martes, 15 de noviembre de 2022

Sobre el cuadro “Capri” de Juan Botas Ghirlanda

 

    Obra del artista Juan Botas (Museo Municipal de Santa Cruz de Tenerife)


Conferencia
Casa de Colón. Ciclo “Miradas a la Colección

 

A Lázaro Santana


París, julio de 2022. A medianoche en un hostel parisino todavía hay transeúntes de cualquier nacionalidad que regresan de su maratón viajera. Tras una visita intensa a la famosa sala Denon que atesora La Gioconda yo fotografié a quienes fotografiaban—la mente es capaz de retener un sinfín de instantes que dan cuerpo a un memorial íntimo del Louvre: aquel cuadro de un atardecer de Turner, escenas mitológicas por doquier, la muerte de Marat vista por un grupo de japoneses con autoguía.

Sobre la mesa de mi habitación estaba la cámara fotográfica en recarga, un revuelo de papeles y notas, junto al libro del crítico de arte Juan de la Encina, titulado “El paisaje moderno” del año 39, editado en Morelia y que ha regresado conmigo a la orilla europea, tal vez como uno de los primeros ejemplares, otro grano de arena para la memoria del exilio republicano. Antes de apagar la luz, subrayo la referencia del bilbaíno sobre la idea de que el sentimiento de la naturaleza no era algo exclusivo de la modernidad, sino que más bien “gozaba de milenios”.  

Es extraño y sorprendente el azar cuando el interés por un tema se convierte en protagonista incipiente de los días. Mi visita a París, cámara en mano, había sido pergeñada como una cata a la luz y al tiovivo de sus museos, a la manera de remesa ocular que dotaría a la experiencia de un cúmulo de sensaciones y perspectivas de enorme potencialidad para la escritura, siguiendo de cerca aquella tentativa de agotamiento de lugares parisinos de Perec. Yo quería cifrar cada minuto —a través del objetivo —y también hacia el adentro de la memoria y de la intuición. Allí estaba yo recién llegado de México con la vocación de recorrer en tres días todos los momentos posibles de París, la ciudad que habitó durante cuarenta años Nicolás Estévanez, el poeta del almendro por quien he sentido una predilección de reconocimiento desde hace décadas—por no decir lo que llevamos de siglo— ya que su casona lagunera, aún cerrada a cal y canto, representa otro de esos espacios conmemorativos que se han extraviado en el devenir de la cultura insular, menoscabando el tiempo ciudadano que dota a las culturas de una tradición y de sus vanguardias.

Con más de una década viniendo al continente americano, tan cerca de ciudades otras que bebieron en su génesis del mismo trazado urbano y del mismo pulso protagónico que los enclaves de Vegueta y La Laguna—las dos capitales del oriente y del occidente canario—debo confesar que la existencia en mi isla natal de un lugar como la Casa de Colón supone un aldabonazo perfecto para seguir reivindicando la identidad atlántica y la idea padorniana del solar para el nomadeo y los extravíos del sentido. Y es que en los museos de las islas, especialmente donde el coleccionismo ha sido decisivo para ahondar en las huellas y en las cifras del acontecer cultural del archipiélago, hay también una predestinación esencial para convertirse en lugares de ciudadanía, donde las ráfagas de conciencia sobre el valor ético de la belleza garantizan una breve pausa de cultura, de sosiego democrático, frente a los dogmas del consumo y la velocidad escalofriante de la vida posmoderna.   

En París era medianoche cerrada y la puerta de la habitación se abre para turbar el descanso bajo los protocolos del checkin de nuevos huéspedes. Mi compañero de litera se presenta como Lorenzo, de Nápoles. El joven turista no tarda en acomodar sus enseres y adentrarse en el sueño. A la mañana siguiente había desaparecido y nos volveríamos a encontrar siempre a deshoras. Un día, por fin, desayunamos juntos, tras los comentarios habituales sobre procedencias y quehaceres, enseguida le interrogo sobre Capri, interesado por conocer el testimonio de un habitante napolitano de nuestros días sobre la isla mediterránea. En las islas, a pesar de los más de quince millones de turistas anuales, no se dan con normalidad las conversaciones de tipo cultural, de ahí la importancia de los museos y de los lugares del arte y la literatura, difundir nuestro acervo y la actualidad creativa de las islas es un modo de diálogo con lo contemporáneo, una forma de resistencia para que no todo se difumine entre el stock de souvenirs. Los viajeros de antaño, desde el propio Colón, escribían su estadía desde una mirada nueva, aportando al horizonte insular su voz dialogante, durante siglos ha venido sucediendo esta experiencia decisiva para entender el ir y venir de la identidad de Canarias. Botas Ghirlanda, en sus años últimos, hizo de la pluma su consuelo, dando noticias de sus andanzas por Europa y comentando la actualidad de su mundo, muy de la época, con ironía y belleza. Escribir o pintar es decirse, prueba esencial y testimonio de vida. Las culturas se escriben y se pintan, el planeta es un gran atelier y una enorme biblioteca.   

Mi amigo italiano me cuenta que Capri está repleta de hoteles, que es bellisima, él como arquitecto debe conocer los impactos del turismo en su país y en el resto de Europa, y enseguida alude en la confianza de la plática a su abuelo pintor, Salvatore Goglia, que fue artista postimpresionista y en la casona familiar alberga toda la colección de sus cuadros, él tuvo premiaciones en vida —reitera Lorenzo con orgullo— y hay algunos paisajes de Capri, me dice haciendo hincapié, ante mi insistente interrogatorio sobre la isla y la alusión a mi conferencia de la Casa de Colón —la de esta hora precisa, en que los momentos parisinos se vuelven de nuevo nítidos y a la mano—.

El tiempo de una vida no da para mucho, sin embargo sucede que a través de la escritura y por medio de la dedicación a la crítica del arte, puede tenerse un mayor trato con cierta temporalidad que va más allá del imperio del minutero digital.  Pienso que estando aquí, tan cerca de los aledaños de la Catedral de Santa Ana, en el reducto antiquísimo de la vida de otro de mis personajes preferidos de la historia insular, el poeta Bartolomé Cairasco de Figueroa, que hablaba italiano y guanche, traductor de Torcuatto Tasso en 1600, se puede entender con cierto grado de verdad la porosidad de la atmósfera de toda cultura para el entendimiento del devenir de los siglos. Es lo que tiene París esencialmente —perplejidad y asombro— y toda isla.

 Volviendo a la habitación de aquella mañana parisina, caí en la cuenta de un comentario fugaz en las postrimerías del tercer café con mi amigo Lorenzo, El Napolitano, sobre una cicatriz insalvable que hay en las islas y en la vida de sus artistas: Millares, Oramas, Botas Ghirlanda. No sé por qué razón —si la hay— suceden esta suerte de coincidencias que nos llevan a encontrar un hilo de Ariadna en medio del caos y de la inercia. La idea que me ronda, desde entonces, versa sobre la fatalidad y la tragedia de los artistas insulares, cuya universalidad no solamente procede de sus temperamentos y de la trascendencia de sus obras, sino también de sus muertes, el desastre acumulado de muchas biografías de creadores canarios, cuyo desenlace final ha estado marcado por la enfermedad y hasta el martirio: el tumor cerebral de Millares, la tuberculosis de Oramas y de Botas, el suicidio de Domínguez, los accidentes de tráfico de César Manrique, de Juan Hernández o Cándido Camacho.

Esta certeza de una necrología plural de los creadores insulares, que sobrepasa por su gravedad la cifra de lo anecdótico, me ha llevado a razonar una teoría sobre la conquista de los colores. Tal vez, la roca de Capri, de Botas Ghirlanda, por la cual he venido aquí, en el marco del ciclo “Miradas a la Colección”, sea el detonante empírico que justifique y de validez a una intuición inicial que se ha ido transformando en certeza y en desvelo. Desde aquel silencio nacido entre los dos huéspedes del Auberge de Jeunesse que se despidieron juntos de París, he vuelto a aquella conversación que abundó en la promesa de conocer algún día las pinturas del abuelo Salvatore Goglia —obras de toda una vida en la que los árboles, el agua, la luz del sol configuran un mundo aparte, el de la realidad interior que también es visible y tiene verdad— las imágenes que hace apenas unas horas he recibido en mi correo electrónico directamente desde Nápoles, y que han supuesto una alegría especial que deseo compartir al momento de hablar sobre la pintura “Capri” que Juan Botas Ghirlanda realizó en 1910.

Aquel fue un año decisivo para el artista tinerfeño que debió volver a las islas tras su estancia como copista en El Prado de Madrid. Esta roca mediterránea —naranja de la mar—la he observado multitud de veces este verano, se ha convertido en una especie de talismán evocativo, en un salvoconducto a otra dimensión, con sus azules dorados y verdes, líquenes del limbo de todo mediodía solar. Es un paisaje insular que hace suyo el proceso de evolución de la propia idea del paisaje —siguiendo a Alain Roger— cuyo origen será universalmente humano y artístico. Lo diré desde el comienzo: el cuadro “Capri” hace buscar en la costa lo que está en el cuadro. Imanta su fisonomía de cadalso y de reliquia, la luz del cuadro proyecta hacia la mirada un resplandor de aura salina, es el punto geodésico del lugar limítrofe entre la isla y el mar, aterido de luz en la memoria del pintor y que a través de la pintura se resuelve en brújula y dolmen ecológico. Sabemos, por la fabulosa biografía del artista realizada en 1949 por Miguel Tarquís, y también por supuesto, por la generosidad de la investigadora Pilar Carreño —autora de dos publicaciones esenciales sobre Botas Ghirlanda, la primera de 1983 y la segunda ya de 2017 —que el pintor tinerfeño encontró inspiración en el Golfo de Nápoles a través de una pieza del francés Bremont, y que su propio óleo, destinado al Museo Municipal de Santa Cruz de Tenerife —es antecesor de este “Capri” —pintado, tal vez, a la manera de revancha íntima y de expresión doliente que pugna por seguir dando a la luz una imagen, la de otros mares y otras islas que lleva consigo como única fe y es el deseo de pervivencia.

Entre el golfo y la roca, de 1905 a 1910, hay un impasse de circunstancias vitales que pueden resultar decisivos para entender, o intuir mejor, el vaivén espiritual del artista que durante buena parte de su vida creativa estuvo marcada por la afección de salud y la dependencia pecuniaria de pensiones o becas institucionales que al principio supusieron el despegue y el ensueño, siendo más tarde el percance y la renuncia a continuar en la órbita del artista insular que una vez pisado continente —como dijera Domingo Pérez Minik —desenvuelve una energía vital extensiva y cosmopolita, que en muchos momentos de nuestra historia archipelágica, ha sido palpable, véanse por ejemplo dos paradigmas del color negro: Óscar Domínguez instaura la arena volcánica de la playa en los entresueños del surrealismo, y el propio Millares que entreteje desde la arpillera y el homúnculo — dentro del capítulo esencial del Grupo El Paso en la historia del arte español de posguerra y transición —la memoria del ultraje, el peso irredento de los oprimidos y desheredados, la catacumba y el sarcófago. Ha sido una constante, el viaje de los creadores insulares instituye una espiral de referencias y de incursiones, de hábitats fecundos y permutables, que han resultado favorecedoras de la aspiración de universalidad de las islas en el mapamundi de toda actualidad.  

Y de este punto y aparte, sin perder de vista la pintura-sudario de Botas Ghirlanda, su donación de luz y mito, vale la pena reiterar lo aludido hace unos instantes, y que supone una visión panorámica esclarecedora sobre la historia cultural de las islas. Hablaba yo de la conquista de los colores: de un lado, el imaginario inventivo y fundacional de la creatividad literaria y artística, resultante en un cosmos diáfano de interrelaciones y conglomerados de visión objetivada —pinturas, poemas, novelas, cine — de la realidad y del mundo, en derredor de las islas. Es el esperma negro de las culturas que menciona el poeta griego Elytis, Premio Nobel de Literatura, auténtico bastión para el riego de las imaginaciones y lo utópico, el cimiento tangible de las transformaciones espirituales de toda época y latitud, esquilmada mayormente en los procesos de socialización epocal, a través de la escuela y de la televisión, de la fábrica y del shopping center, de la consola y el android telefónico.    

Y del otro lado, lo que quise contar a mi amigo napolitano, en aquella mañana parisina, el poder de la maquinaria del dinero, de la expoliación y la rentabilidad, la contienda iniciática de la historia de los territorios insulares en el decurso de la civilización, cuyo destino derivado hacia los paraísos artificiales ha estado encadenado a la transferencia de monocultivos propiciados por la ratio calculadora y el régimen especulativo de perpetuación que, a día de hoy, se puede rastrear en vectores del colapso venidero como el ecocidio de los resorts y la doble hegemonía del lenguaje publicitario sobre lo real y de las políticas institucionales sobre lo necesario, las dos tenazas con que el capital—el orden dominante de los intereses de la acumulación y el derroche estructura la noosfera, lo que se piensa, lo que se puede ver y sentir, inoculando la mentalidad universalizada en las islas de la primacía instrumental del dinero, de que la supervivencia social está marcada por el supuesto progreso del cemento y de las autopistas, de las oficinas bancarias, de cadenas hoteleras, de los centros comerciales que han monopolizado los pulsos de vida y de tránsito.            

Y de nuevo surge la convicción de que el arte, la poesía, la creación en las islas, bajo las coordenadas de lo periférico y ultramarino — todo aquello que evoca y hace sentir vivo— ha significado una verdadera bocanada de oxígeno, para mantener a flote las identidades de una personalidad insular atlántica, que desde siempre, ha tenido una temperatura universal, muy a pesar de la extrema trascendencia que ha tenido el dolor y el sufrimiento para muchos artistas. Cuando se trata de remontar la mirada hacia los aconteceres del pasado, de los flujos de intermitencia que configuran las ideas estéticas en los intercambios culturales entre individuos y naciones — y estar como ahora frente a un cuadro como “Capri” — se posibilita un paréntesis de reflexión y de pausa temporal que nos advierte de la complejidad y del peso gravitacional de unas formas y de unos colores que perduran y nos interpelan desde su condición de dispositivo rememorante —llevo tiempo escribiendo sobre pintura por estas cosas, ya que me parece que es más real un cuadro que la propia realidad, lo he dicho en multitud de ocasiones— en tanto en cuanto la pintura proviene de sentidos y de verdades que están más allá de la convención del status quo que determina la legalidad de lo que se ve, y por eso los museos están llamador a ser los nuevos templos de la vida que se conserva y que irradia la vida de los colores y de los sueños.

Botas Ghirlanda, precisamente —lo dijo con sus propias palabras su biógrafo Miguel Tarquís—mantuvo toda su vida de pintor bajo la deriva de la enfermedad y de la búsqueda incesante de una personalidad artística que, contextualmente, se encontraba en el intervalo fascinante de la conformación de la modernidad, un pintor de dos siglos y de una misma luz, que igual atravesaba el realismo de lo lumínico naturalista de los charcos y de los jardines, que cierta combinación de postimpresionismo y de simbolismo en sus paisajes y vistas, dando a la posteridad el conjunto de su obra como una ventana al devenir, permeando a través de sus colores un conducto de empatía, de susurros expectantes, propiciadores de la conciencia de las fracturas del tiempo y de la segunda naturaleza que habita los cuadros, constituyendo ecosistemas cromáticos que nos invitan a la contemplación, más aún, que nos incitan a saber contemplar, a mirar de otro modo a como se miran las cosas, los objetos mayoritarios de nuestra realidad que está regulados por el tiempo-mercancía, por el precio de su materialidad intercambiable y adquisitiva, ese rango imperativo de lo dinerario que ha devaluado todo el mundo exterior a supermercado. Ver la pintura, ver desde la otredad que nos habilita el recinto museístico, nos ayuda a encontrar el momento para que nos veamos a nosotros mismos viendo, ese espejo crucial de todo yo que precisa de una distancia rememorante para decirse poliéticamente, para constituirse en ciudadanía. Por cierto, hay un alarmante índice de obras de Juan Botas en paradero desconocido, que nos sugiere la idea de un mundo suspendido en el anonimato y que son las otras pinturas que pueden llegar a ser vistas, sombras de otra luz que permanece y tilila.   

Mirando “Capri”, la roca marina de Botas Ghirlanda, nos sugiere un recordatorio de la necesidad de mirar el mar y de sentir el vértigo del planeta, yo he reconocido incluso en algunos de sus cuadros un pretérito atisbo de abstracción, para nada consciente, si bien existe en el cromatismo de sus empastes y óleo corrido una señal tardíamente perceptible sobre los aconteceres inmediatos de las décadas que continuaron tras su triste sepelio. La pintura de Botas vaticina la metafísica insular que propicia la conciencia de la mirada a la belleza de la naturaleza que ya no será, en el caso particular del mar, un elemento inhóspito e inabarcable de avatares sinfín en la historia anterior de las islas, no solo la volcánica sino también la del mar de las crónicas y del Nuevo Mundo. La roca de Capri es una continuación deslumbrante de las series de Juan Botas inspiradas en los rincones, barrancos y marinas de su isla natal, el hallazgo maduro de la condición insular en el Mediterráneo, en Nápoles y Capri, que justifican y atestiguan su búsqueda de personalidad, su mundo naciente. De hecho, el devenir de la paleta del artista tuvo una triple concreción esbozada en el estudio de Miguel Tarquis que se resumía básicamente en un sentimiento de armonía, la intuición del color y la noción dialéctica de la luz y de la sombra.

Juan Botas pintó ruinas, calas, charcos, horizontes y jardines. Son memorables sus paseos por Aranjuez y por Pompeya, de sus obras telúrico-orográficas resuenan los Barrancos del Drago y de Guayonje—de este enclave tinerfeño, muy arraigado a la figura surrealista de Óscar Domínguez, provino uno de sus escritos más auténticos, el de aquel solitario de 1915 que al final de su vida buscará “refugio en las cuevas del mar —. Botas fue amigo de los bosques, muy cercano a la filosofía de Francisco González Díaz, el apóstol terorense del árbol. El pintor canario, fue otro “aislado” de la cultura insular con vocación transfronteriza, siguiendo las consideraciones del crítico Fernando Castro Borrego, quien en el prólogo de la primera monografía de Pilar Carreño, avisaba sobre la “trágica orfandad” de Botas, de Néstor y de Oramas, de nuevo esa intrahistoria del dolor y de la muerte.

Nuestro artista tomó no pocos Vapores Correos entre las islas y la costa española, en su cosmovisión hay influencias asumidas de diversos pintores catalanes, desde aquel influjo iniciático de Eliseu Meifrén en el barrio marinero de San Cristóbal y los ecos de la Escuela de Olot, pasando por la estancia como pensionado en Roma, donde acude al estudio de uno de los compañeros de Fortuny, hasta el momento crucial de su creación versallesca donde los jardines como “tema” de las obras de Santiago Rusiñol, resultan decisivos para su creatividad. Su condición de pintor pensionado le facilitó una mirada diáfana, transterrada fugazmente, recorrida por capitales de Europa en los momentos cruciales de su trayectoria, ya sea su brevísimo viaje a Londres, donde contempló admirados óleos de artistas como Frank Brangwyn, ya sea la etapa providencial de artista residente en Italia, una Italia por cuyo patrimonio clama por escrito y ante las vicisitudes de la guerra. Quise haberle preguntado a mi amigo napolitano, sobre su experiencia al contemplar la roca de Capri de 1910. A mi parecer, esta pintura de Juan Botas contrae para sí una dosis de verdad mayor, de sentido vital en extremo, con una carga emocional que se distingue de otros paisajes y de otros motivos similares, es la memoria en carne viva de su periplo europeo que había finalizado apenas un lustro atrás, cuando debió volver a las islas tras la muerte del padre y en los momentos en que pierde el respaldo económico de las instituciones canarias. Botas, como se sabe, dependió en vida de aquellos recursos y del patrimonio familiar. Tuvo que postularse para el sustento a diferentes oposiciones como docente del dibujo o del idioma, su vínculo a los pinceles le fue inoculada por vía de su Tío Virgilio, su madre fue poetisa novel y entre sus amigos laguneros destacaron personalidades como Manuel Verdugo, nacido en Filipinas, autor de uno de los primeros cuadernos de viajes a Italia que en la década pasada llegó a mis manos con una feliz edición de 1928. Imagino a Botas y Verdugo platicando de aquellos viajes—el poeta le lleva tan sólo cinco años, y ambos viven en Tenerife en 1913, año en el que le dedica Verdugo su poema “Obsesión” —.

Fue Botas además un notable caricaturista y animador de la vida periodística con múltiples crónicas suyas — muy a la manera del momento—. Uno de los perfiles más significativos de este pintor finisecular, que se embebió de la vida cultural de Roma, París o Madrid, había sido la eventualidad de su itinerario existencial, varias fueron las coordenadas: la vida militar de su padre, destinado incluso a la Guerra de Cuba, que motivó cambios permanentes de domicilio entre las islas y multitud de viviendas familiares, la dependencia financiera de becas como pensionado de los consistorios tinerfeños que habían posibilitado, con sus más y sus menos, el itinerario formativo del artista más allá del horizonte insular, la vida singular de un artista voyeur cuyas huellas aparecían en las noticias de prensa local y cuyas obras plásticas eran exhibidas ocasionalmente en los escaparates de las tiendas más concurridas de la época.

Estamos hablando de los primeros años del siglo veinte, el umbral de la modernidad de los pasajes y de las exposiciones universales, de la fuerte impregnación de la corriente impresionista en las artes y el despegue de la idea de progreso en la cultura europea. Botas Ghirlanda recibió aquel año de 1910 la visita a su estudio de Ramón Gómez de la Serna, colofón de su etapa en Madrid que había tenido otro momento cumbre, como fue el estreno de una pieza teatral de Jacinto Benavente inspirado en una pintura suya en 1907. De hecho, este fue el año de su participación como artista en el prestigioso Salon d´Automne celebrado en el Grand Palais de los Campos Elíseos, un lugar que en mis incursiones del pasado julio, cámara en mano, fue entrevisto por diferentes flancos de la deriva parisina a diferentes horas y luces. Una ciudad, igual que una isla, tiene muchas capas de morfología cultural, dimensiones y panoramas que hacen de su magma una puerta abierta a la experiencia diferida de todas las almas que la habitaron. Por esto mismo, se entiende que una pintura, una imagen, un cuadro, son mundo también y la vida late en traslación por entre los bastidores.

La errancia artística de Botas Ghirlanda tuvo siempre una influencia benefactora de distintos temples y pinceles, es sabido el influjo recibido por el artista desde tiempos distintos y paralelos, gracias al eco de su biógrafo Miguel Tarquis y de las citadas investigaciones de Pilar Carreño que recomiendo—conmigo viajó también a París el catálogo 54 de la Biblioteca de Artistas Canarios—, siendo ambas figuras, notorias y sensibles, las que han fraguado el reconocimiento y la consolidación del legado de un pintor como Juan Botas, cuya mirada al paisaje insular, al mar y a sus luces, estuvo signada por el aura de otros artistas como Valentín Sanz, sin duda, el hombre de los paisajes con malangas, artífice del paisajismo tropical cubano, en la órbita de los creadores insulares cuya estela vital asumió la posibilidad irredenta de la noción de un archipiélago mayor.

Un pintor es capaz de irradiar en sus cuadros todo el espacio y el tiempo de su propia vida, las pinturas pueden llegar a ser correlaciones de energía y de experiencia, lingotes de luz, eclosiones de forma y de relieve, materia cómplice de una existencia abocada a la desaparición mortal. ¿Qué papel han representado los museos, las colecciones de arte, las pinacotecas, en el decurso de las sociedades y de la cultura en nuestro tránsito al nuevo milenio? Cuando Juan Botas llega a París en 1907, hay una coincidencia inexplorada hasta la fecha, sobre su exposición en el Salon d´ Automme y la visita sistemática que realizó al Grand Palais, en esas mismas fechas del otoño parisino, un poeta de talla universal llamado Rainer Maria Rilke, autor de las conocidas Cartas sobre Cézanne, escritas a vuela pluma desde el número 29 de la rue Casette a su esposa Clara Westhof.

Mi pregunta es ¿se cruzaron en las salas del Grand Palais, el autor de las Elegías a Duino y Juan Botas Ghirlanda? Yo creo que sí, y no solamente en París, ya que Rilke está en Capri en la primavera de 1907. Hubo pinturas de Botas en el mismo lugar que visita el poeta, menciona en las primeras cartas la figura de Berthe Moriset y el “colorido mercado de cuadros” del salón otoñal. Todas las misivas de Rilke tratan sobre Cézanne, incluso su escritura en la undécima carta se vuelve cezaniana. Para el escritor, “toda la realidad está de su parte” y alude al azul, con la idea de que alguien conciba una biografía de los azules. El diálogo entre la poesía y la pintura ha sido de una infinita fecundidad para sobrellevar los silencios que impone la escritura y los pinceles. Rilke se refiere, tras el análisis minucioso de los cuadros de Cézanne, siempre a pie, siempre parado frente a los cuadros, con el ruido de fondo de los comerciantes, al concepto de “réalisation” que es lo contundente, la realidad llevada a lo indestructible y a través de la propia experiencia del objeto, en la pintura.

Y dice, de los cuadros: “es extraño el ámbito que crean”, parece incluso que hacen algo por uno, “y todo eso está allí con la generosidad de un paisaje natural, y vierte espacio hacia el exterior”. Para Rilke, “no es aquel que interpreta los cuadros desde puntos de vista tan personales, el que tiene derecho a escribir sobre ellos; quien serenamente supiera confirmarlos en su existencia sin sentir otra cosa que lo real en ellos, es quien les haría justicia”. Y concluye, en el colofón de la carta del 18 de octubre de 1907, viernes: “Pero en el interior de mi vida, este inesperado contacto así como aconteció y arraigó en mí, está pleno de confirmación y de relaciones”. La trascendencia de la pintura de Cézanne, casi recién fallecido aquel otoño parisino, en los tiempos de vida de Botas Ghirlanda resulta decisivo, a tal punto que Pilar Carreño lo ratifica en su catálogo de 2017: “Botas, cinco años más tarde, pintará de nuevo esa roca del golfo de Capri que se asoma en la bahía, teñida de amarillo-anaranjado, aunque el ángulo de visión es diferente, más cercano, y la luz también ha cambiado porque el mar es ahora de color violeta sobre un fondo verdoso, mientras las rocas de la costa ya no muestran esa magia envolvente, se han vuelto adustas y con toques verdes, recuerdan lejanamente la producción de Paul Cézanne, cuya obra había conocido en la exposición retrospectiva organizada dentro del quinto Salon d´Automne de París (1907) en el que Botas también participó”. 

       En uno de mis anteriores viajes de retorno a Europa, tuve en mis manos otro libro de un autor austriaco, Peter Handke, Premio Nobel de Literatura, que hablaba sobre su propia experiencia de escritura y de búsqueda a lo largo de los entornos del Sainte-Victoire, el espacio esencial del mundo de Cézanne. Las pinturas de un artista pueden llegar a tener un poder de imantación y de perdurabilidad capaz de sanar, esa propiedad curativa y reveladora de los cuadros no es nada nuevo, he llegado a escuchar anécdotas como la del poeta norteamericano William Carlos Williams, doctor de profesión, quien llegó a mencionar el hecho de consolarse durante una temporada de dolencia y enfermedad con la única presencia de una lámina de arte japonés en la pared. Otro austríaco universal, Hugo von Hofmannsthal, en sus Cartas del que regresa, fechadas curiosamente en 1907, alude a la experiencia sensitiva y extravagante para su vida de la visita a una exposición casual, repleta de óleos de un artista desconocido y del cual no recordaba su nombre —un tal Vincent van Gogh—y cuyas creaciones fueran propiciadoras de una cura súbita de su mal sino y de la depresión que estaba atravesando tras el retorno a su país natal, del cual no reconocía ya ni a sus gentes ni a sus paisajes. Dice Hofmannsthal “casi por primera vez en mi vida se me impone un sentimiento de mí mismo”. El poeta que había desbaratado su fe en el lenguaje y en la capacidad de expresar realmente lo inefable de la existencia —son famosas sus Cartas a Lord Chandos — recupera sorpresivamente todo el entusiasmo de su infancia, rememorada en el caño de agua de un lugar llamado Gebhartsstetten, y cuenta de las pinturas a su remoto amigo, que causaron algo absolutamente personal, “un misterio entre mi destino, los cuadros y yo”.

A mi amigo Lorenzo, El Napolitano, me gustaría invitarle a visitar las islas, de las pinturas de su abuelo puedo decir que son un mosaico esencial de las representaciones idílicas de la memoria de un hombre cuyos paisajes patrios suponen una forma de civilidad donada a sus congéneres, a quienes acudan a personarse frente a los óleos, como en todo museo la experiencia de la contemplación de una pintura va más allá del reconocimiento de técnicas y de corrientes en la historia del arte. De eso habla el crítico de arte bilbaíno, Juan de la Encina, quien en México escribió todo lo que pudo sobre su amor por el arte, su libro sigue aquí conmigo, habla de un paisaje moderno de El Greco, sorpresa para la visión que no debe encorsetarse en las convenciones de los manuales y de la academia.

 

He mirado una y otra vez durante este verano la pintura titulada “Capri” de Juan Botas Ghirlanda, esta misma que cuelga milagrosamente ante nuestros ojos y que constituye un tesoro para las islas, gracias a la conservación y el cuidado de la Casa de Colón a su legado. De él, de toda la pintura de Botas, puedo concluir aludiendo a otra de las cartas de Rilke, escritas en los mismos días parisinos, cuando dijo que el artista reprimía el amor por cada manzana y lo ponía a salvo para siempre en las manzanas pintadas. Así la roca marina, la luz del mar y del cielo de Botas son las islas, la imagen debeladora de un paisaje que se resiste a su extremaunción. Como en un poema de Andrés Sánchez Robayna, donde se cuenta que los reflejos del sol en el mar son los muertos que nos hablan, así el desvelo premonitorio del pintor Juan Botas que iluminó la costa napolitana con el mismo amor que el profesado a sus cuadros canarios, insularidad universal, dando a luz otra luz, la de la pintura que es también infinita, capaz de devolver la vida, de dar y ser vida, la vida que el artista vio, su vida que es la nuestra también. Muchas gracias.        

 

 

Samir Delgado, Playa del Águila, agosto-septiembre 2022


viernes, 20 de mayo de 2022

Un cuadro de Braque

 

                                                         Georges Braque “l´oiseau et son ombre" (1959-1961)

Conferencia. “La mirada creativa. El museo como espacio de ciudadanía”
Museo de Arte de Mazatlán, Día Internacional de los Museos 2022


El Premio Nobel griego Odisseas Elytis cuenta que su amor por la poesía surgió desde fuera de la literatura. Un día paseando por el Museo Británico encontró un papiro con fragmentos de Safo, como “un seña de amistad” entre los siglos. Este acontecimiento personal trasladó su memoria de escritor a los años de infancia, a la mirada perpleja sobre la luz de Grecia, al origen de la civilización occidental. Un museo puede ser el lugar del mundo futuro, dijo también Novalis. Los museos son espacios de temporalidad universal, se asemejan a la mesosfera: allí es donde se desintegran las estrellas fugaces.

En este día internacional de los museos quiero hablar de la mirada creativa, lejos de la fórmula de entretenimiento con que se estandarizan los patrones de relación social en nuestra sociedad del espectáculo terminal, donde todo es show y la lógica de vivencias parecen tener como única validación la abigarrada acumulación caótica del like en las redes sociales. Si todo fluye como dijo Parménides, el ahora de la ciudadanía a nivel global se aproxima mucho a una nada ante el espejo, a la pesadilla de la razón. Por eso, ante la desmesura de una realidad actual con migraciones, escaladas bélicas, feminicidios, corrupción, tristeza, los museos que un día fueron un pulso de pervivencia y de conservación sobre lo que ya fue y sigue siendo, pienso en el mítico Museo Nacional de Antropología en Ciudad de México, tal vez los museos prolongan una chispa de la memoria, del reconocimiento del flujo del tiempo, del espacio habitable que todavía escapa por su silencio al predominio de los escaparates, de las pantallas.

A lo largo de los últimos años he encontrado en el diálogo con la pintura de diferentes artistas un punto de conexión con un pasado desposeído de su caducidad inherente, la vida de los museos consiste en una relación abierta donde su actualidad se palpa en un rumbo compartido del acontecer. En México hay miles de museos, esta ciudad atesora un Museo de Arte que a orillas del Pacífico está llamado a convertirse en un lugar de paso para las nuevas expresiones artísticas: New Media, pintura y escultura, instalaciones. La puerta está abierta y junto a la dinámica de talleres que convocan a la ciudadanía cada semana en este recinto, se puede vaticinar una estela importante de este museo en el mapa contemporáneo mexicano. 

Como hoy es el Día internacional de los museos, yo quisiera contarles de mi experiencia como autor y crítico de arte. He visitado en calidad de escritor algunos museos importantes, recuerdo una lectura de poemas en el Museo de arte de Medellín, Colombia. De aquella luz y de aquella hora conservo un recuerdo nítido y placentero. ¿De dónde vino mi predilección por escribir sobre pintura? Hay un cuadro de Braque, titulado “L´oiseau et son ombre, I” de 1959, que puede valer como detonante de mi memoria personal sobre el papel del arte en la vida y la trascendencia de los museos.

Lo vi muchas veces en mi adolescencia transcurrida en un lugar muy parecido a Mazatlán, en el sur de una isla atlántica que fue el capítulo histórico de mayor impacto del monocultivo del sol, en el marco saturado de imágenes de una vida social en una comunidad turística-superpoblada. Aquel cuadro forma parte de mi despertar a la vida de la cultura y la raíz de una poética que se ha ido configurando en mi experiencia de escritura, algo que entiendo como una vía de emancipación respecto a la decadencia y el desgaste devenido en el espacio masificado de las islas, de las zonas costeñas, de los territorios transfronterizos de la piscina, el hotel y la discoteca que tocan de lleno el destino de Mazatlán, donde nos encontramos ahora, en su Museo de arte.

Durante los años 90, aquel cuadro de Braque ubicado en la recepción de unos apartamentos, supuso la referencia fundacional de mi motivación a escribir sobre pintura, a esto que llamo la mirada creativa.  Una obra de arte puede llegar a ser capaz de procurar un indicio mínimo de salvación frente a la mercantilización generalizada de todas las referencias estéticas que subyacen al universo urbano de una ciudad de nuestros días. Esta experiencia radicada en la imagen rememorada de un cuadro de Braque, contiene por sí un halo mistérico que hace de la mirada creativa un proyecto de vida. Y precisamente, la prosecución de la búsqueda sustentada en torno a la pintura, los paisajes de la vida personal y su configuración estructural en el escenario de nuestra sociedad líquida, adquiere un alto grado de certeza a través de su contraste con otras referencias literarias que jalonan buena parte de los ecos de autores que admiro y en los que una revelación sobre el paisaje de la infancia fundamenta una constante estética vital. De este pasaje de las “Cartas del que regresa” de Hugo Von Hoffmannsthal, fechadas alrededor de 1900, se encuentra la contemplación consciente de una obra plástica concebida como donación de sentidos, en el horizonte común de las experiencias artísticas y vitales, el museo como espacio de rememoración, de epifanía, de existencia paralela:

Tuve que prepararme bien antes de ver ya a los primeros como a cuadros, en resumidas cuentas, como una unidad-¿pero luego?, luego ya vi, luego los vi todos, cada uno en particular y todos juntos, y la naturaleza en ellos y la fuerza del alma humana que había dado forma allí, a la naturaleza, al árbol, al arbusto, al campo y a la vertiente que allí se hallaban pintados, y, aún más, lo que había detrás de la pintura, su singularidad, la indescriptible marca de su destino-, todo lo vi hasta el punto de perder ante aquellos cuadros el sentimiento de mí mismo, de volverlo a recobrar con fuerza, y de volverlo a perder (…) Pero, ¿cómo transcribir con palabras algo tan inconcebible, tan súbito, tan fuerte, tan intransmisible? Podría procurarme fotografías de los cuadros y enviártelas, pero que te aportarían- qué te añadirían los cuadros mismos acerca de la impresión que me causaron y que es, por lo tanto, absolutamente personal, un misterio entre mi destino, los cuadros y yo

De su pluma, del hálito confesional de su testimonio, es posible extraer una referencia sustancial sobre el poder salvífico de un solo cuadro en un museo para el desarrollo de una biografía personal, aquellas imágenes consteladas en un museo que pueden llegar a eclosionar -en el sujeto contemplador- la modulación de un haz de luz, capaz de irradiar las zonas de la sensibilidad hipertrofiada por el consumo y el estado decadente de la civilización. Un mismo latido de reconciliación como en aquel sueño fílmico de Kurosawa, en el que su protagonista, por la gracia concedida del arte cinematográfico al servicio de la catarsis, accedía al interior de los cuadros de Van Gogh para vivenciar de algún modo propio, los colores de su universo particular, persiguiendo con ansiedad la pista solemne del pintor holandés.

Ante esta obsesión por un cuadro, de la intuición de los índices de verdad -revelatoria o interrogativa- que rigen para el común de los mortales en la dialéctica de la contemplación consciente de una obra artística, ya el propio Georges Didi-Huberman en su libro sobre Aby Warburg y el análisis novedoso del papel de la imagen, advertía acerca del prisma de las propiedades de supervivencia en el tiempo, de la naturaleza diacrónica y fantasmal que retorna a la mirada humana bajo el efecto perturbador de las contradicciones, de sus intrincamientos y de la primordial latencia de sus fugacidades sintomáticas, derivadas en el flujo de la existencia.

Un mosaico de referencias que plantean de forma lúcida una visión panorámica en torno a la herencia de clásicos como Panofsky y Winckelmann en el ejercicio de la historia del arte, y la relectura de la propuesta de Warburg en el arte contemporáneo. Él mismo como principal artífice del atlas Mnemosyne, fue quien “sustituía el modelo natural de los ciclos <<vida y muerte>> y <<grandeza y decadencia>> por un modelo resueltamente no natural y simbólico, un modelo cultural de la historia en el que los tiempos no se calcaban ya sobre estadios biomórficos sino que se expresaban por estratos, bloques híbridos, rizomas, complejidades específicas, retornos a menudo inesperados y objetivos siempre desbaratados”. Así, de esta idea de una historia cultural a través de la cual podemos entender nuestro devenir y encrucijada, nuestra pertenencia a un horizonte común, la mirada al mundo a través de la pintura y las obras de arte nos revela otra ventana distinta, un barandal con vistas a espacios de vivencia que laten en las pinturas, en los museos, en el espacio de ciudadanía que sostiene la propia idea de mirar, de ver, de estar viendo.  

¿Qué papel juegan los cuadros, las imágenes que vivimos todas las veces posibles dentro de un museo? ¿Cuáles son las determinaciones simbólicas y representativas del pathos histórico que experimentamos dentro de un museo? Mientras en nuestros días hay millones de seres humanos que migran como pobladores flotantes de circuitos turísticos programados en torno al espacio social híbrido del mar y el cielo, como aquí en Mazatlán donde el lugar es visitable por unos días bajo la constante del turista que proviene de lejos, el ejercicio de la escritura dedicada a las obras de arte y a la vivencia de los museos juega el papel de un hipervínculo para el desarrollo potencial de un diálogo, fuera del tiempo de los relojes, la obra literaria de la mirada creativa, que transforma el silencio del museo en un diálogo interior, afianza un muestrario especular de todas las contradicciones, sobrecargas y clarividencias que habitan el imaginario de lo propiamente humano en un momento fracturado de la historia teledirigida, digitalizada, virtualizante. 


Thomas Struth

Hay unas fotografías del alemán Thomas Struth, Museum photographs, que me fascinan, allí se proyecta una rememoración vivencial de los ciudadanos turistas y la verdad pictórica representativa del estado actual de la cuestión. Esta entrevisión de las colas y de las personas transitando frente a las pinturas, repetida durante múltiples ocasiones en el transcurso masivo de la vida en los museos mundiales, ha supuesto un indicio primigenio para la comprensión consecuente de los factores que irradian la determinación social hacia los productos turísticos hegemónicos que todo lo hechizan, en donde las obras de arte y los referentes culturales de cualquier época son rebajados a su condición de utilidad mínima, con función espuria comercial, destinando la mínima experiencia del arte a la conversión en espacios turificados de todo aquello visible, en perímetros de relación social y de lugares de paso, estadías pasajeras y vacacionales, que resultan enajenadas de su hipotética dimensión cosmopolita.

Lo he vivido personalmente en el Moma o el Guggenheim de Nueva York, pasé horas enteras en el Metropolitan, es lo que creo que es cierto porque lo he visto con mis propios ojos, al igual que se ve el Guernica de Picasso cara a cara y se siente el dolor y la muerte.   

De este modo, volviendo sobre las consideraciones críticas que el autor Zygmunt Baumann sostiene acerca de la sociedad líquida, de hiperconsumo, queda patente la uniformización lacerante del hechizo provocado por la relación turística globalizada, donde “la reducción del espacio entraña la abolición del tiempo. Los habitantes del primer mundo viven en un presente perpetuo, atraviesan una sucesión de episodios higiénicamente aislados, tanto del pasado como del futuro”. Así se conciben los museos desde las políticas estatales, lugares neutros que son visitables para la mayoría, bajo los supuestos de acceso libre a la cultura, al arte, a la belleza. No obstante, como todo en la vida, el signo de lo político que sospechamos que irradia su influjo en todo ser viviente, la vida de los museos refleja el estado del mundo, la naturaleza de la vida humana, las representaciones de una historia total que tiene en los museos su lugar de peregrinación. Una ciudad sin museos, un territorio sin memoria, está condenado a la desaparición.

Así tal vez, teniendo en cuenta la magia que suscita la entrada a un museo, vemos únicamente durante el trasiego ocular, quien mira una pintura o una escultura en un museo, debe asumir los peligros del vínculo consumista frente al cuadro, como aquello que se ve y está para ser visto, y el reducto íntimo de la mirada creativa que esparce en la subjetividad de quien mira las posibles itinerancias de una relación liberante, es la suerte de la escritura, de la motivación radical de ciudadanía. Mi experiencia de la poesía en torno a pinturas y artistas me ha hecho pensar mucho este duelo, el de la mirada a la naturaleza, al otro, al mundo, que se desvanece en el imperio de lo consumible. Tal vez los proyectos de escritura posibilitaron un breve estallido en añicos de los sentidos instrumentales que gravitan en la relación turificada y cosificante con la realidad, en los museos encontré una salida.

Quiero recordar ahora la relación con la belleza anhelada que surge de una de las últimas confidencias de John Berger, en la entrevista del Premio Cálamo concedida en 2005, en donde afirma: “cuando pensamos algo bello, nos imaginamos mirándolo, pero en realidad, quizás lo bello sea lo que nosotros queremos que nos mire”. Y esa mirada a la pintura y sentirnos mirados, partícipes de los colores, formas y abstracciones del mundo sucedido y en transcurso, será una forma de reclamar los museos como espacios de ciudadanía, como vida vivida, mundo habitable.


S.D

Puerto de Mazatlán

18 de mayo de 2022

jueves, 14 de abril de 2022

"El viento en los ojos. Memoria y exilio" Conferencia

 




Publicada en la Revista de la Red de Ciudades Machadianas 2021

 

1

 

La democracia ha necesitado esencialmente la experiencia del exilio en las historias de la humanidad: los poetas fueron expulsados de la república de Platón y el advenimiento de la mayoría de las dictaduras ha tenido siempre sobre los poetas uno de los primeros objetivos de su terror implacable. El legado de los poetas del exilio debería ser considerado patrimonio de la democracia, un reclamo indispensable de la dignidad, testimonio fehaciente de la memoria del ultraje a la vida.

 

Imagino a esta hora en Soria un museo necesario de los poetas del exilio- a fin de cuentas una expresión sumaria del ser humano, habitante de la absolutez insondable del universo- los países que no cuidan a sus poetas no los merecieron nunca, incluso dejarán de ser países para siempre de no corresponder a tiempo el legado de sus autores. Después de Antonio Machado, transcurridas las efemérides del poeta sevillano, en este espacio ideal del Aula Juan de Mairena, se hace cada vez más necesaria la memoria de los poetas, a quienes secundo en la devoción común por el contacto diario del idioma. Gracias por este espacio consagrado al ideal, lugar necesario, en donde perdura la quemazón, el devenir y el aura preterido de los poetas de la II República, de la democracia.

 

Yo, ciudadano de a pie, residente de la república de los Estados Unidos de México, un emigrante canario más perteneciente a la generación de hijos de la transición democrática en España, heredero de los derechos conquistados por las luchas antifranquistas precedentes a 1978, año de la Constitución, llevo conmigo la misma impresión de que el drama de las avalanchas migratorias en las fronteras blindadas de Europa, el día a día de millones de parados y la corrupción política televisada no me son ajenos, de ahí que comience estas palabras sobre los poetas del exilio y el legado de Antonio Machado, considerando el eco de la sentencia del poeta Aimé Cesaire para quien Europa es responsable frente a la comunidad humana de la más alta tasa de cadáveres de la historia. El isleño de Martinica, poeta precursor de la négritude, entendió en su afamado discurso de 1955 que las potencias que habían ejercido el poder sobre otras naciones a través del colonialismo sufrirían ellas mismas la violencia ejercida históricamente con la experiencia de sus propias dictaduras engendradas.    

 

Igual que Aimé Cesaire, los poetas del exilio en México, herederos de las aspiraciones democráticas de la II República española, representan un emblema de resistencia, carrusel de biografías que otorgan una vez consumado el tiempo vivo de sus propias vidas, la posibilidad de iluminar con sus libros el horizonte problemático de la realidad actual, marcada por el signo de la incertidumbre y la desmemoria colectiva. En ellos y a través de sus poemas, está la vida en plenitud de un exilio que resignifica la relación con el Nuevo mundo: los poetas del exilio fueron nuevos odiseos que hicieron de la literatura un designio, testamentos líricos a la espera de expiación, sudario irredento del sueño de la democracia.           


2        

 

            Las nubes de México se parecen a las nubes de mis islas, las nubes todavía representan uno de los fenómenos naturales que no han sido disputa política, libres de fronteras muestran un sugerente parentesco con el sentido profundo de la vida de muchos poetas: vagan a la deriva y de cuando en cuando forman parte de la atención de un lector, constituyen su memoria cotidiana. Recuerdo precisamente en esta hora a un poeta de mi isla, cuando a la pregunta de un estudiante sobre el oficio del poeta respondió: contar las nubes.

 

Así sucede que las nubes y los poetas siempre me han parecido similares en su dispersión aleatoria, espontáneas y efímeras por su fugaz historia común. Hay nubes y poetas para todos los gustos, creencias y perspectivas. Algunas nubes son iguales, muchas nunca se cruzan con el resto, son nubes que no son idénticas a otra. Ahora bien, las nubes y los poetas tienen una propia génesis particular, lejos de un simple parentesco simbólico las nubes y los poetas comparten un designio mutuo en su transcurrir frente a la vida, suceden con mayor o menor fortuna, acumulan la dimensión de su potencial, se manifiestan y desaparecen, dejando un rastro etéreo que será seguido por lo porvenir. Curiosamente, Federico García Lorca bautizó a Emilio Prados como cazador de nubes.

 

Las nubes y algunos poetas compartieron en los cielos de México un mismo destino: el exilio necesario.

  

3       


            La única vez que estuve en la ciudad de Almería, uno de los últimos reductos de la resistencia republicana durante la guerra civil española, fui uno más de los turistas que visitaban la red de túneles subterráneos que valieron como refugio para sus ciudadanos ante los bombardeos diarios. Allí conocí el lado oculto de la ciudad andaluza de Almería, donde se encuentra la casa del poeta José Ángel Valente, pionero en el rescate de la memoria machadiana desde aquel encuentro de escritores y artistas en el cementerio de Collioure. Bajo los cimientos de su casa fui testigo de un dibujo infantil realizado sobre el cemento fresco de la contienda en donde aparece representado un avión de la época con una hilera de bombas lanzadas al vacío.

Esa imagen trágica, inocente y anónima, en la caverna de la desmemoria civil, que ha perdurado hasta hoy como un símbolo del drama humano de todas las guerras, refleja la trascendencia de unos hechos en la historia del Estado español que todavía mantienen en vilo su llama esencial, interpelación del pasado que nos convoca a la toma de posición, tibieza de su luz que clama justicia después del tiempo funesto de los olvidos arbitrarios.

 

En aquel dibujo infantil de Almería se descifra el espanto de los aviones enemigos que perduran por el hechizo del dibujo -la magia de toda pintura rupestre y abstracta expresa la condición creativa de lo humano dijo Juan Eduardo Cirlot-, de ahí que en ese dibujo hay un recuento preparativo para entender la vida de los poetas del exilio que tuvieron tras la guerra civil española una acogida total en México y de quienes como Machado sucumbieron en plena retirada. El avión infantil garabateado entre las sombras es como un signo de la barbarie que perdura por el azar del destino con la misma intensidad que en su ayer originario.

 

Quiero decir que los dibujos de Almería, que no pueden reducirse a la recámara del souvenir, rememoran algo parecido a lo que sucede al abrir las tapas de los libros de los poetas de aquel otro refugio trasatlántico: sus palabras habitaron aquella misma profundidad del silencio, túnel de la historia, imposición del fuego abierto, lastre final, extraño y concluyente, de las tristes lejanías del exilio. Los poetas en su errancia testimonial son el otro, que al decir de Novalis, Yo soy tú /Ich ben dein espejean una relación histórico-empática, intersubjetiva en esencia, socialmente constitutiva, en la que prima una ética del cuidado, de la civilidad plena, abundantísimo manantial para la corresponsabilidad mutua del acontecer vital de todo ser sintiente, siguiendo de cerca a María Zambrano, avanzadilla filosófica en español de la diáspora republicana que compartió durante un tiempo pródigo los soles de Michoacán.          


4

 

 

            A finales del pasado siglo, México volvió a ser ciudad refugio de escritores a través de la fundación de la casa Citlaltépetl que ha sido lugar de encuentro para el debate y la acogida del testimonio de otros poetas cuyos países han sufrido la calamidad de las guerras. Hace apenas unos meses conocí en persona al poeta kosovar Xhevdet Bajraj que pudo encontrar una nueva vida en este lado del planeta tras la guerra de los Balcanes. Tanto en su mirada, como en sus poemas, varias décadas después de las amenazas, del extravío de sus familiares y del reencuentro final aquí en México, perdura un resquicio transido del espanto, la cicatriz imperdurable del exiliado que aún puede ser visitado en la paz nocturna de su sueño por las pesadillas del genocidio, de las matanzas y de la barbarie ¿cómo escribir de aquello que no se ha vivido en carne propia?

 

Como el poeta Xhevdet Bajraj, los poetas del exilio republicano sufrieron ese mismo trance de escapar a quemarropa de una guerra, formaron parte del devenir de la vida cotidiana defeña, mantuvieron el pulso de la palabra frente al vacío absoluto proveniente del dolor arrojado a las cunetas, del campo de concentración, del patíbulo y el hambre, esa mala muerte que asola únicamente a medias. Si ya es imposible volver al pasado para interrogar cara a cara al poeta sobre su exilio, aún el testimonio directo de otros refugiados como Xhevdet Bajraj en México, como el poeta iraquí Abdul Hadi Sadoun en Madrid a quien tanto debo y de quien aprendí el valor inconmensurable de la amistad -ternura hacia el prójimo y hacia uno mismo para con los demás- nos brindan ambos un mínimo atisbo del peso del drama humano que ha perdurado desde tiempos inmemoriales en la condición de los exiliados, tan parecidos por cierto al propio paradigma del escritor en su momento de aislamiento necesario, siguiendo las palabras de Philippe Ollé-Laprune en una publicación de la Casa Refugio Citlaltépetl del año 2000, donde se habla de otros exiliados del ayer como Paul Celan, visitados por igual entre sus libros, desde sus poemas, en el eco de su voz.


5        

 

Hace tiempo que las agencias de noticias dieron cuenta a los cuatro puntos cardinales del fallecimiento del escritor Juan Goytisolo en Marrakech: irrupción nefasta del obituario, de la nota necrológica, de la negra muerte en este instante crucial de tanteo rememorativo, la escritura de una conferencia que deviene cita tardía con un pasado que se hace presente inmediato, sucesivo, correlativo. Y también reciente, de hace apenas unos años, la muerte de Juan Chamizo, pintor en el exilio, caballete en penumbras que será rememorado, más pronto que tarde, igual que la silueta de Machado, para siempre eterna entre las sombras y las luces de Collioure.

 

Goytisolo lo dijo en una entrevista con la claridad rotunda del viejo lobo de mar, del viajero trotamundos, del reportero de guerra: la patria del escritor exiliado es el lenguaje. Fue Goytisolo en su decisión de radicar en Marrakech y hacer de la Medina su centro vital un autor de firmamento propio, exiliado del franquismo hizo de su narrativa un ejercicio radical de ciudadanía. Oposición pura, íntegra, implacable en cada punto y coma de sus libros frente al régimen autoritario y la desmemoria generalizada sobrevenida con los Borbones. De su testimonio en la guerra de Sarajevo dejó dicho que solo la literatura puede dar cuenta de ella.

 

El escritor hace del tintero un remanso de esperanza ante la imposibilidad de transmitir la totalidad del dolor, el lamento ancestral, la pérdida de humanidad en las crónicas del acontecer histórico. Habitante de los sures, enamorado del desierto y de los desposeídos de la tierra, Goytisolo dio cuenta de la herencia árabe en la cultura universal, escogió su paisaje íntimo para revivir las historias no contadas, hizo del exilio un paradigma existencial, arte del vivir errante.

 

Tras su entierro en una tumba de Larache rodeada de amigos -exilio definitivo del cuerpo que habitó- queda ahora el vestigio enamorante de sus títulos a todos los idiomas, de su voz única y necesaria, su mirada doliente que nunca jamás olvidó la muerte de la madre bajo las bombas fascistas sobre Barcelona. Aquel martirio que inició la genealogía expiatoria de sus libros es dolor común que universaliza la pérdida de la madre y que no cesa, casi hasta se multiplica por mil, ya bajo tierra.   

 

          

6        

 

LA TUMBA DE CERNUDA

 

 

Si en silencio andaba el poeta

pregón al viento su ceniza

 

mística inconforme del azar

en la huella sevillana del aedo

 

su geografía del último aliento

tiñe de relámpagos interiores

cada atardecer de coyoacán

 

campanario del olear arriba:

alevosía de los versos inéditos

 

la urgencia abajo de un silbato:

videncia muda del destierro 

 

como un viaje perpetuo en bajamar

también este exilio no será derrota

 

desde la ventana más oscura

el poeta erige su mentón

asienta candores a la pipa 

 

alrededor un sol de media luna

tras el rojo zeppelín de los deseos

 

es aquí: la tumba de cernuda

 

(Samir Delgado, inédito)

 

            En el libro del también sevillano Antonio Rivero Taravillo acerca de los años de exilio de Cernuda (1938-1963) hay un álbum de fotografías de archivo en las que puede seguirse el itinerario vital del poeta, a caballo entre Ciudad de México y Estados Unidos, unas veces como profesor en universidades californianas y otras como paseante de los cines y parques de Coyoacán, fugitivo de los cenáculos dominantes y amigo de sus amigos. De su relación con Octavio Paz y otros poetas mexicanos se extrae la médula de un vínculo fraterno que asentó las políticas del presidente Lázaro Cárdenas cuando la hora punta del exilio hizo de las fronteras un dilema humanitario. Cernuda posa con pipa, sonríe a la posteridad en una playa de Acapulco, ángel de alas rotas, malhumorado las más veces, vivió bajo estos cielos una vida doblemente exiliada: del origen y del destino.

 


7         

 

Como en todas las historias malditas de la guerra, hubo poetas que sobrevivieron a la crueldad emboscada, lejos de la gloria homérica de la caída en combate y de los laureles eternos, pudieron cruzar las aguas del Atlántico como misioneros del ocaso de una vieja Europa claudicante. Y hubo también otros muchos que sucumbieron en una derrota temprana, intempestiva, sin apenas tiempo para gritar al infinito su paradero como víctimas del enemigo. Si los poetas del exilio lograron embarcarse en odiseas como la del Sinaia, llegando a Veracruz bajo el cuidado fraterno de una república hermana, hubo otros más que fueron duelo inminente, lamento preterido hacia los confines de la memoria colectiva.

 

Es la contrahistoria del exilio, la otra orilla del clamor silenciado, el testimonio doliente de poetas como Antonio Machado, Miguel Hernández y Federico García Lorca cuyos fenecimientos fueron noticia acuchillada. Otros poetas tuvieron el mismo sino, la predestinación fatal de padecer en carne propia la experiencia del odio y de la opresión. Es el claro ejemplo, mayormente desconocido fuera de las Islas Canarias, del joven poeta Domingo López Torres (1910-1937), delfín insulario del surrealismo internacional, amigo personal de André Breton y pupilo del ensayismo revolucionario que formó parte de la Revista Gaceta de Arte, máxima expresión de la vanguardia republicana con autores de la talla de Eduardo Westerdahl en primera línea.

 

Apenas iniciado el golpe militar del General Franco un 18 de julio de 1936 desde su alcoba de Capitanía en Santa Cruz de Tenerife, el poeta López Torres sufre cárcel inmediata en el primer campo de concentración del Generalísimo conocido como “Fyffes”, un antiguo empaquetado de frutas de firma británica que se convierte en presidio fatal y donde el poeta escribe sus últimos versos antes de ser ahogado en el fondo del atlántico dentro de un saco de patatas: qué profundo correr por mares de silencio.

 

Un crimen impune, barbarie atroz que ya desde la génesis de la dictadura imprimió el rostro amordazado de un poeta sobre cielos de sangre y mares de infortunio. Y no finaliza aquí el recorrido nominal de los otros poetas del exilio en la profundidad abisal y el perpetuo camposanto. Se sabe por las crónicas, los partes de baja en combate y presidio a manos del enemigo, que muchos represaliados en la guerra civil fueron poetas brigadistas de otras latitudes. En libros antológicos como el clásico de Bernd Dietz, Un país donde lucía el sol, publicado en Hiperión en 1981, o el de Alberto Girri, Poesía inglesa de la guerra española, ya aparecido en 1947, puede recontarse en ellos un número diáfano de poetas en lengua inglesa que echaron sus versos al viento antes de sucumbir por las balas fascistas.

 

Es más, de un memorándum necesario para rescatar todas aquellas voces, puede advertirse para colofón tardío de los poetas comprometidos que mantienen su antorcha desde un pasado jamás clausurado, uno de los grandes autores de la vanguardia hispanoamericana, el peruano César Vallejo, quien dio cuenta de su fatídica experiencia en los poemas de España aparta de mí este cáliz, alcanzando su aliento hasta un día de abril de 1938 bajo el presentido París con tarde de aguacero.

 

Él, vate inmortal, compartió con otros muchos poetas más tarde exiliados de sus repúblicas de origen la mítica parada de tren en Minglanilla, pago de la provincia de Cuenca, en Castilla-La Mancha, durante el itinerario fatídico Valencia-Madrid de julio de 1937 en el que los escritores antifascistas participaban en la celebración de un congreso internacional por la cultura. Muertos de hambre, poetas cariacontecidos, allí el drama de la guerra se dejó ver a plena luz. Y gracias a confesiones como la del cubano Alejo Carpentier, en compañía de Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Octavio Paz y tantos otros, se sabe que mujeres extremeñas dieron de comer de la nada a los poetas en una prueba de fraternidad común que ha pasado tristemente a los anales silenciados de la guerra civil española, la que mató a Lorca, de la que huyó Alberti, la que se llevó para siempre consigo la mirada agónica de César Vallejo y al joven poeta de Tenerife, una de las islas desafortunadas, donde por cierto quedó sepultada bajo tierra la cinta de Luis Buñuel, La edad de oro, en un juego al escondite de a vida o muerte que da cuenta del pánico atroz, de la persecución y el martirio al que era sometida toda expresión artística, la poesía toda, el don humano más genuino, latido esencial de las utopías.     

 

8        

 

 

            El pincel también tuvo que seguir el camino del exilio de los poetas: es el caso de Ramón Gaya, embarcado en el Sinaia. En su casa de Murcia observé mis primeras imágenes de Chapultepec antes de que el parque defeño formara parte de mi paisaje cotidiano predilecto en México, sus verdes, el colofón del azul, arboledas en domingo. Con el poeta y artista me sucedió igual que con otras obras de arte: una vez asumida su verdad como propia –alétheia de los griegos- donación del color, del sentido interiorizado del óleo para uno mismo, al través del deleite contemplativo, -sosiego del instante- el parque como tal se parecerá al cuadro, y no al revés. Este fenómeno de donación, transfusión estética, del cuadro a la realidad, sugiere un valor trascendental a la imagen, esbozo primordial para asumir una poética de la visibilidad, que en plena sociedad de la saturación, la velocidad y el predominio de lo informativo, me interesa como proyecto vital de escritura. Admiro la obra de Ramón Gaya desde entonces con una atención in crescendo, el murciano fallecido en 2005 es autor de poemas y ensayos sobre arte de una hondura iluminante. En uno de sus diarios muestra reticencia malhumorada por abandonar París sin ver su primavera, aquejado de haber vivido trece años sin estaciones en México DF. Y cuenta, ya de regreso en otro junio como el nuestro de ahora, a mediados del 50:

 

         Llegada a México. Atontamiento y cansancio. Una cierta alegría. Sensación de ceguera. Algunos buenos amigos han venido a recibirme. Un cielo espléndido, de una belleza desmesurada. Todo parece asentado en su lugar. No, no falta nada, o casi nada. Falto... yo. Veremos cuándo llego.

Ramón Gaya formó parte de la experiencia republicana de las misiones pedagógicas y en concreto del Museo circulante, en el que copias de obras de arte del Museo del Prado- las mismas obras salvadas por Alberti y María Teresa León bajo los bombardeos sobre Madrid- eran divulgadas en los pueblos más recónditos como fórmula de la renovación educativa del momento. Y también en las trincheras del frente, lugar donde la poesía de Miguel Hernández redoblaba los ánimos del combate. El pintor poeta, exiliado en México también, representa una figura crucial, vivificadora de la del del huerto -a diferencia de la huerta- como un espacio de cultura, exponente del intelectual español honesto y comprometido, cuya trayectoria artística y vivencial caminaba con el peso sobre los hombros de la historia fatídica de una república acribillada, plantado frente a un cuadro de Tiziano, de un atardecer en Italia:

  Es magnífico y al mismo tiempo desesperante que, después de varios siglos, las cosas sigan ahí, completamente inéditas, desconocidas, intactas.

9        

 

 

En palabras de Enrique López Aguilar, presentador en 1990 de una antología poética de Pedro Garfias publicada anteriormente en su primera edición de 1970 -tres años después de la muerte del poeta exiliado en Monterrey- hay una asociación entre el desarrollo poético y un proceso histórico crítico que ha sido constante en España. Las generaciones del 98 y del 27 caminaron juntas en su plasmación cosmovisional junto a las vicisitudes de la época vivida, una dialéctica intrínseca que hace de los poetas auténticos voceros de sus tiempos, anticipadores de las nuevas tendencias y correa de transmisión identitaria capaz de expresar tanto la novedad, como el dolor y lo bello, incluyéndose finalmente el exilio como símbolo exponente de un estado del alma en el bando perdedor, de la nostalgia y la soledad, considerando el diagnóstico de Octavio Paz en el estatus propio del yo de la modernidad.

 

El poeta salmantino, nacido en 1901, representa al cantor que logra el Premio Nacional de Literatura en 1938, se bate en las trincheras del verbo como comisario político republicano y escribe como uno de los primeros refugiados en Inglaterra su Poema bucólico con intermedios de llanto, la Primavera en Eaton Hastings donde descifra la preconización de una soledad invertebrada, dando al viento sus velas indefensas:

 

Aunque el silencio cruja y se despierte el cisne

-que es propiedad del Rey- y quiebre aleteando

las aguas impasibles: aunque las aguas corran

a golpear la orilla con sus tiernos nudillos

y el rumor se propague por el bosque curioso

y llegue a despertar la brisa que dormía

tras la colina curva; aunque la brisa vuele

a sacudir los prados y pulsar las ventanas

aunque el temblor sonoro se extienda a las estrellas

y perturbe un momento su formación tranquila

mientras duerme Inglaterra, yo he de seguir gritando

mi llanto de becerro que ha perdido a su madre.

 


Y de su epitafio a Antonio Machado, el susurro postrero, doliente y aún esperanzado al poeta que sucumbe en Colliure: qué cerca de tu tierra te has sabido quedar…


10

  

Max Aub en su diario del 1 de enero de 1945- año del final de la 2º guerra mundial y de la esperanza de una intervención aliada contra el régimen de Franco- recuenta el conglomerado de estadías y sucesos que han configurado su exilio mexicano, punto por punto, a telón subido, excelencia dramatúrgica: 

 

Las vueltas que da el mundo

 

I. Port Bou, febrero 39.

II. Argelès.

III. París. La división Jare-Negrín.

IV. El pacto germano-soviético.

V. Las detenciones. La prefectura.

VI. Roland Garros.

VII. El viaje. Vernet.

VIII. Marsella. La cárcel.

IX. Viaje, Argel, viaje.

X. Djelfa.

XI. Uxda.

XII. Casablanca.

XIII. El embarque. Bermudas. Veracruz.

 

 

La entrevisión del sí mismo entre los números romanos, a carne viva entre la madeja cronológica de la fatalidad, fija las coordenadas propias como factor de autoconciencia decidida, resolutiva, clarividente, que despeja a través de su estar-ahí el aturdimiento nebuloso de una angustia íntima que aparece impuesta como sobredosis natural de la vida misma, si bien la condición de exiliado contiene una autodeterminación del yo que se sabe instaurado entre el juego de fuerzas del poder. Es el diario de Aub, a duras penas, una expresión de la biopolítica esencial que constituye el desenlace de las vidas por una guerra civil que antecederá para siempre a todos los futuros imperfectos.

 

Él mismo como autor de teatro y novelista, artífice de la existencia de Jusep Torres Campalans, supo a ciencia cierta de sus antecedentes penales que le supondrían la cárcel y el exilio:

 

2 de agosto (1945)

 

¡Qué daño no me ha hecho, en nuestro mundo cerrado, el no ser de ninguna parte! El llamarme como me llamo, con nombre y apellido que lo mismo pueden ser de un país que de otro… En estas horas de nacionalismo cerrado el haber nacido en París, y ser español, tener padre español nacido en Alemania, madre parisina, pero de origen también alemán, pero de apellido eslavo, y hablar con ese acento francés que desgarra mi castellano, ¡qué daño no me ha hecho! El agnosticismo de mis padres-librepensadores- en un país católico como España, o su prosapia judía, en un país antisemita como Francia, ¡qué disgustos, qué humillaciones no me ha acarreado! ¡Qué vergüenza! Algo de mi fuerza-de mis fuerzas- he sacado para luchar contra tanta ignominia.        


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            Habla León Felipe en su libro Ganarás la luz, México 1942, de la futura poesía prometeica de la llama.

 

Los sueños, los mitos y los pasos del hombre sobre la Tierra se llaman y se buscan en la sangre y en el cielo hasta encontrarse en una correspondencia poética, como el tintineo luminoso y musical de los versos antiguos que se besaron y fundieron para siempre en los poemas ilustres.

            Lo que fue ayer un toro ya no es más que una constelación.

            No lloro por mi patria perdida. Todo se traslada y se levanta. La metáfora se mueve y asciende por una escala de luz.

            (…) Y hay  voces de tragedias antiguas que me siguen para que yo las defina con mi sangre, porque sólo con la sangre podemos hablar de los que vertieron la suya por nosotros, antes de que nosotros diésemos la nuestra por los que han de venir.

 

            El mismo poeta clama más adelante, ya entre México y Bogotá, alrededor de 1946, que Hay dos Españas, ajuste de cuentas definitivo, palabra reveladora del estado del alma de poeta en el exilio:

 

Hay dos Españas: la del soldado y la del poeta. La de la espada fraticida y la de la canción vagabunda. Hay dos Españas y una sola canción. Y ésta es la canción del poeta vagabundo:

 

Franco, tuya es la hacienda,

la casa,

el caballo

y la pistola.

Mía es la voz antigua de la tierra.

Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante

por el mundo…

Mas yo te dejo mudo…¡mudo!

y ¿cómo vas a recoger el trigo

y a alimentar el fuego

si yo me llevo la canción?         

 

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            Yo que provengo de unas islas atlánticas que han sido lugar de visita para otras culturas, plataforma flotante del hábitat terrestre, volcán del idilio del ser humano con la naturaleza, he tenido ocasión de habitar muy de cerca y ser a la vez conciudadano del mismo aire que otro de los muchos escritores exiliados del siglo XX: José Saramago. El Premio Nobel portugués también desertó toda la vida de una dictadura fatal que se volvió democracia y libre mercado de un país que fue imperio y ha quedado a merced de las políticas de ajuste de una Unión Europea mal gobernada bajo el influjo diario del capitalismo neoliberal.

 

El escritor luso vivió en Lanzarote, isla para náufragos de toda mitología, habitó el atlántico con pulso comprometido, sabedor de la condición ética que constituye la voz del novelista. Ateo, arremetió contra las jerarquías de la fe y denunció entre sus páginas la ceguera imperante. Como exiliado, amó en sus diarios la balsa de piedra volcánica que fue casa para el amor y la creación.

 

Él, Saramago, cultivó también la poesía, se solidarizó con Palestina y mantuvo a raya la enfermedad del mercantilismo y el encumbramiento egolátrico de otros escribanos del nuevo orden mundial premiados por la academia sueca, antítesis de Mario Vargas Llosa. Visto como ciudadano desde la lejanía de su sombra en la isla, Saramago no fue ningún turista del deterioro global y su legado constituye un acervo imperecedero para la cultura portuguesa de todos los tiempos y el progresismo a nivel mundial.

Imagino siempre a Saramago en la isla como el escritor exiliado que justamente invierte el papel fatídico del ostracismo en una reconciliación total con el destino propio, vivamente disfrutado hasta el último hálito de vida. Al igual que Eugenio Granell, el poeta y artista surrealista gallego, militante del POUM, amigo de Breton y exiliado en Puerto Rico, que en su bello libro -casi reliquia- titulado “Isla cofre mítico” de 1951, aseveraba que el magnetismo del más allá caribeño atrajo al otro triángulo de islas que fueron las carabelas de Colón en el Nuevo Mundo.

 

Del ejemplo de Saramago, los poetas del exilio republicano español se comprenden mejor y están igual de cerca, más aún desde una nueva óptica diferente, diríase a posteriori, transformadora: la huella de León Felipe, Cernuda y Garfias, Max Aub, Emilio Prados o Ramón Gaya, y ellas también: Ernestina de Champourcin, poeta, Remedios Varo, pintora, Luisa Carnés, novelista, aparecen todas como auténticos bastiones de la resistencia vital que mantienen la llama de la esperanza del sueño imperecedero de un mundo mejor.

 

Y es que la hispanidad como supo ver Martí reluce sus mejores galas en el éxtasis de las diferencias, el idioma hablado en acentos distintos hace más grande su amplitud humana. Y los poetas del exilio hablan la lengua del desamparo que clama por una justicia irredenta y cuyo porvenir se escribe indefectiblemente con la fuerza emancipatoria de lo utópico viable.  

Saramago, otro náufrago también, en la isla del centro del mundo, exiliado, a saudade. 

 

           

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Otro exiliado, poeta, escritor de fama tardía en el acontecer del panorama contemporáneo, el chileno Roberto Bolaño, dice en boca de sus detectives salvajes, en pleno México DF de su juventud: Pero la poesía (la verdadera poesía es así: se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito). Amigo para siempre de los poetas infrarrealistas, la marginalidad de su experiencia le condujo a ser testigo del vendaval de un país, México, a cuya capital siempre recurrió para su imaginario novelístico, México como enclave universal que supone para la creación literaria y artística un referente primordial, magnético, total para los jóvenes que aspiran a construir su itinerario poético.

 

            Precisamente, en la adaptación cinematográfica de la pieza teatral de Fernando Fernán Gómez, Las bicicletas son para el verano (1984), una más de las películas para todos los públicos de temática guerracivilista que recuenta el drama agónico de la II República, el papel de Gabino Diego da cuenta de aquel joven estudiante de Física cuya mayor aspiración fue la de ser escritor, como el padre soñaba con ser el Máximo Gorki de sus días. Nunca llegó a tener el joven su bicicleta y tampoco llegaría a ser el escritor pretendido. Ese desarme del intelecto, de la capacidad necesaria para la fabulación de todo individuo en su formación integral, fue otro de los exilios padecidos en la literatura española, la de la propia poesía de un tiempo dictatorial que aniquiló la Teoría del duende de Lorca con una autarquía insoportable, ultrarreligiosa y conservadora, capaz de volver extraño al propio Quijote en su delirio de posguerra.     

 

¿Qué lugar ocupan los poetas del exilio en las postrimerías del realismo del canario Galdós, quien nunca sospechó para sus Episodios Nacionales los malos tiempos para la lírica que sobrevendrían apenas 15 años después de su muerte? ¿qué papel desempeñaron -si lo hubo- para la cuenta atrás del boom latinoamericano, siendo el poeta exiliado de la dictadura aquel otro extranjero que reconstituye la narrativa de la alteridad para la eclosión del nuevo sí-mismo  en Nuestra América?

 

 

Tras la pista de otros poetas del exilio, tal vez los menos conocidos que están ahí para ser desocultados de la maraña y el peor de los olvidos, cito como ejemplo paradigmático a los catalanes Pascual Buxó y Agustí Bartra, siendo aquellos otros jóvenes que cruzaron el atlántico para más tarde despuntar como autores mexicanizados los poetas Tomás Segovia y el propio Gerardo Déniz. Al hilo de la remembranza de los poetas del exilio resurge mientras leo sus poemas una voz náhuatl, que se pronuncia nepantla, y quiere decir “en medio”, un denominador común que además da nombre a un lugar donde vivió Sor Juan Inés de la Cruz.

 

Los de en medio, habitantes a caballo del verso entre dos orillas, los poetas del exilio, al igual que los brigadistas anónimos del Batallón Hans Beimler, disueltos entre el marasmo de la derrota política y la eternidad de su ejemplo.

 

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Hay una fotografía de Ghassan Kanafani, escritor palestino, en la que aparece escribiendo -al fondo de la imagen- mientras su hijo es alimentado por la madre en primer plano. El atentado con coche bomba en Beirut que acabó con su vida en julio de 1972 tiene un parentesco simbólico con los poetas del exilio cuyas vidas anteriores a la guerra fueron demolidas por el efecto perverso de la violencia desatada.

Precisamente Kanafani desarrolló en su obra literaria una modalidad de narración que aspira a ser corpus constituyente de la historia de un pueblo como el palestino, que ha sido en el último medio siglo la otra víctima del holocausto, exiliado en su propia tierra, la fotografía de Kanafani es la del exilio interior del escritor vuelto mártir.

 

Por otro lado, Günter Grass, Premio Nobel de Literatura, dio cuenta en su autobiografía de que Auschwitz era la última oportunidad de su pertenencia a Alemania. Más allá de la poesía imposible de escribirse después de los campos de concentración, esta consideración ética de asumir en sus propias carnes el desenlace fatal de una historia criminal que condujo al exterminio de millones de seres humanos, hace que de igual modo la cuestión del exilio republicano español y la memoria de los desaparecidos y de los fusilados y de los refugiados del franquismo y de todas las dictaduras que padecieron en carne propia tantos poetas y artistas, sea a la postre un detonante ético crucial que tras la transición democrática interpela a las nuevas generaciones para asumir un legado, las voces de quienes mantuvieron en vida el testimonio y la proyección de unos ideales que fueron la libertad de expresión, el laicismo, la justicia social y la solidaridad humana, valores de progreso que conservan su absoluta vigencia.

 

Quimera del vórtice, matriz cosmovisional, epigramas de toda luz: los poetas del exilio son nubes de un mañana del ayer que insufla vida sobre la muerte, aire frente al vacío. Y en México plantaron el asombro, el delirio y la perplejidad feliz contra los regímenes de la letra muerta, del negro póstumo, de los malos gobiernos sobre tantas vidas silenciadas.

 

Son nubes, los poetas, exiliados también de la muerte para sostén futuro de las memorias colectivas.

  

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En el libro "Oiseaux /Pájaros" de Saint-John Perse, otro poeta de los exilios, cantor de la vida rememorada de la infancia y la naturaleza perdida en el acontecer irreversible del tiempo-mercancía global, hay un feliz hallazgo que vale como despedida, síntesis en paralelo, universalidad del vuelo. Su digresión acerca de los pájaros, en diálogo abierto con dibujos de Braque, tiene una cercanía, señal a la vista, aproximación a la imagen, sobre los poetas del exilio, el pájaro y el poeta que vuelan, migración de las almas, materia en vilo, energeia.     

 

Ya no son grullas de Camarga, ni gaviotas de las costas normandas o de Cornuille, garzas reales de África o de la Isla de Francia, milanos de Córcega o de Vaucluse, ni palomas torcaces de las cañadas de los Pirineos; sino pájaros todos de la misma fauna y de la misma vocación, pertenecientes a una casta nueva y a un antiguo linaje

 


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Hay en todos los poemas del mundo una vocación de continuidad. Las palabras se parecen al hielo que necesita un tiempo necesario para adquirir su forma perfecta. Cada hielo como el poema tiene una eternidad propia que perdura para ser como el agua de la memoria en el regazo del tiempo. Otros poetas han visitado Soria en los últimos años para releer a Machado y habitar sus espacios vividos. En mayo de 2014 el poeta iraní Mohsen Emadi, exiliado se preguntaba a sí mismo en unas notas de su blog por la ciudad de Machado y la melancolía amarga de aquellas tierras donde el campo sueña. Haciendo recuento de sus estancias en lo alto del Moncayo, Praga y Bratislava, el iraní se pregunta ¿dónde está Soria? Y vuelve al poema la ascensión del amigo José María Palacio, la anábasis de una tarde azul vuelve a la memoria del escritor como un triángulo perfecto que cierra sus ángulos iguales en torno a la ausencia de la ciudad y del poeta. El hombre de lengua persa que también escribe en español  enciende una hoguera y toma té en la soledad de las cumbres de Alborz, suspendido el tiempo. Su mirada tocaba la escultura de un espacio que permanecerá como un hielo redondo y perfecto en la levedad que transcurre entre los blancos de la conciencia y el sueño. El poeta iraní Mohsen Emadi que visitó Soria tras la huella de Machado invoca a las sombras en su cuaderno virtual:

 

No hay dos personas

que puedan atravesarse una a otra

pero dos sombras se traspasan fácilmente

por eso habitan el mundo de la absoluta soledad”

 

 

S.D, Soria, 2021