirmación esencialmente atlántica y tricontinental de que “la universalidad radica en nuestro primitivismo”. Este lado profundo, biocéntrico, renovador de la mirada hacia la naturaleza y la sociedad representada en las islas y en la infancia del ser humano contiene un dispositivo emancipatorio que conecta otras islas y otras épocas en una odisea de lo humano que convierte a la tarea de la escritura en un proyecto cosmopoético.

Y mirar a los ojos de Galdós es posible también a través de las sombrasen curso de sus personajes.  Volver a caminar con él la carrera de San Jerónimo que abre el primer capítulo de la Fontana de oro evidencia a todas luces ese guiño maravillante de todo lo literario y artístico que hace que las cosas que fueron representadas por la pluma del escritor se acaban convirtiendo, trasmutando en el modelo, en el arquetipo, en la imagen. Y ya todo lo demás en el transcurso funesto de la vida se parecerá en algo a lo que fue escrito. Como le sucedió al personaje de Clara en la via crucis del capítulo treinta y ocho de la Fontana de oro, “apartó la vista de aquella claridad, miró al lado opuesto, miró a la calle, en derredor, y no vio nada (…) Parecíale como una falange de astros humanos, de cielos y mundos en forma de seres vivos que allí se determinaban dentro del espacio mismo de una llama sin fin. Cada uno engendraba miles, cada mil un millón”.  Galdós hablo poco de sí mismo y mucho desde los demás. A propósito  de su condición nómada, errante, insularia nos confiesa en alusión a su amigo José María de Pereda: “él no duda, yo sí. Él es un espíritu sereno, yo un espíritu turbado, inquieto. Él sabe adonde va, parte de una base fija. Los que dudan mientras él afirma, buscamos la verdad y sin cesar corremos hacia donde creemos verla, hermosa y fugitiva”.

EL escritor canario Don Benito Pérez Galdós provenía de las islas atlánticas de la Macaronesia, que al decir de los griegos representan el lugar divino por excelencia en la tierra, las islas afortunadas. La huella humana que pervive en el archipiélago atesora un sinfín  de procedencias y destinos, como dijo el poeta surrealista André Breton, las islas son la zona ultrasensible del planeta. Y para volver de nuevo a mirar a Galdós es posible hacerlo en los ojos de otros poetas, artistas y escritores de las islas como él que habitan el tiempo distinto y profundo de los volcanes atlánticos.  

UN siglo después de la muerte de Galdós hubo en el cronómetro cosmopolita de las islas otras vidas que siguieron el compás itinerante de la condición insular. Entre muchos quiero recordar a esta hora la figura del poeta y pintor Manuel Padorno, autor de una obra literaria justamente hechizada por la naturaleza de las islas y el viaje a Madrid. El escritor insular varado en Castilla acometió durante largas décadas de escritura el proyecto de llegar al otro lado, recorrer la playa de la vida en una búsqueda del vértigo del sol y la alteración de los sentidos para ver distinto, ver lo que no se puede ver, una ceguera iluminadora y trascendental que hacía de la palabra escrita el pasaporte del nómada insulario a los territorios de edenia, la isla sumergida, el mundo todo. Como Galdós, él también cruzó el atlántico en un viaje de idas y vueltas que constituían un espacio propio, íntimo y a la vez universal. Allí está el camino de una aventura que no cesa y que en la palabra escrita nos llega como una invitación.

LO dijo Galdós por boca de uno de sus personajes al final de Fortunata y Jacinta, fechada la novela en Madrid en junio de 1887 “Porque yo veo ahora todos los conflictos, todos los problemas de mi vida con una claridad que no puede provenir más que de la razón (…) No encerrarán mi pensamiento… resido en las estrellas”

Samir Delgado

Boston-Gran Canaria, abril / octubre 2019

domingo, 15 de septiembre de 2019

"Desiderata" (Del libro Los poemas perdidos de Luis Cernuda)

     
  
El aquí y la lejanía ya no se oponen

                                               Yves Bonnefoy


SOL de otra tarde más en casa, sábado de interior, remanso de luz, plenitud íntima que trae el poema como un bastión de la existencia: verse a sí mismo en el papel, un espejo multiplicador de sentidos. De este lado hay un tiempo propio, susurrante y calmo que serena los avatares de la vida cotidiana. Volver a este centro con el pulso renovado, pasan de las seis de la tarde, sol apolíneo en derredor, los destellos de memoria se saben inmaculados desde los bordes del papel. Y volver a casa cada día, a la luz pletórica de la fachada color mostaza, la calle solitaria que lleva al refugio en un proceso diurno de idas y vueltas que se repiten en procesión atea. La llave, más que un artilugio instrumental parece un símbolo, la casa se lleva consigo mismo, a partir de la seguridad de la custodia del metal. Pensar en las horas extrañas que transcurren en su interior, el mundo paralelo que sucede ajeno a la mirada propia. Abrir la puerta con impulso soberano, entrar de nuevo a su caudal de noche, a plena luz de un sueño, interrumpido por la puerta que se abre

Samir Delgado, Desiderata, del libro "Los poemas perdidos de Luis Cernuda" 
Literatelia, Colección El Colibrí, México, 2019


domingo, 25 de agosto de 2019

Conferencia “La ciudad imaginada. Luis Cernuda y Jack Kerouac en México”

Roger von Gunten "Mar y tierra"

Mazatlán estrellado, puerto de noche. Así dicen unos versos de Pablo Neruda cuando rememora en el Canto General nuestra ciudad del Pacífico, el mar se parece a la noche y todas las noches pertenecen al mar. Los poetas y las ciudades conversan desde hace siglos. Y la imaginación ha sido la mejor arquitecta de las utopías. De ahí que la memoria de los poetas hace de las ciudades imaginadas el mejor hogar fuera del tiempo y más allá de todo límite.

Quiero soñar en Mazatlán un viaje a sus orígenes, compartir en esta tarde mazlateca la pasión por la literatura, en un puente de palabras entre Durango y Sinaloa que puede ser una ocasión perfecta, más aún en pleno agosto, el mes de las mareas y los astros. México tiene en sus ciudades un magma eterno que atrae la mirada de los poetas como un imán infranqueable, como sino se explica buena parte de la historia del continente americano. Hasta aquí llegaron escritores como D.H Lawrence de quien conservo una fotografía suya en Oaxaca, y me parece lo más cercano a la imagen de un Dios en la tierra, por su soledad inconmensurable. Siempre he creído que México es el país anfitrión por antonomasia. Sus puertas abiertas a los poetas del exilio español republicano representan un paradigma de hospitalidad y cosmopolitismo.

En tiempos difíciles para la diplomacia y la concordia, de migraciones sangrantes y pérdidas de fe, México prosigue la senda de las naciones que mayor afecto ha generado entre los escritores de toda lengua, los aventureros y los exploradores, los poetas. De hecho hay en la estela de la literatura mexicana un episodio crucial que tiene que ver justamente con la mirada de los escritores extranjeros y con la ciudad imaginada que entre todos ellos ha formado una nebulosa atrayente y colosal, muy parecida a la noche nerudiana evocada en Mazatlán.

En 1977 la colección Lecturas Mexicanas publicó el prestigioso ensayo del profesor recientemente fallecido Drewey Wayne Gunn sobre Escritores norteamericanos y británicos en México, un libro providencial que daba noticias sobre la fascinación que había provocado el territorio mexicano en la mirada foránea de los visitantes angloamericanos. Desde 1569 en adelante se datan alrededor de seiscientas crónicas de viajes y a partir de 1805 el volumen de novelas, poemas y obras literarias se incrementa de modo creciente hasta convertirse en una ventana de papel a través de la cual México brillaba con luz propia ante los ojos del visitante vecino.

La traducción del libro fue de Ernestina de Champourcin, una de las poetas del exilio republicano español de mayor reconocimiento. Recuerdo que el libro tuve la oportunidad de adquirirlo en una librería duranguense con similar atmósfera a las muchas que perviven en la calle Donceles del Zócalo, aquel primer vestigio alimentó en mí la intuición de la importancia que atesoraba la mirada extranjera a la hora de proyectar una idea universal sobre la propia identidad de México. Cuando se llega a un nuevo país todos los libros tienen un aura especial y pueden encontrarse acertijos y leyendas entre sus páginas. Todos los lugares tienen su propio latido y la conjunción de contrarios hace que ese lugar trace su historia. Desde entonces no he cesado de rebuscar en estanterías de bibliotecas y fondos descatalogados la huella de otros libros que ofrezcan una versión enriquecedora sobre la ciudad imaginada que ha representado México desde siempre para la memoria de los poetas.

París no se entiende sin Baudelaire y tampoco Nueva York sin Federico García Lorca. Hay una confluencia de destinos entre la ciudad y los poetas. No hace mucho encontré un poema de Luis Cernuda titulado “Durango” con fecha de 1929, perteneciente a la edición de uno de sus libros de juventud, “Un río, un amor”, escrito según las referencias biográficas del sevillano en una etapa de su vida a caballo entre la ciudad francesa de Toulouse y Madrid. He recorrido la orilla del Garona y a decir verdad aquella ciudad francesa tan cercana los pirineos catalanes ha sido desde entonces un puente para la cultura española del exilio.

Quiero hablarles hoy de ese poema y de la ciudad de Durango que es donde vivo y donde presencio cada día los atardeceres más siderales que he visto con mis propios ojos. Tras estos años de búsqueda encontré otro libro de similares características que se publica en 1992 de la mano del poeta y antólogo Roberto Tejada, en la editorial Vuelta, agrupando bajo el título “En algún otro lado” a un número considerable de poetas de lengua inglesa que habían dedicado al menos un poema a las ciudades mexicanas visitadas en sus periplos de vida. Hay una nota de Octavio Paz  en la primera edición sobre esta antología que culmina con la aseveración de que México influyó de modo trascendental en el advenimiento de la modernidad y que el imaginario de buena parte de los poetas del siglo XX tenían en México un lugar de paso obligado a la hora de ajustar cuentas con la belleza y proyectar desde sus testimonios la riqueza cromática, vivencial y espirituosa de un país singular, cuya estela histórica conectaba directamente los influjos primitivos de toda cultura y el devenir del progreso que expandía hacia los sures del mundo un caudal de experiencias que solamente el poeta podía ya interiorizar debido a la desmemoria colectiva y el caos civilizatorio.

Sinceramente creo a ciencia cierta que los poetas del infrarrealismo mexicano aglutinan una dosis de verdad que hace de sus textos un vehículo de conocimiento para entender el México de las últimas décadas, así como Maiakovsky lleva en su sangre  soviética una mirada única sobre el mundo o Derek Walcott que hizo del Caribe el lugar por excelencia para vivir y cuyo origen era el futuro. No tardé mucho en visitar Mazatlán desde mi primera llegada a México, como insular la presencia del mar siempre establece un horizonte íntimo, que no depende de lenguas ni de fronteras. Enseguida encontré en el Pacífico un mismo cielo y el deslumbre por Mazatlán se ha intensificado con el transcurso de los años, hasta aquí los deseos de visitar la ciudad cuantas veces sea posible, con lo que implica el viaje a través de la Sierra Madre Occidental y el paso del puente Baluarte, que ha supuesto un refuerzo para la confirmación de que la ciudad imaginada de los poetas se debe parecer mucho a Durango y también a Mazatlán, una mezcla de ambos, como una sola urbe de ensueños y apetencias: de un lado la sortija interior de la ciudad de los Revueltas y del otro el lingote marino mazatleco que deslumbró a D.H Lawrence.

Aquí, a orillas del Malecón, fue donde escuché por primera vez la referencia de la estancia del escritor Jack Kerouac durante su paso por México. De él quiero hablar también en esta tarde de encuentro literario, pues además debo confesar que siguiendo la huella del autor de la Beat Generation, no solamente he releído su libro On the road de modo intenso y apasionado, sino que además me planté en su mismísima casa en el condado de Lowell, Massachusetts, el pasado año y logré hacerme con uno de sus libros más extraños titulado “Old Angel Midnight ” que traigo en este viaje tras su hallazgo en la New York Public Library y a donde debo regresar pronto para su devolución pues este regalo encontrado en Manhattan es realmente un préstamo impagable. Mazatlán aparece en él y casi puedo decir que a Mazatlán se debe. 

Este hilo de Ariadna que cruza los diferentes itinerarios vitales de dos poetas y de dos ciudades se manifiesta de modo providencial en las citadas ediciones que tratan sobre la presencia de los poetas extranjeros en México. Y siguiendo la expedición simbólica por la cartografía poética de la memoria de los poetas y la ciudad imaginada se puede completar el aluvión de referencias con un reciente volumen de la colección Centzontle, titulado “México: visitar el sueño” del francés Philippe Ollé-Laprune, con primera edición de 2011. Allí se atestigua de modo sucinto la tesis de que la literatura ha sido el espacio fundamental en el que se ha desarrollado la tensión originaria sobre la noción de ocupación y de interpretación del territorio que proviene desde los albores de México. Escribir ha sido una forma de aplacar el misterio. El documento escrito atesora un punto de vista, una expresión de la memoria y una forma de configurar la verdad de las cosas en esencia. Este papel protagónico de la literatura hace que los textos reiteren el eco de una voz y una elección de estilo y una coyuntura histórica que caracteriza a la tradición de una lengua.

Unos poemas sobre una ciudad reflejan materialmente el universo de aquella hora en que fueron escritos, los únicos cielos  posibles de visitar de una ciudad son sus poemas. Cernuda escribió sobre Durango sin haber estado todavía en la república que cobijó eternamente sus huesos, de aquella ciudad solo supo por una película, la tierra del cine desconoce los horizontes extraños que ha amplificado para ojos de otras latitudes. Es la magia de la imagen que perdura en el poema aquí y acuyá. Y el exotismo americano había inoculado sus lumbres en la mirada del poeta andaluz que apenas una década después debería asumir como su destino necesario y deseado. A pesar de visitar diferentes lugares en distintos tiempos de México, Cernuda ubicó su residencia en Coyoacán y tras los períodos de estancia en universidades norteamericanas, llegó a México in extremis para entregarse en cuerpo y en alma a una realidad que le cautivaría ya desde la juventud, en una película y en unos poemas. De hecho, se sabe que Cernuda estuvo en el cine días antes de sufrir un ataque al corazón en el año 1963, algunos de sus mejores textos en prosa poética son enteramente mexicanos y el español trasterrado encontró en la familiaridad de la lengua otra Andalucía que habitar por siempre. Su poema sobre Durango resulta esclarecedor sobre los hitos que configuran este bello enclave del Valle del Guadiana, en el mero centro del corazón de México donde por la ventana abierta muestra el destino su silencio, en palabras del poeta. Y hay nubes, muros y soledad, y las palabras se conjugan a la par que los guerreros y se habla de una raza estéril en flor que no deja de evocar la progenie del Nuevo Mundo y la promesa siempre prorrogada de vislumbrar un porvenir universal. El poema cernudiano sobre Durango abriga un juicio evocativo que no deja indiferente a nadie, trasluce un halo de pesadumbre y de ensueño que el poeta sin saberlo depositó sobre la estela simbólica de México en su propia imaginación.

Al igual que Jack Kerouac en Mazatlán, hay voces que transitan alrededor, la protuberancia del tiempo acomoda en la ciudad imaginada sus desvelos y quimeras. El autor de On the road visitó México como se bebe un elixir de la eterna juventud, frente al mar sagrado del Pacífico encontró el chico malo de la sociedad americana de los años 50 su propio camino. Se sabe por una carta a Allen Ginsberg que la playa de Mazatlán evocaría en el escritor una imagen concreta del ensueño budista y del paraíso terrenal que podía ser visitado solamente por quien se atrevía a seguir el rumbo de las estrellas en la noche.

El libro “Old Angel Midnight” conserva aquel latido profundo que el poeta puede transcribir con el eco del mundo que se cuela por una ventana. Aparece diez años antes de la muerte del poeta y casi diez años después de la primera visita de Jack Kerouac a México. Y hay pescadores heróicos en las playas de Mazatlán. Así como el poema de Cernuda sobre Durango antecede una década antes del martirio de la guerra y del exilio, Kerouac hace suyo Mazatlán como el puerto de todas sus sombras. La ciudad imaginada en la memoria de los poetas tiene acento mexicano, trasciende la frontera de la muerte y devuelve a sus creadores una inmortalidad real que solamente puede hallarse en la condición de los poemas, lo único que permanece en la faz de la tierra, de hecho el Canto General de Pablo Neruda hizo más visible Nuestra América por medio de la evocación genuina de los minerales, de los ríos y de las naciones, que dan vida al continente de la poesía. Mazatlán estrellado, puerto de noche evoca el poeta. También hay unos versos sobre el mar de Mazatlán en la obra de Robert Creeley, autor norteamericano que pasó parte de su vida creativa en Mallorca, otra isla del Mediterráneo y otro mismo mar de una ciudad imaginada. Él junto a Charles Olson, otro poeta desvelado por los horizontes antiquísimos de Yucatán, escribieron juntos las Cartas Mayas que representan un documento genuino de la correspondencia entre poetas con México de fondo.

No puedo dejar de pensar en las horas de aquel primer poema de Cernuda sobre la ciudad de Durango, cada día que pasa siento que la voz del poeta sigue persiguiendo sus atardeceres y que de algún modo extraño los fundó. Mazatlán es una ciudad imaginada que en la memoria de los poetas permanece y trasciende los relojes y los calendarios. Pronto anochecerá y en este puente de palabras no se me ocurre otra forma de agradecer su presencia que leyendo los poemas, darles voz y cruzar juntos la orilla del tiempo, de la noche y de la memoria.

Muchas gracias         
Conferencia leída en el Encuentro independiente de Escritores
Durango Sinaloa, agosto 2019

sábado, 10 de agosto de 2019

“Los deseos de volver no se pudieron cumplir” Entrevista a José Carlos Cataño, In Memoriam

José Carlos Cataño (1954-2019)
Fotografía cortesía de Carmina de Luna Brignardelli

José Carlos Cataño nace en La Laguna (Tenerife) en agosto de 1954 y acaba de fallecer en la ciudad de Barcelona en estas fechas del mes de agosto de 2019. Poeta, narrador y esanyista, Miembro Honorario de la Academia Canaria de la Lengua. Su obra poética aborda libros publicados desde 1975 y han sido reunidos en varias antologías de verso y prosa. Editorial Pre-Texto publicó recientemente el volumen Obra poética (1973-2007). Esta entrevista fue publicada en el diario digital Atlántico hoy la pasada primavera, desde aquí la volvemos a compartir con el pesar de la pérdida y como un sentido homenaje a su memoria.



Desde la residencia en Barcelona el vínculo con las islas se ha mantenido desde el concepto de la lejanía y la distancia ¿Dónde está el origen insular del escritor y el surgimiento de la vocación poética que dio a luz Disparos en el paraíso? ¿Qué extrañas de la isla? ¿Qué has encontrado en Barcelona después de décadas como residente?

Yo elegí Barcelona por su europeidad, su cercanía al mar y la frontera. Hablo de 1974, cuando abandono Tenerife para estudiar Filología Hispánica en Barcelona. Estaba harto de la insularidad y solo quería territorios lejanos. De hecho, Barcelona iba a ser un principio, mientras me preparaba para viajes más remotos. Sin embargo, de ese ansia de distancia y de países lejanos se tuvo que ocupar la imaginación, pues me fui quedando. Y lo expreso así, como en escalas, con numerosas intenciones de volver. Fuera de Tenerife pude comprender lo que era la Isla y ahí empezó mi diálogo con la distancia, mi reivindicación de la mirada hacia un lugar. Al mismo tiempo Barcelona me regaló la condición de extranjero. Creo firmemente en el desarraigo, en la extranjeridad como condiciones propicias para la escritura. Son también dos formas de la desobediencia, algo en lo que “me eduqué” muy pronto. Desobediencia para con el territorio de acogida (nunca me he sentido catalán), desobediencia paradójica con el territorio que dejas atrás, vivido también como traición.

Y los deseos de volver no se pudieron cumplir. Disparos en el paraíso y Muerte sin ahí recogen la frustración por el no retorno, el amor lejano, la marca de errante. Tanto tiempo después, con visitas asiduas a las Islas, he tenido que reintepretarlas: por una parte, ya no son las que vivía en la imaginación, en el territorio de la distancia y de la evocación. Son distintas, son nuevas. Lo anterior es como si fuera la película o la historia de otro. Mi relación con Barcelona también ha variado, comprendiendo que vivo en otro país, Cataluña, cuyos rasgos, paisajes, lengua, personas, también llevo en la sangre.

Uno de los ejes de tu escritura está en el diario y la narrativa con la referencia vital a la novela El exterminio de la luz ¿Hay alguna diferencia esencial entre la creación poética y la prosa plasmada desde la vida cotidiana? ¿Qué ha representado para ti el universo del blog y las redes sociales?

El exterminio de la luz, escrita a cuatro manos con Carlos E. Pinto y con el heterónimo de Pórfido Santos John, es una novela de iniciación y exotismo, con referencias antillanas y al vudú que no eran frecuentes en su época (1975). En realidad la escribimos para ganar un premio y con el dinero marcharnos a Martinica. De tu boca a los cielos (1985) recoge otra parte de mí, el judaísmo, con la curiosidad que es de las pocas novelas escritas en ladino y la jaquetía de los judíos del norte de Marruecos. Madame (1989) es la Isla, mis merodeos a la Isla, las tentaciones y el afán de redención. No he vuelto a escribir más novela,  pero tengo ganas de hacerlo con una historia que cifre mi cordón umbilical con La Laguna. Y, mientras, la libertad de los diarios. Ya son son tres entregas de un conjunto que algún día llevarán por título Los que cruzan el marEn los últimos años llevo un cuaderno digital del que se nutre la mayoría de las entradas de mis diarios, aunque cuando los bajo a la hoja impresa no deje de corregir y de tachar. Son las sensaciones, los pensamientos del momento, como lo que puedo escribir en las redes. No se tratan de dogmas, ni de pensamientos sistematizados. En ellos se refleja la pluralidad y la complejidad de la naturaleza.

Háblanos de tu cercanía con el mundo de los rastros y los mercados, tienes una serie de libros muy cercanos a la idea de Walter Benjamin sobre el aura y el coleccionismo  ¿Cómo ha influido la cultura hebrea en tu escritura?

Tengo un libro, precisamente, y que yo considero un diario, que se titula De rastros y encantes, que recoge con breves entradas y fotos mi experiencia en diversos mercados de pulga europeos y americanos. Yo empecé a ir a los Encantes de Barcelona en cuanto llegué a la ciudad. Se trataba de supervivencia. Tenía poco dineros y necesitaba libros, lámparas de lectura, escritorio, muebles… Dejé de ir hasta que, hacia el cambio de siglo, se ha convertido en una de las pocas prácticas que observo con rigurosa perseverancia: los Encantes y el Mercado de Libro Viejo de San Antonio. El nomadismo tiene su reflejo en estas visitas, o lo que observo y compro se añade a mi nomadismo de ancla echada. En tres ocasiones me he tenido que liberar de mi biblioteca y comenzar de cero. Esa conciencia de esencialidad y desprendimiento es impagable. Y tiene que ver con el judaísmo diaspórico que practico. La letra es el Templo, la Isla.

También eres miembro de la Academia Canaria de la Lengua, ¿qué papel juega esta institución en la revitalización de la cultura de las islas? Muchas gracias

Todo empezó por la insistencia de mi entrañable amigo y poeta Manuel Padorno, que puso todo su empeño para que me postulase, a lo que sumó su hermano, el también poeta Eugenio Padorno. Como su nombre indica, y por razones espaciales, se trata de algo “honorario” o simbólico. Sin embargo, desde la precariedad de medios de que dispone, su labor es encomiable. Ya se está dejando atrás aquel complejo de inferioridad que yo viví y que se reflejaba en los medios audiovisuales. Nosotros hablábamos mal el castellano… No, yo hablo en canario, que es una modalidad del castellano de la mesa ibérica. La Academia vela por esos registros propios de nuestra habla. Es otro elemento de afirmación, como nuestra literatura, casi ignorada en la Península, de nuestra canariedad, de sus rasgos distintivos y específicos frente a una españolidad autoritaria, totalizadora, que no nos pertenece.



Samir Delgado, Entrevistas (2019)

jueves, 25 de julio de 2019

“La feliz posibilidad de hablar con alguien” Ensayo sobre las cartas de Octavio Paz a Tomás Segovia

Juan Soriano "Apolo y las musas" 1955

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La literatura también se escribe en las cartas. Y no han sido pocas en multitud de ocasiones, de un lugar y otro, las correspondencias que entre escritores han brindado una nueva luz sobre poemas y libros que se encontraban en un puro estado de florecimiento. Lejos de la ponzoña de la comunicación electrónica de nuestros días, las cartas de los poetas reflejan un hábitat humano que se ha ido desgastando de modo paulatino bajo el imperio de la prisa, la rapidez y la velocidad, esa patología que el filósofo Paul Virilio, recientemente fallecido, consideraba como el signo atroz de este siglo. Hay en las cartas de Octavio Paz a Tomás Segovia en casi medio siglo de envíos y telegramas un hilo conductor basado en la amistad, dos autores del siglo pasado que hicieron de la poesía un puente solidario y fraterno, con la lejanía siempre presente de dos existencias y geografías que de algún modo se retroalimentan y distancian para abundar en la fe de la literatura. 
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Son 55 cartas las que se conocen de Octavio Paz, premio Nobel de Literatura, dirigidas al entonces poeta en ciernes, Tomás Segovia, autor destacado de la denominada generación Nepantla, aquellos poetas que vivían en medio de la herencia natal española y un exilio posterior en México que se convertiría en un segundo nacimiento del idioma. De manos del autor de El arco y la lira, o Los hijos del limo, entre sus ensayos más célebres, se fechan las cartas en el período que va de marzo de 1957 a febrero de 1985, un marco temporal decisivo y no siempre constante en el intercambio postal para la confluencia de la obra literaria de ambos escritores, dos poetas considerados por la crítica y los lectores como esencialmente representativos de la literatura mexicana contemporánea.
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En el crisol de fechas y posdatas con un destinatario irregular y movedizo, y un remitente a caballo entre las embajadas mexicanas en La India, París, Ceilán, Kabul -solo una carta fechada desde allá, el 6 de noviembre de 1964- y varias estancias en Estados Unidos que serían decisivas. Hay un par de cartas distintas que marcan la diferencia en el tono y en el tema, la versión de los hechos de Paz se hace desde Nueva Delhi en marzo de 1968, tratan la cuestión del yo poético y de la condición de la escritura. En el trasfondo de la estrategia de aunar fondos económicos para la revista siempre planeada entre ambos y bajo las vicisitudes de una cena con André Malraux y las referencias a España- Octavio Paz certifica que Francia ha ocupado el lugar que abandonó España con el fascismo y su decadencia y aislamiento, pues “el que desaparece no es el no reconocido sino el que no reconoce”- quedan entrelíneas varios lingotes para un debate mayor donde de poeta a poeta se afronta la realidad del mundo, el compromiso del hecho poético y la ilusión de un yo subjetivo que en épocas convulsas debe asumir su función crítica. Dice Paz, “la diferencia entre tú y yo consistiría en lo que tú llamas residuo, yo lo nombro vacuidad”. El yo y el tú se alternan y contraponen, se fusionan y contrarrestan, “el yo, para llamarse y hablarse, tiene que volverse tú” siempre por boca de Paz. Y años antes el tono de la discusión amistosa llegaba a extremos en los que desde una tarde nevada de Estados Unidos, le llegó a decir Paz al amigo poeta “Eres intransigente y riguroso, contigo mismo y con los otros. Lo de la buena y mala fe es un pegote sartreano. Tus escrúpulos son tal vez excesivos pero no son las dudas de Hamlet sino el soliloquio de Segismundo. Eres calderoniano” Y siempre al final el abrazo entre los dos poetas que vuelcan en la carta sus alientos y la determinación de mantener el vínculo dialógico que sobreviene en toda palabra.
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Le dice Octavio Paz a Tomás Segovia en la primera misiva que, más allá de los acuerdos y las discrepancias, el mero hecho de mantener correspondencia significaba a todas luces, “la feliz posibilidad de hablar con alguien”. Segovia envió su reseña sobre El arco y la lira. Y de vuelta Paz le remite una colaboración del griego Kostas Axelos sobre Rimbaud. En cada gesto de ambos redunda la vocación amistosa, humana, de una relación epistolar que trasciende el anecdotario de otras filias postales, al incluir en el coyuntural mosaico de fechas, una ventana a la sinergia cultural que estaba generando la irrupción de antologías decisivas para la trayectoria poética mexicana en la modernidad. Se trataba nada menos que de revistas como “Plural” y “Vuelta”, ambas de enorme importancia para el ambiente cultural y literario en español del siglo XX. Y sobre todo lo demás, las cartas que en su tic tac particular atesoran pistas y claros de bosque para entender -bajo los postulados de la hermenéutica gadameriana- el designio del horizonte común que consignaba el concepto de la tradición, ese horizonte compartido hacia el futuro, en el devenir de las poéticas contemporáneas de un despertar de México a la vida moderna. En algún lugar de una carta de finales de los sesenta, Octavio Paz enfatiza la necesidad de persistir en la tarea generacional de producir sentido y aglutinar voces desde la diferencia, para afrontar el destino, y le dice al poeta amigo “Lo sabes mejor que yo: estás condenado a persistir”. Lee sus poemas en los entretiempos de la burocracia diplomática, Paz confiesa en junio de 1964: “Por fortuna (yo también), descubrí la belleza. Como tú (como todos) más en la naturaleza que en las piedras, más en las piedras que en los hombres”. La lectura de una carta lleva a la otra y siempre la voz latente del amigo poeta en el trasfondo, ambos poetas se hablaban desde el sigilo de la pluma y la urgencia de la voz. Las cartas son el tiempo de los dos.

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Hay en las cartas un minutario singular que va desde la lógica temporal de la valija diplomática del premio Nobel, a la demanda de comunicación que una amistad en la distancia requería para su supervivencia esencial. Hubo también mucho silencio entre una carta y otra, las vidas prosiguen en su aliento propio hacia un final que siempre resulta insospechado. Paz le da noticias a su amigo poeta del descubrimiento del amor con Marie José y recibe de Segovia distintos testimonios privados sobre su deambular por el mundo. En las cartas se intuyen muchas veces el tono y los ecos de los manuscritos de Tomás Segovia, quien abunda tras su discurrir existencial en la necesidad de publicar sus primeros versos y ubicarse en la compleja realidad política de un país que no fue benefactor de la vida de sus poetas. En mayo de 1967, las cartas de Tomás Segovia deprimen a su amigo embajador, quien confiesa “Preveía tu lento girar en el torbellino-remolino-tolvanera de México. La lenta asfixia del altiplano, el rito de la petrificación. El destino de los mexicanos es ser monumento público, momia o cascajo desparramado”. Durante la travesía azarosa de la correspondencia entre ambos poetas hubo del lado de Paz una permanente preocupación por el amigo, y no son pocas las recomendaciones firmadas por él a terceros para que el otro poeta mexicano con ascendencia española, nacido en Valencia en el año trascendental de 1927, pudiera prosperar en el delicado y controvertido panorama de la literatura en español. Entre ambos se va tejiendo la idea crucial de una revista, dice Paz: “La idea de la revista me seduce y me aterra… Esa revista, si llega a existir, será más o menos, lo que somos nosotros”.
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El 14 de diciembre de 1960 escribe Octavio Paz a Tomás Segovia la certeza que queda en pie tras la lectura de sus versos: “usted es poeta”. El poeta cónsul en Nueva Delhi responde al poeta exiliado en París con la premura siempre patente de auxiliar al compañero y brindar una mano amiga ante la adversidad y el desconsuelo de soledades mutuas que se ven la una a la otra desde la distancia de la tinta. De hecho pasarían años, casi décadas en todas las cartas, donde estaría siempre el halo y el signo de un diálogo fructífero que encontraba la tensión de su continuidad en el valor de la palabra, en la ética que sostiene el ejercicio de la escritura y la vocación del poeta por dar fe de la verdad de la vida. En diciembre de 1967, Paz es concluyente: “Recibí tu libro. Ya te imaginas mi alegría y mi emoción. Poco a poco se empieza a configurar una época de poesía. Nunca he creído en las obras solitarias ni en los poetas aislados. Si algo de lo mío ha de sobrevivir, así sea por un minuto, es porque lo iluminan las obras de los otros, mis pares impares”. Desde una primavera en Ithaca, durante la residencia de Octavio Paz en la universidad de Cornell, -donde por cierto, conoce a Ginsberg- le escribe a su amigo nuevamente: “No he vuelto a tener noticias tuyas, ¿qué pasa?”. Lamentando el tono de las últimas misivas, considera Paz “deberíamos escribir cartas sólo en estado de gracia”. Las cartas eran entonces aquella realidad vivida, aliento vuelto para sí, reclamo en tinta y papel del otro. No tardaría el poeta embajador en regresar meses después a Nueva Delhi, el peregrinaje de ambos confluye y se aliviana, Paz llegó a invitar a Segovia a visitar La India, pues “Aquel que no haya visto- ni oído, olido, gustado y tocado- las lluvias de La India, no sabe lo que quiere decir llover”. Siempre desde la amistad se desea para el otro lo de uno, y viceversa, como una lluvia para dos, siempre el poema que escampa.   
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El impedimento crucial que los avatares del régimen social dominante suele constreñir sobre el medio de supervivencia del poeta, su propia libertad y el movimiento de la propia vida hacia su búsqueda de realización, se palpa en muchas cartas de puño y letra entre Octavio Paz y Tomás Segovia, esas cartas que también escribió en sus días venecianos Lord Byron, las cartas de otro tiempo vital que ya están condenadas a la desaparición bajo el imperio de Internet. Hay cartas donde abundan los problemas de índole pecuniaria, las barreras del establishment y la presión de la carencia de posibilidades para publicar y dar a la luz libros de un impacto posterior, todos los parámetros que determinan el tiempo de las cartas evidencian ese mar de incertidumbres que el panorama de la cultura lleva consigo en todas las épocas y regímenes. De un lado Tomás Segovia que se siente asfixiado ante la coyuntura fatídica de la llegada al poder de Gustavo Díaz Ordaz- le dice Paz el 27 de diciembre de 1964: “es una lástima que no desees continuar en México. Comprendo que la atmósfera te oprima y que quieras alejarte”. Luego vendría la masacre de Tlatelolco y el Mayo francés, dos caras de una misma moneda en los derroteros de una modernidad con rumbo a la encrucijada. Entre tanto, se dan oportunidad de debatir sobre el futuro del surrealismo - Paz sugería a Segovia de la necesidad de mantener el vínculo con Breton, un hombre que había impresionado al poeta mexicano y a quien unía una fiel amistad- además de propiciarse algún pasaje de enorme trascendencia íntima, como aquel en el que Octavio Paz aborda la condición de huérfano de todo poeta, pues antes aún de haber perdido a su padre con 21 años, ya tenía que convertirse en padre de sus padres, una experiencia que llevó a su padre a rebelarse contra él, su hijo. Aclara Paz: “Creo que esto me distingue de la mayoría de mis amigos. Ellos se rebelaron contra sus familias, yo no tenía contra quién rebelarme. Todo lo que me ha pasado después parte de esta situación original”. A fin de cuentas, los dos poetas entrecruzan confidencias, a medio camino de la urgencia diplomática y el aliento del exilio de ambos, la vida que se convierte en puente esencial para los amigos.
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Entre una carta y otra, Tomás Segovia vivió entre México y Paris, logró en su momento la Beca Guggenheim y se percibe siempre en Octavio Paz al amigo poeta que facilita conductos y chances diplomáticos para que el poeta resista a la precariedad y el desaliento. No sería hasta 1967 cuando viera la luz el aclamado libro “Anagnórisis” de Tomás Segovia, en su particular revuelco poético del idioma que gestaría una voz propia para el desenlace del siglo en ambas orillas del español. Todavía Segovia viviría hasta noviembre de 2011, sobrevive a poco más de una década sin su amigo poeta. Y entre una confesión y otra apenas intuida, surgen los ramalazos de luz en cada carta, los poetas propician una reflexión íntima sobre la propia escritura y la necesaria irrupción de proyectos literarios que solventen drásticamente la distracción de la competencia ideológica y los bajos fondos de la poesía oficial. Dice Octavio Paz el 25 de mayo de 1965: “Querido Tomás ¿no crees que todos nosotros, hablo de los que piensan y escriben en español, tenemos un deber: dar la cara, puesto que nuestros gobernantes y generales prefieren mostrar las nalgas? Perdóname la grosería pero no encuentro otra palabra para designar la actitud de la mayoría de los gobiernos hispanoamericanos. Siempre soñé con una revista que uniese a unos cuantos escritores de lengua española que fuese un ejemplo para mucha gente...” Y acto seguido, como casi siempre en la referencia final al tiempo vivido del poeta con Marie José: “Me llama. Tenemos un jardín y muchos pájaros. Fundaremos, como tú dices, la verdad”
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Hay muchas amistades en común a lo largo de las cartas de Octavio Paz y Tomás Segovia: de Cortázar y Max Aub a Gabriel Zaid o Ives Bonnefoy, Severo Sarduy y Carlos Fuentes, multitud de enlaces y lugares, una gran diversidad de citas y referencias que aglutinan un mosaico clarividente sobre el devenir de la cultura literaria mexicana de aquellas décadas trascendentales. La revista Plural vería la luz finalmente en octubre de 1971 con duración hasta 1976, y en diciembre de ese mismo año nace Vuelta que mantendría su periodicidad hasta la muerte del poeta Octavio Paz en 1998- incluso recibe años atrás el Premio Príncipe de Asturias a la Comunicación-. Siempre hubo tras la voz del poeta y embajador mexicano una fe en los principios liberales que le han caracterizado a diferencia de otros poetas de izquierdas, de un calado social más ortodoxo, sin embargo más allá de la polémica ideológica el Octavio Paz de cada carta destinada a su amigo poeta rezuma bonhomía y reciprocidad permanentes. Las cartas puestas sobre la mesa reiteran el valor de la amistad entre poetas y el alto designio que supone asumir la vocación poética a perpetuidad entre el exilio y la diplomacia. Desde Cambridge, en enero de 1975, Octavio Paz no se anda con cuitas y exclama: “El PRI es un resumen de México, mejor dicho, un florilegio. Tampoco es culpa del PRI que abunden más las espinas que las rosas” y más adelante, “Tal vez es muy tarde ya para cambiar algo. Temo que México sea un país condenado… El único recurso que nos queda es hablar…y escribir”. Tiempo atrás, durante el eco de la estancia de Tomás Segovia en Princeton, Paz le responde también desde Cambridge aludiendo a otro de los amigos comunes: “No te quejes demasiado de Princeton: ¿crees que estamos en un lecho de rosas? Además, desde que llegamos me salió al paso la sombra de Luis Cernuda. Desde aquí me escribió muchas cartas y no pocos de sus poemas reflejan esta luz” Era febrero de 1970 y Paz relata que su Posdata se discute mucho, recomienda a su amigo escribir a Jorge Guillén y a los demás compañeros españoles ante la incertidumbre de la vida del poeta, Paz le increpa: “¡Es hora de sacar raja de tu condición de español!” y “Tus depresiones me hacen sonreír un poco: por lo visto no te acostumbras a ser escritor en lengua española y a publicar libros en el Valle de Anáhuac…”
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Sin duda, otra de las vetas que suceden a la luz entre los más bellos pasajes de las cartas, durante los años de la correspondencia entre Tomás Segovia y Octavio Paz, será el factor de Nueva Delhi un referente de fondo ineludible y decisivo. El poeta embajador alude en numerosas ocasiones a la realidad “que desafía a la razón” de la vida cotidiana en los países que frecuentó durante su compromiso diplomático, hace referencia todavía en 1966 al hecho de que “Nueva York se ha vuelto irreal y la India, que hace un mes parecía irreal, ahora es lo único real”, y “La India no es Occidente pero tampoco es Oriente. No se parece a China ni al Islam”. Octavio Paz vivió en Nueva Delhi con la intensidad poética que solamente puede hacer sobrevivir a un poeta en un país que representa una imagen de la historia universal al revés. “La verdad de la India es otra. Es una verdad, presiento, central. He creído entreverla en algunos templos y esculturas, en la música, en el caminar de los campesinos, en la risa de los niños”. Las cartas dejan que aflore ese ventanal para el amigo, solamente el testimonio de la confesión lleva consigo la magia de esos otros lugares del poeta que habitan y sobreviven, de algún modo, en su vida y en la vida de los poemas de una forma trascendental. Hay una carta, de enero de 1967, donde Paz cuenta la experiencia “de un lugar encantado de la costa sur de Ceilán”, allí rememora el poeta la edad de oro y hace alusión a versos del propio Tomás Segovia que se adivinan, solamente a través del lenguaje de la indirecta, entre los dos amigos: “Aquí se nos ofrece un pan de verdad y al comerlo lo compartimos contigo. Es un pan hecho de luz y tiempo encantado –ese tiempo que no transcurre y que, no obstante, cambia y es distinto cada instante”. Como siempre las cartas revelan esa probabilidad feliz de poder hablar con alguien y en la correspondencia se hace real la evidencia de la necesidad de expresión íntima, que trasciende de la vida y de la amistad, casi a la par que los poemas, que uno y otro se enviaron privadamente, y que la publicación de las cartas convertiría en un patrimonio para todos los lectores y todos los poetas.               
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Y la última carta, publicada en el libro que el Fondo de Cultura Económica tuvo a bien editar en su primera edición en 2008, está fechada en México D.F un 19 de febrero de 1985, Octavio Paz agradece la recepción de un poema de fin de año haciendo hincapié en que aquéllas eran “noticias del poeta, no del amigo, aunque el poeta sea también amigo y, a veces, más amigo que el amigo”. Paz rehúsa asistir a un congreso de arte, y sentencia: “Hay una conspiración (inconsciente) de las academias para impedir que los poetas digan lo que tienen que decir”. Y solicita a Segovia materiales para la revista Vuelta. Se disculpa por no haber incluido una reseña de la obra poética de su interlocutor, “es verdad que no nos hemos portado muy bien contigo”. Fue Xirau quien prestó el último libro de Tomás Segovia a Octavio Paz, los poetas siguieron su camino de forma paralela, se encontraron por primera vez cara a cara en México y continuaron su correspondencia casi hasta el final, en una carta de enero de 1968 el propio Paz le escribe a su amigo con dureza: “Si de algo estoy seguro es de tu destino. Por eso te duele y te quejas: el destino es feroz y egoísta… No te lo reprocho. Incluso me conmueve que yo sea el muro que oye-un muro que a veces responde con un gruñido”. Al final, efectivamente, llegaron los años noventa, el Nobel y la muerte.  
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En una carta de mayo de 1967 alude Paz a la decisiva Antología “Poesía en movimiento” que recogia la cosecha poética mexicana desde 1915 a 1966, preparada por Paz junto a otros poetas mayores como José Emilio Pacheco, Homero Aridjis y Alí Chumacero. Vale la pena concluir este bojeo por la correspondencia de Octavio Paz y Tomás Segovia considerando el papel protagónico que han jugado en las literaturas nacionales muchas antologías que favorecieron desde la diferencia la eclosión de una visión unitaria y accesible para los lectores, salvando las distancias entre escrituras y egos, cuando lo importante ha debido ser la defensa de la cultura y el derecho a la creatividad ante el imperio del dinero, la competitividad y el desprecio hacia la vida por parte del poder. La amistad entre dos poetas, con su controversia natural y el destacamento de objeciones y también de elogios que surgen de la lectura mutua y del aprecio incondicional, evidencia en las cartas el potencial mayúsculo que tiene la poesía para forjar identidades y perseverar en el progreso de la humanidad. Lo dijo Paz en algún lado, el arte reconcilia. Y respecto a la antología en la que él participó mencionaba en su momento y desde su posición, siempre de cara hacia el amigo y ante el tiempo propio de la carta: “No es un libro personal: es un intento por rescatar del caos y la indiferencia unas cuantas obras que, a su vez, juntas, forman otra obra: el libro que hemos hecho entre todos en lo que va del siglo” 
Samir Delgado, 2019