martes, 15 de noviembre de 2022

Sobre el cuadro “Capri” de Juan Botas Ghirlanda

 

    Obra del artista Juan Botas (Museo Municipal de Santa Cruz de Tenerife)


Conferencia
Casa de Colón. Ciclo “Miradas a la Colección

 

A Lázaro Santana


París, julio de 2022. A medianoche en un hostel parisino todavía hay transeúntes de cualquier nacionalidad que regresan de su maratón viajera. Tras una visita intensa a la famosa sala Denon que atesora La Gioconda yo fotografié a quienes fotografiaban—la mente es capaz de retener un sinfín de instantes que dan cuerpo a un memorial íntimo del Louvre: aquel cuadro de un atardecer de Turner, escenas mitológicas por doquier, la muerte de Marat vista por un grupo de japoneses con autoguía.

Sobre la mesa de mi habitación estaba la cámara fotográfica en recarga, un revuelo de papeles y notas, junto al libro del crítico de arte Juan de la Encina, titulado “El paisaje moderno” del año 39, editado en Morelia y que ha regresado conmigo a la orilla europea, tal vez como uno de los primeros ejemplares, otro grano de arena para la memoria del exilio republicano. Antes de apagar la luz, subrayo la referencia del bilbaíno sobre la idea de que el sentimiento de la naturaleza no era algo exclusivo de la modernidad, sino que más bien “gozaba de milenios”.  

Es extraño y sorprendente el azar cuando el interés por un tema se convierte en protagonista incipiente de los días. Mi visita a París, cámara en mano, había sido pergeñada como una cata a la luz y al tiovivo de sus museos, a la manera de remesa ocular que dotaría a la experiencia de un cúmulo de sensaciones y perspectivas de enorme potencialidad para la escritura, siguiendo de cerca aquella tentativa de agotamiento de lugares parisinos de Perec. Yo quería cifrar cada minuto —a través del objetivo —y también hacia el adentro de la memoria y de la intuición. Allí estaba yo recién llegado de México con la vocación de recorrer en tres días todos los momentos posibles de París, la ciudad que habitó durante cuarenta años Nicolás Estévanez, el poeta del almendro por quien he sentido una predilección de reconocimiento desde hace décadas—por no decir lo que llevamos de siglo— ya que su casona lagunera, aún cerrada a cal y canto, representa otro de esos espacios conmemorativos que se han extraviado en el devenir de la cultura insular, menoscabando el tiempo ciudadano que dota a las culturas de una tradición y de sus vanguardias.

Con más de una década viniendo al continente americano, tan cerca de ciudades otras que bebieron en su génesis del mismo trazado urbano y del mismo pulso protagónico que los enclaves de Vegueta y La Laguna—las dos capitales del oriente y del occidente canario—debo confesar que la existencia en mi isla natal de un lugar como la Casa de Colón supone un aldabonazo perfecto para seguir reivindicando la identidad atlántica y la idea padorniana del solar para el nomadeo y los extravíos del sentido. Y es que en los museos de las islas, especialmente donde el coleccionismo ha sido decisivo para ahondar en las huellas y en las cifras del acontecer cultural del archipiélago, hay también una predestinación esencial para convertirse en lugares de ciudadanía, donde las ráfagas de conciencia sobre el valor ético de la belleza garantizan una breve pausa de cultura, de sosiego democrático, frente a los dogmas del consumo y la velocidad escalofriante de la vida posmoderna.   

En París era medianoche cerrada y la puerta de la habitación se abre para turbar el descanso bajo los protocolos del checkin de nuevos huéspedes. Mi compañero de litera se presenta como Lorenzo, de Nápoles. El joven turista no tarda en acomodar sus enseres y adentrarse en el sueño. A la mañana siguiente había desaparecido y nos volveríamos a encontrar siempre a deshoras. Un día, por fin, desayunamos juntos, tras los comentarios habituales sobre procedencias y quehaceres, enseguida le interrogo sobre Capri, interesado por conocer el testimonio de un habitante napolitano de nuestros días sobre la isla mediterránea. En las islas, a pesar de los más de quince millones de turistas anuales, no se dan con normalidad las conversaciones de tipo cultural, de ahí la importancia de los museos y de los lugares del arte y la literatura, difundir nuestro acervo y la actualidad creativa de las islas es un modo de diálogo con lo contemporáneo, una forma de resistencia para que no todo se difumine entre el stock de souvenirs. Los viajeros de antaño, desde el propio Colón, escribían su estadía desde una mirada nueva, aportando al horizonte insular su voz dialogante, durante siglos ha venido sucediendo esta experiencia decisiva para entender el ir y venir de la identidad de Canarias. Botas Ghirlanda, en sus años últimos, hizo de la pluma su consuelo, dando noticias de sus andanzas por Europa y comentando la actualidad de su mundo, muy de la época, con ironía y belleza. Escribir o pintar es decirse, prueba esencial y testimonio de vida. Las culturas se escriben y se pintan, el planeta es un gran atelier y una enorme biblioteca.   

Mi amigo italiano me cuenta que Capri está repleta de hoteles, que es bellisima, él como arquitecto debe conocer los impactos del turismo en su país y en el resto de Europa, y enseguida alude en la confianza de la plática a su abuelo pintor, Salvatore Goglia, que fue artista postimpresionista y en la casona familiar alberga toda la colección de sus cuadros, él tuvo premiaciones en vida —reitera Lorenzo con orgullo— y hay algunos paisajes de Capri, me dice haciendo hincapié, ante mi insistente interrogatorio sobre la isla y la alusión a mi conferencia de la Casa de Colón —la de esta hora precisa, en que los momentos parisinos se vuelven de nuevo nítidos y a la mano—.

El tiempo de una vida no da para mucho, sin embargo sucede que a través de la escritura y por medio de la dedicación a la crítica del arte, puede tenerse un mayor trato con cierta temporalidad que va más allá del imperio del minutero digital.  Pienso que estando aquí, tan cerca de los aledaños de la Catedral de Santa Ana, en el reducto antiquísimo de la vida de otro de mis personajes preferidos de la historia insular, el poeta Bartolomé Cairasco de Figueroa, que hablaba italiano y guanche, traductor de Torcuatto Tasso en 1600, se puede entender con cierto grado de verdad la porosidad de la atmósfera de toda cultura para el entendimiento del devenir de los siglos. Es lo que tiene París esencialmente —perplejidad y asombro— y toda isla.

 Volviendo a la habitación de aquella mañana parisina, caí en la cuenta de un comentario fugaz en las postrimerías del tercer café con mi amigo Lorenzo, El Napolitano, sobre una cicatriz insalvable que hay en las islas y en la vida de sus artistas: Millares, Oramas, Botas Ghirlanda. No sé por qué razón —si la hay— suceden esta suerte de coincidencias que nos llevan a encontrar un hilo de Ariadna en medio del caos y de la inercia. La idea que me ronda, desde entonces, versa sobre la fatalidad y la tragedia de los artistas insulares, cuya universalidad no solamente procede de sus temperamentos y de la trascendencia de sus obras, sino también de sus muertes, el desastre acumulado de muchas biografías de creadores canarios, cuyo desenlace final ha estado marcado por la enfermedad y hasta el martirio: el tumor cerebral de Millares, la tuberculosis de Oramas y de Botas, el suicidio de Domínguez, los accidentes de tráfico de César Manrique, de Juan Hernández o Cándido Camacho.

Esta certeza de una necrología plural de los creadores insulares, que sobrepasa por su gravedad la cifra de lo anecdótico, me ha llevado a razonar una teoría sobre la conquista de los colores. Tal vez, la roca de Capri, de Botas Ghirlanda, por la cual he venido aquí, en el marco del ciclo “Miradas a la Colección”, sea el detonante empírico que justifique y de validez a una intuición inicial que se ha ido transformando en certeza y en desvelo. Desde aquel silencio nacido entre los dos huéspedes del Auberge de Jeunesse que se despidieron juntos de París, he vuelto a aquella conversación que abundó en la promesa de conocer algún día las pinturas del abuelo Salvatore Goglia —obras de toda una vida en la que los árboles, el agua, la luz del sol configuran un mundo aparte, el de la realidad interior que también es visible y tiene verdad— las imágenes que hace apenas unas horas he recibido en mi correo electrónico directamente desde Nápoles, y que han supuesto una alegría especial que deseo compartir al momento de hablar sobre la pintura “Capri” que Juan Botas Ghirlanda realizó en 1910.

Aquel fue un año decisivo para el artista tinerfeño que debió volver a las islas tras su estancia como copista en El Prado de Madrid. Esta roca mediterránea —naranja de la mar—la he observado multitud de veces este verano, se ha convertido en una especie de talismán evocativo, en un salvoconducto a otra dimensión, con sus azules dorados y verdes, líquenes del limbo de todo mediodía solar. Es un paisaje insular que hace suyo el proceso de evolución de la propia idea del paisaje —siguiendo a Alain Roger— cuyo origen será universalmente humano y artístico. Lo diré desde el comienzo: el cuadro “Capri” hace buscar en la costa lo que está en el cuadro. Imanta su fisonomía de cadalso y de reliquia, la luz del cuadro proyecta hacia la mirada un resplandor de aura salina, es el punto geodésico del lugar limítrofe entre la isla y el mar, aterido de luz en la memoria del pintor y que a través de la pintura se resuelve en brújula y dolmen ecológico. Sabemos, por la fabulosa biografía del artista realizada en 1949 por Miguel Tarquís, y también por supuesto, por la generosidad de la investigadora Pilar Carreño —autora de dos publicaciones esenciales sobre Botas Ghirlanda, la primera de 1983 y la segunda ya de 2017 —que el pintor tinerfeño encontró inspiración en el Golfo de Nápoles a través de una pieza del francés Bremont, y que su propio óleo, destinado al Museo Municipal de Santa Cruz de Tenerife —es antecesor de este “Capri” —pintado, tal vez, a la manera de revancha íntima y de expresión doliente que pugna por seguir dando a la luz una imagen, la de otros mares y otras islas que lleva consigo como única fe y es el deseo de pervivencia.

Entre el golfo y la roca, de 1905 a 1910, hay un impasse de circunstancias vitales que pueden resultar decisivos para entender, o intuir mejor, el vaivén espiritual del artista que durante buena parte de su vida creativa estuvo marcada por la afección de salud y la dependencia pecuniaria de pensiones o becas institucionales que al principio supusieron el despegue y el ensueño, siendo más tarde el percance y la renuncia a continuar en la órbita del artista insular que una vez pisado continente —como dijera Domingo Pérez Minik —desenvuelve una energía vital extensiva y cosmopolita, que en muchos momentos de nuestra historia archipelágica, ha sido palpable, véanse por ejemplo dos paradigmas del color negro: Óscar Domínguez instaura la arena volcánica de la playa en los entresueños del surrealismo, y el propio Millares que entreteje desde la arpillera y el homúnculo — dentro del capítulo esencial del Grupo El Paso en la historia del arte español de posguerra y transición —la memoria del ultraje, el peso irredento de los oprimidos y desheredados, la catacumba y el sarcófago. Ha sido una constante, el viaje de los creadores insulares instituye una espiral de referencias y de incursiones, de hábitats fecundos y permutables, que han resultado favorecedoras de la aspiración de universalidad de las islas en el mapamundi de toda actualidad.  

Y de este punto y aparte, sin perder de vista la pintura-sudario de Botas Ghirlanda, su donación de luz y mito, vale la pena reiterar lo aludido hace unos instantes, y que supone una visión panorámica esclarecedora sobre la historia cultural de las islas. Hablaba yo de la conquista de los colores: de un lado, el imaginario inventivo y fundacional de la creatividad literaria y artística, resultante en un cosmos diáfano de interrelaciones y conglomerados de visión objetivada —pinturas, poemas, novelas, cine — de la realidad y del mundo, en derredor de las islas. Es el esperma negro de las culturas que menciona el poeta griego Elytis, Premio Nobel de Literatura, auténtico bastión para el riego de las imaginaciones y lo utópico, el cimiento tangible de las transformaciones espirituales de toda época y latitud, esquilmada mayormente en los procesos de socialización epocal, a través de la escuela y de la televisión, de la fábrica y del shopping center, de la consola y el android telefónico.    

Y del otro lado, lo que quise contar a mi amigo napolitano, en aquella mañana parisina, el poder de la maquinaria del dinero, de la expoliación y la rentabilidad, la contienda iniciática de la historia de los territorios insulares en el decurso de la civilización, cuyo destino derivado hacia los paraísos artificiales ha estado encadenado a la transferencia de monocultivos propiciados por la ratio calculadora y el régimen especulativo de perpetuación que, a día de hoy, se puede rastrear en vectores del colapso venidero como el ecocidio de los resorts y la doble hegemonía del lenguaje publicitario sobre lo real y de las políticas institucionales sobre lo necesario, las dos tenazas con que el capital—el orden dominante de los intereses de la acumulación y el derroche estructura la noosfera, lo que se piensa, lo que se puede ver y sentir, inoculando la mentalidad universalizada en las islas de la primacía instrumental del dinero, de que la supervivencia social está marcada por el supuesto progreso del cemento y de las autopistas, de las oficinas bancarias, de cadenas hoteleras, de los centros comerciales que han monopolizado los pulsos de vida y de tránsito.            

Y de nuevo surge la convicción de que el arte, la poesía, la creación en las islas, bajo las coordenadas de lo periférico y ultramarino — todo aquello que evoca y hace sentir vivo— ha significado una verdadera bocanada de oxígeno, para mantener a flote las identidades de una personalidad insular atlántica, que desde siempre, ha tenido una temperatura universal, muy a pesar de la extrema trascendencia que ha tenido el dolor y el sufrimiento para muchos artistas. Cuando se trata de remontar la mirada hacia los aconteceres del pasado, de los flujos de intermitencia que configuran las ideas estéticas en los intercambios culturales entre individuos y naciones — y estar como ahora frente a un cuadro como “Capri” — se posibilita un paréntesis de reflexión y de pausa temporal que nos advierte de la complejidad y del peso gravitacional de unas formas y de unos colores que perduran y nos interpelan desde su condición de dispositivo rememorante —llevo tiempo escribiendo sobre pintura por estas cosas, ya que me parece que es más real un cuadro que la propia realidad, lo he dicho en multitud de ocasiones— en tanto en cuanto la pintura proviene de sentidos y de verdades que están más allá de la convención del status quo que determina la legalidad de lo que se ve, y por eso los museos están llamador a ser los nuevos templos de la vida que se conserva y que irradia la vida de los colores y de los sueños.

Botas Ghirlanda, precisamente —lo dijo con sus propias palabras su biógrafo Miguel Tarquís—mantuvo toda su vida de pintor bajo la deriva de la enfermedad y de la búsqueda incesante de una personalidad artística que, contextualmente, se encontraba en el intervalo fascinante de la conformación de la modernidad, un pintor de dos siglos y de una misma luz, que igual atravesaba el realismo de lo lumínico naturalista de los charcos y de los jardines, que cierta combinación de postimpresionismo y de simbolismo en sus paisajes y vistas, dando a la posteridad el conjunto de su obra como una ventana al devenir, permeando a través de sus colores un conducto de empatía, de susurros expectantes, propiciadores de la conciencia de las fracturas del tiempo y de la segunda naturaleza que habita los cuadros, constituyendo ecosistemas cromáticos que nos invitan a la contemplación, más aún, que nos incitan a saber contemplar, a mirar de otro modo a como se miran las cosas, los objetos mayoritarios de nuestra realidad que está regulados por el tiempo-mercancía, por el precio de su materialidad intercambiable y adquisitiva, ese rango imperativo de lo dinerario que ha devaluado todo el mundo exterior a supermercado. Ver la pintura, ver desde la otredad que nos habilita el recinto museístico, nos ayuda a encontrar el momento para que nos veamos a nosotros mismos viendo, ese espejo crucial de todo yo que precisa de una distancia rememorante para decirse poliéticamente, para constituirse en ciudadanía. Por cierto, hay un alarmante índice de obras de Juan Botas en paradero desconocido, que nos sugiere la idea de un mundo suspendido en el anonimato y que son las otras pinturas que pueden llegar a ser vistas, sombras de otra luz que permanece y tilila.   

Mirando “Capri”, la roca marina de Botas Ghirlanda, nos sugiere un recordatorio de la necesidad de mirar el mar y de sentir el vértigo del planeta, yo he reconocido incluso en algunos de sus cuadros un pretérito atisbo de abstracción, para nada consciente, si bien existe en el cromatismo de sus empastes y óleo corrido una señal tardíamente perceptible sobre los aconteceres inmediatos de las décadas que continuaron tras su triste sepelio. La pintura de Botas vaticina la metafísica insular que propicia la conciencia de la mirada a la belleza de la naturaleza que ya no será, en el caso particular del mar, un elemento inhóspito e inabarcable de avatares sinfín en la historia anterior de las islas, no solo la volcánica sino también la del mar de las crónicas y del Nuevo Mundo. La roca de Capri es una continuación deslumbrante de las series de Juan Botas inspiradas en los rincones, barrancos y marinas de su isla natal, el hallazgo maduro de la condición insular en el Mediterráneo, en Nápoles y Capri, que justifican y atestiguan su búsqueda de personalidad, su mundo naciente. De hecho, el devenir de la paleta del artista tuvo una triple concreción esbozada en el estudio de Miguel Tarquis que se resumía básicamente en un sentimiento de armonía, la intuición del color y la noción dialéctica de la luz y de la sombra.

Juan Botas pintó ruinas, calas, charcos, horizontes y jardines. Son memorables sus paseos por Aranjuez y por Pompeya, de sus obras telúrico-orográficas resuenan los Barrancos del Drago y de Guayonje—de este enclave tinerfeño, muy arraigado a la figura surrealista de Óscar Domínguez, provino uno de sus escritos más auténticos, el de aquel solitario de 1915 que al final de su vida buscará “refugio en las cuevas del mar —. Botas fue amigo de los bosques, muy cercano a la filosofía de Francisco González Díaz, el apóstol terorense del árbol. El pintor canario, fue otro “aislado” de la cultura insular con vocación transfronteriza, siguiendo las consideraciones del crítico Fernando Castro Borrego, quien en el prólogo de la primera monografía de Pilar Carreño, avisaba sobre la “trágica orfandad” de Botas, de Néstor y de Oramas, de nuevo esa intrahistoria del dolor y de la muerte.

Nuestro artista tomó no pocos Vapores Correos entre las islas y la costa española, en su cosmovisión hay influencias asumidas de diversos pintores catalanes, desde aquel influjo iniciático de Eliseu Meifrén en el barrio marinero de San Cristóbal y los ecos de la Escuela de Olot, pasando por la estancia como pensionado en Roma, donde acude al estudio de uno de los compañeros de Fortuny, hasta el momento crucial de su creación versallesca donde los jardines como “tema” de las obras de Santiago Rusiñol, resultan decisivos para su creatividad. Su condición de pintor pensionado le facilitó una mirada diáfana, transterrada fugazmente, recorrida por capitales de Europa en los momentos cruciales de su trayectoria, ya sea su brevísimo viaje a Londres, donde contempló admirados óleos de artistas como Frank Brangwyn, ya sea la etapa providencial de artista residente en Italia, una Italia por cuyo patrimonio clama por escrito y ante las vicisitudes de la guerra. Quise haberle preguntado a mi amigo napolitano, sobre su experiencia al contemplar la roca de Capri de 1910. A mi parecer, esta pintura de Juan Botas contrae para sí una dosis de verdad mayor, de sentido vital en extremo, con una carga emocional que se distingue de otros paisajes y de otros motivos similares, es la memoria en carne viva de su periplo europeo que había finalizado apenas un lustro atrás, cuando debió volver a las islas tras la muerte del padre y en los momentos en que pierde el respaldo económico de las instituciones canarias. Botas, como se sabe, dependió en vida de aquellos recursos y del patrimonio familiar. Tuvo que postularse para el sustento a diferentes oposiciones como docente del dibujo o del idioma, su vínculo a los pinceles le fue inoculada por vía de su Tío Virgilio, su madre fue poetisa novel y entre sus amigos laguneros destacaron personalidades como Manuel Verdugo, nacido en Filipinas, autor de uno de los primeros cuadernos de viajes a Italia que en la década pasada llegó a mis manos con una feliz edición de 1928. Imagino a Botas y Verdugo platicando de aquellos viajes—el poeta le lleva tan sólo cinco años, y ambos viven en Tenerife en 1913, año en el que le dedica Verdugo su poema “Obsesión” —.

Fue Botas además un notable caricaturista y animador de la vida periodística con múltiples crónicas suyas — muy a la manera del momento—. Uno de los perfiles más significativos de este pintor finisecular, que se embebió de la vida cultural de Roma, París o Madrid, había sido la eventualidad de su itinerario existencial, varias fueron las coordenadas: la vida militar de su padre, destinado incluso a la Guerra de Cuba, que motivó cambios permanentes de domicilio entre las islas y multitud de viviendas familiares, la dependencia financiera de becas como pensionado de los consistorios tinerfeños que habían posibilitado, con sus más y sus menos, el itinerario formativo del artista más allá del horizonte insular, la vida singular de un artista voyeur cuyas huellas aparecían en las noticias de prensa local y cuyas obras plásticas eran exhibidas ocasionalmente en los escaparates de las tiendas más concurridas de la época.

Estamos hablando de los primeros años del siglo veinte, el umbral de la modernidad de los pasajes y de las exposiciones universales, de la fuerte impregnación de la corriente impresionista en las artes y el despegue de la idea de progreso en la cultura europea. Botas Ghirlanda recibió aquel año de 1910 la visita a su estudio de Ramón Gómez de la Serna, colofón de su etapa en Madrid que había tenido otro momento cumbre, como fue el estreno de una pieza teatral de Jacinto Benavente inspirado en una pintura suya en 1907. De hecho, este fue el año de su participación como artista en el prestigioso Salon d´Automne celebrado en el Grand Palais de los Campos Elíseos, un lugar que en mis incursiones del pasado julio, cámara en mano, fue entrevisto por diferentes flancos de la deriva parisina a diferentes horas y luces. Una ciudad, igual que una isla, tiene muchas capas de morfología cultural, dimensiones y panoramas que hacen de su magma una puerta abierta a la experiencia diferida de todas las almas que la habitaron. Por esto mismo, se entiende que una pintura, una imagen, un cuadro, son mundo también y la vida late en traslación por entre los bastidores.

La errancia artística de Botas Ghirlanda tuvo siempre una influencia benefactora de distintos temples y pinceles, es sabido el influjo recibido por el artista desde tiempos distintos y paralelos, gracias al eco de su biógrafo Miguel Tarquis y de las citadas investigaciones de Pilar Carreño que recomiendo—conmigo viajó también a París el catálogo 54 de la Biblioteca de Artistas Canarios—, siendo ambas figuras, notorias y sensibles, las que han fraguado el reconocimiento y la consolidación del legado de un pintor como Juan Botas, cuya mirada al paisaje insular, al mar y a sus luces, estuvo signada por el aura de otros artistas como Valentín Sanz, sin duda, el hombre de los paisajes con malangas, artífice del paisajismo tropical cubano, en la órbita de los creadores insulares cuya estela vital asumió la posibilidad irredenta de la noción de un archipiélago mayor.

Un pintor es capaz de irradiar en sus cuadros todo el espacio y el tiempo de su propia vida, las pinturas pueden llegar a ser correlaciones de energía y de experiencia, lingotes de luz, eclosiones de forma y de relieve, materia cómplice de una existencia abocada a la desaparición mortal. ¿Qué papel han representado los museos, las colecciones de arte, las pinacotecas, en el decurso de las sociedades y de la cultura en nuestro tránsito al nuevo milenio? Cuando Juan Botas llega a París en 1907, hay una coincidencia inexplorada hasta la fecha, sobre su exposición en el Salon d´ Automme y la visita sistemática que realizó al Grand Palais, en esas mismas fechas del otoño parisino, un poeta de talla universal llamado Rainer Maria Rilke, autor de las conocidas Cartas sobre Cézanne, escritas a vuela pluma desde el número 29 de la rue Casette a su esposa Clara Westhof.

Mi pregunta es ¿se cruzaron en las salas del Grand Palais, el autor de las Elegías a Duino y Juan Botas Ghirlanda? Yo creo que sí, y no solamente en París, ya que Rilke está en Capri en la primavera de 1907. Hubo pinturas de Botas en el mismo lugar que visita el poeta, menciona en las primeras cartas la figura de Berthe Moriset y el “colorido mercado de cuadros” del salón otoñal. Todas las misivas de Rilke tratan sobre Cézanne, incluso su escritura en la undécima carta se vuelve cezaniana. Para el escritor, “toda la realidad está de su parte” y alude al azul, con la idea de que alguien conciba una biografía de los azules. El diálogo entre la poesía y la pintura ha sido de una infinita fecundidad para sobrellevar los silencios que impone la escritura y los pinceles. Rilke se refiere, tras el análisis minucioso de los cuadros de Cézanne, siempre a pie, siempre parado frente a los cuadros, con el ruido de fondo de los comerciantes, al concepto de “réalisation” que es lo contundente, la realidad llevada a lo indestructible y a través de la propia experiencia del objeto, en la pintura.

Y dice, de los cuadros: “es extraño el ámbito que crean”, parece incluso que hacen algo por uno, “y todo eso está allí con la generosidad de un paisaje natural, y vierte espacio hacia el exterior”. Para Rilke, “no es aquel que interpreta los cuadros desde puntos de vista tan personales, el que tiene derecho a escribir sobre ellos; quien serenamente supiera confirmarlos en su existencia sin sentir otra cosa que lo real en ellos, es quien les haría justicia”. Y concluye, en el colofón de la carta del 18 de octubre de 1907, viernes: “Pero en el interior de mi vida, este inesperado contacto así como aconteció y arraigó en mí, está pleno de confirmación y de relaciones”. La trascendencia de la pintura de Cézanne, casi recién fallecido aquel otoño parisino, en los tiempos de vida de Botas Ghirlanda resulta decisivo, a tal punto que Pilar Carreño lo ratifica en su catálogo de 2017: “Botas, cinco años más tarde, pintará de nuevo esa roca del golfo de Capri que se asoma en la bahía, teñida de amarillo-anaranjado, aunque el ángulo de visión es diferente, más cercano, y la luz también ha cambiado porque el mar es ahora de color violeta sobre un fondo verdoso, mientras las rocas de la costa ya no muestran esa magia envolvente, se han vuelto adustas y con toques verdes, recuerdan lejanamente la producción de Paul Cézanne, cuya obra había conocido en la exposición retrospectiva organizada dentro del quinto Salon d´Automne de París (1907) en el que Botas también participó”. 

       En uno de mis anteriores viajes de retorno a Europa, tuve en mis manos otro libro de un autor austriaco, Peter Handke, Premio Nobel de Literatura, que hablaba sobre su propia experiencia de escritura y de búsqueda a lo largo de los entornos del Sainte-Victoire, el espacio esencial del mundo de Cézanne. Las pinturas de un artista pueden llegar a tener un poder de imantación y de perdurabilidad capaz de sanar, esa propiedad curativa y reveladora de los cuadros no es nada nuevo, he llegado a escuchar anécdotas como la del poeta norteamericano William Carlos Williams, doctor de profesión, quien llegó a mencionar el hecho de consolarse durante una temporada de dolencia y enfermedad con la única presencia de una lámina de arte japonés en la pared. Otro austríaco universal, Hugo von Hofmannsthal, en sus Cartas del que regresa, fechadas curiosamente en 1907, alude a la experiencia sensitiva y extravagante para su vida de la visita a una exposición casual, repleta de óleos de un artista desconocido y del cual no recordaba su nombre —un tal Vincent van Gogh—y cuyas creaciones fueran propiciadoras de una cura súbita de su mal sino y de la depresión que estaba atravesando tras el retorno a su país natal, del cual no reconocía ya ni a sus gentes ni a sus paisajes. Dice Hofmannsthal “casi por primera vez en mi vida se me impone un sentimiento de mí mismo”. El poeta que había desbaratado su fe en el lenguaje y en la capacidad de expresar realmente lo inefable de la existencia —son famosas sus Cartas a Lord Chandos — recupera sorpresivamente todo el entusiasmo de su infancia, rememorada en el caño de agua de un lugar llamado Gebhartsstetten, y cuenta de las pinturas a su remoto amigo, que causaron algo absolutamente personal, “un misterio entre mi destino, los cuadros y yo”.

A mi amigo Lorenzo, El Napolitano, me gustaría invitarle a visitar las islas, de las pinturas de su abuelo puedo decir que son un mosaico esencial de las representaciones idílicas de la memoria de un hombre cuyos paisajes patrios suponen una forma de civilidad donada a sus congéneres, a quienes acudan a personarse frente a los óleos, como en todo museo la experiencia de la contemplación de una pintura va más allá del reconocimiento de técnicas y de corrientes en la historia del arte. De eso habla el crítico de arte bilbaíno, Juan de la Encina, quien en México escribió todo lo que pudo sobre su amor por el arte, su libro sigue aquí conmigo, habla de un paisaje moderno de El Greco, sorpresa para la visión que no debe encorsetarse en las convenciones de los manuales y de la academia.

 

He mirado una y otra vez durante este verano la pintura titulada “Capri” de Juan Botas Ghirlanda, esta misma que cuelga milagrosamente ante nuestros ojos y que constituye un tesoro para las islas, gracias a la conservación y el cuidado de la Casa de Colón a su legado. De él, de toda la pintura de Botas, puedo concluir aludiendo a otra de las cartas de Rilke, escritas en los mismos días parisinos, cuando dijo que el artista reprimía el amor por cada manzana y lo ponía a salvo para siempre en las manzanas pintadas. Así la roca marina, la luz del mar y del cielo de Botas son las islas, la imagen debeladora de un paisaje que se resiste a su extremaunción. Como en un poema de Andrés Sánchez Robayna, donde se cuenta que los reflejos del sol en el mar son los muertos que nos hablan, así el desvelo premonitorio del pintor Juan Botas que iluminó la costa napolitana con el mismo amor que el profesado a sus cuadros canarios, insularidad universal, dando a luz otra luz, la de la pintura que es también infinita, capaz de devolver la vida, de dar y ser vida, la vida que el artista vio, su vida que es la nuestra también. Muchas gracias.        

 

 

Samir Delgado, Playa del Águila, agosto-septiembre 2022