Publicada en la Revista de la Red de Ciudades
Machadianas 2021
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La democracia ha necesitado esencialmente
la experiencia del exilio en las historias de la humanidad: los poetas fueron expulsados
de la república de Platón y el advenimiento de la mayoría de las dictaduras ha
tenido siempre sobre los poetas uno de los primeros objetivos de su terror
implacable. El legado de los poetas del exilio debería ser considerado
patrimonio de la democracia, un reclamo indispensable de la dignidad,
testimonio fehaciente de la memoria del ultraje a la vida.
Imagino a esta hora en Soria un museo
necesario de los poetas del exilio- a fin de cuentas una expresión sumaria del
ser humano, habitante de la absolutez insondable del universo- los países que
no cuidan a sus poetas no los merecieron nunca, incluso dejarán de ser países
para siempre de no corresponder a tiempo el legado de sus autores. Después de
Antonio Machado, transcurridas las efemérides del poeta sevillano, en este
espacio ideal del Aula Juan de Mairena, se hace cada vez más necesaria la memoria
de los poetas, a quienes secundo en la devoción común por el contacto diario
del idioma. Gracias por este espacio consagrado al ideal, lugar necesario, en
donde perdura la quemazón, el devenir y el aura preterido de los poetas de la
II República, de la democracia.
Yo,
ciudadano de a pie, residente de la república de los Estados Unidos de México, un
emigrante canario más perteneciente a la generación de hijos de la transición
democrática en España, heredero de los derechos conquistados por las luchas
antifranquistas precedentes a 1978, año de la Constitución, llevo conmigo la
misma impresión de que el drama de las avalanchas migratorias en las fronteras
blindadas de Europa, el día a día de millones de parados y la corrupción
política televisada no me son ajenos, de ahí que comience estas palabras sobre los
poetas del exilio y el legado de Antonio Machado, considerando el eco de la
sentencia del poeta Aimé Cesaire para quien Europa es responsable frente a la comunidad humana de la
más alta tasa de cadáveres de la historia.
El isleño de Martinica, poeta precursor de la négritude, entendió en su afamado discurso de 1955 que las potencias
que habían ejercido el poder sobre otras naciones a través del colonialismo
sufrirían ellas mismas la violencia ejercida históricamente con la experiencia
de sus propias dictaduras engendradas.
Igual que Aimé Cesaire, los poetas del exilio en México, herederos de las aspiraciones democráticas de la II República española, representan un emblema de resistencia, carrusel de biografías que otorgan una vez consumado el tiempo vivo de sus propias vidas, la posibilidad de iluminar con sus libros el horizonte problemático de la realidad actual, marcada por el signo de la incertidumbre y la desmemoria colectiva. En ellos y a través de sus poemas, está la vida en plenitud de un exilio que resignifica la relación con el Nuevo mundo: los poetas del exilio fueron nuevos odiseos que hicieron de la literatura un designio, testamentos líricos a la espera de expiación, sudario irredento del sueño de la democracia.
2
Las nubes
de México se parecen a las nubes de mis islas, las nubes todavía representan
uno de los fenómenos naturales que no han sido disputa política, libres de
fronteras muestran un sugerente parentesco con el sentido profundo de la vida
de muchos poetas: vagan a la deriva y de cuando en cuando forman parte de la
atención de un lector, constituyen su memoria cotidiana. Recuerdo precisamente
en esta hora a un poeta de mi isla, cuando a la pregunta de un estudiante sobre
el oficio del poeta respondió: contar las nubes.
Así sucede que las nubes y los poetas
siempre me han parecido similares en su dispersión aleatoria, espontáneas y
efímeras por su fugaz historia común. Hay nubes y poetas para todos los gustos,
creencias y perspectivas. Algunas nubes son iguales, muchas nunca se cruzan con
el resto, son nubes que no son idénticas a otra. Ahora bien, las nubes y los
poetas tienen una propia génesis particular, lejos de un simple parentesco
simbólico las nubes y los poetas comparten un designio mutuo en su transcurrir
frente a la vida, suceden con mayor o menor fortuna, acumulan la dimensión de
su potencial, se manifiestan y desaparecen, dejando un rastro etéreo que será
seguido por lo porvenir. Curiosamente, Federico García Lorca bautizó a Emilio
Prados como cazador de nubes.
Las nubes y algunos poetas compartieron
en los cielos de México un mismo destino: el exilio necesario.
3
La única vez que estuve en la ciudad de
Almería, uno de los últimos reductos de la resistencia republicana durante la
guerra civil española, fui uno más de los turistas que visitaban la red de
túneles subterráneos que valieron como refugio para sus ciudadanos ante los
bombardeos diarios. Allí conocí el lado oculto de la ciudad andaluza de
Almería, donde se encuentra la casa del poeta José Ángel Valente, pionero en el
rescate de la memoria machadiana desde aquel encuentro de escritores y artistas
en el cementerio de Collioure. Bajo los cimientos de su casa fui testigo de un
dibujo infantil realizado sobre el cemento fresco de la contienda en donde
aparece representado un avión de la época con una hilera de bombas lanzadas al
vacío.
Esa imagen trágica, inocente y anónima, en
la caverna de la desmemoria civil, que ha perdurado hasta hoy como un símbolo
del drama humano de todas las guerras, refleja la trascendencia de unos hechos
en la historia del Estado español que todavía mantienen en vilo su llama
esencial, interpelación del pasado que nos convoca a la toma de posición,
tibieza de su luz que clama justicia después del tiempo funesto de los olvidos
arbitrarios.
En aquel dibujo infantil de Almería se
descifra el espanto de los aviones enemigos que perduran por el hechizo del
dibujo -la magia de toda pintura rupestre y abstracta expresa la condición
creativa de lo humano dijo Juan Eduardo Cirlot-, de ahí que en ese dibujo hay
un recuento preparativo para entender la vida de los poetas del exilio que
tuvieron tras la guerra civil española una acogida total en México y de quienes
como Machado sucumbieron en plena retirada. El avión infantil garabateado entre
las sombras es como un signo de la barbarie que perdura por el azar del destino
con la misma intensidad que en su ayer originario.
Quiero decir que los dibujos de Almería,
que no pueden reducirse a la recámara del souvenir, rememoran algo parecido a
lo que sucede al abrir las tapas de los libros de los poetas de aquel otro refugio
trasatlántico: sus palabras habitaron aquella misma profundidad del silencio,
túnel de la historia, imposición del fuego abierto, lastre final, extraño y
concluyente, de las tristes lejanías del exilio. Los poetas en su errancia testimonial
son el otro, que al decir de Novalis, Yo soy tú /Ich ben dein espejean una relación histórico-empática,
intersubjetiva en esencia, socialmente constitutiva, en la que prima una ética
del cuidado, de la civilidad plena, abundantísimo manantial para la
corresponsabilidad mutua del acontecer vital de todo ser sintiente, siguiendo
de cerca a María Zambrano, avanzadilla filosófica en español de la diáspora
republicana que compartió durante un tiempo pródigo los soles de Michoacán.
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A finales del pasado siglo, México volvió
a ser ciudad refugio de escritores a través de la fundación de la casa
Citlaltépetl que ha sido lugar de encuentro para el debate y la acogida del
testimonio de otros poetas cuyos países han sufrido la calamidad de las
guerras. Hace apenas unos meses conocí en persona al poeta kosovar Xhevdet
Bajraj que pudo encontrar una nueva vida en este lado del planeta tras la
guerra de los Balcanes. Tanto en su mirada, como en sus poemas, varias décadas
después de las amenazas, del extravío de sus familiares y del reencuentro final
aquí en México, perdura un resquicio transido del espanto, la cicatriz
imperdurable del exiliado que aún puede ser visitado en la paz nocturna de su
sueño por las pesadillas del genocidio, de las matanzas y de la barbarie ¿cómo
escribir de aquello que no se ha vivido en carne propia?
Como el poeta Xhevdet Bajraj, los poetas
del exilio republicano sufrieron ese mismo trance de escapar a quemarropa de
una guerra, formaron parte del devenir de la vida cotidiana defeña, mantuvieron
el pulso de la palabra frente al vacío absoluto proveniente del dolor arrojado
a las cunetas, del campo de concentración, del patíbulo y el hambre, esa mala
muerte que asola únicamente a medias. Si ya es imposible volver al pasado para
interrogar cara a cara al poeta sobre su exilio, aún el testimonio directo de
otros refugiados como Xhevdet Bajraj en México, como el poeta iraquí Abdul Hadi
Sadoun en Madrid a quien tanto debo y de quien aprendí el valor inconmensurable
de la amistad -ternura hacia el prójimo y hacia uno mismo para con los demás- nos
brindan ambos un mínimo atisbo del peso del drama humano que ha perdurado desde
tiempos inmemoriales en la condición de los exiliados, tan parecidos por cierto
al propio paradigma del escritor en su momento de aislamiento necesario, siguiendo
las palabras de Philippe Ollé-Laprune en una publicación de la Casa Refugio
Citlaltépetl del año 2000, donde se habla de otros exiliados del ayer como Paul
Celan, visitados por igual entre sus libros, desde sus poemas, en el eco de su
voz.
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Hace tiempo que las agencias de noticias dieron
cuenta a los cuatro puntos cardinales del fallecimiento del escritor Juan
Goytisolo en Marrakech: irrupción nefasta del obituario, de la nota
necrológica, de la negra muerte en este instante crucial de tanteo
rememorativo, la escritura de una conferencia que deviene cita tardía con un
pasado que se hace presente inmediato, sucesivo, correlativo. Y también
reciente, de hace apenas unos años, la muerte de Juan Chamizo, pintor en el
exilio, caballete en penumbras que será rememorado, más pronto que tarde, igual
que la silueta de Machado, para siempre eterna entre las sombras y las luces de
Collioure.
Goytisolo lo dijo en una entrevista con
la claridad rotunda del viejo lobo de mar, del viajero trotamundos, del
reportero de guerra: la patria del
escritor exiliado es el lenguaje. Fue Goytisolo en su decisión de radicar
en Marrakech y hacer de la Medina su centro vital un autor de firmamento
propio, exiliado del franquismo hizo de su narrativa un ejercicio radical de
ciudadanía. Oposición pura, íntegra, implacable en cada punto y coma de sus
libros frente al régimen autoritario y la desmemoria generalizada sobrevenida con
los Borbones. De su testimonio en la guerra de Sarajevo dejó dicho que solo la literatura puede dar cuenta de ella.
El escritor hace del tintero un remanso
de esperanza ante la imposibilidad de transmitir la totalidad del dolor, el
lamento ancestral, la pérdida de humanidad en las crónicas del acontecer
histórico. Habitante de los sures, enamorado del desierto y de los desposeídos
de la tierra, Goytisolo dio cuenta de la herencia árabe en la cultura
universal, escogió su paisaje íntimo para revivir las historias no contadas,
hizo del exilio un paradigma existencial, arte del vivir errante.
Tras su entierro en una tumba de Larache
rodeada de amigos -exilio definitivo del cuerpo que habitó- queda ahora el
vestigio enamorante de sus títulos a todos los idiomas, de su voz única y
necesaria, su mirada doliente que nunca jamás olvidó la muerte de la madre bajo
las bombas fascistas sobre Barcelona. Aquel martirio que inició la genealogía
expiatoria de sus libros es dolor común que universaliza la pérdida de la madre
y que no cesa, casi hasta se multiplica por mil, ya bajo tierra.
6
LA
TUMBA DE CERNUDA
Si en silencio andaba el poeta
pregón al viento su ceniza
mística inconforme del azar
en la huella sevillana del aedo
su geografía del último aliento
tiñe de relámpagos interiores
cada atardecer de coyoacán
campanario del olear arriba:
alevosía de los versos inéditos
la urgencia abajo de un silbato:
videncia muda del destierro
como un viaje perpetuo en bajamar
también este exilio no será derrota
desde la ventana más oscura
el poeta erige su mentón
asienta candores a la pipa
alrededor un sol de media luna
tras el rojo zeppelín de los deseos
es aquí: la tumba de cernuda
(Samir
Delgado, inédito)
En el libro del también sevillano Antonio
Rivero Taravillo acerca de los años de exilio de Cernuda (1938-1963) hay un
álbum de fotografías de archivo en las que puede seguirse el itinerario vital
del poeta, a caballo entre Ciudad de México y Estados Unidos, unas veces como
profesor en universidades californianas y otras como paseante de los cines y
parques de Coyoacán, fugitivo de los cenáculos dominantes y amigo de sus
amigos. De su relación con Octavio Paz y otros poetas mexicanos se extrae la
médula de un vínculo fraterno que asentó las políticas del presidente Lázaro
Cárdenas cuando la hora punta del exilio hizo de las fronteras un dilema
humanitario. Cernuda posa con pipa, sonríe a la posteridad en una playa de
Acapulco, ángel de alas rotas, malhumorado las más veces, vivió bajo estos
cielos una vida doblemente exiliada: del origen y del destino.
7
Como en todas las historias malditas de
la guerra, hubo poetas que sobrevivieron a la crueldad emboscada, lejos de la
gloria homérica de la caída en combate y de los laureles eternos, pudieron
cruzar las aguas del Atlántico como misioneros del ocaso de una vieja Europa
claudicante. Y hubo también otros muchos que sucumbieron en una derrota
temprana, intempestiva, sin apenas tiempo para gritar al infinito su paradero
como víctimas del enemigo. Si los poetas del exilio lograron embarcarse en odiseas
como la del Sinaia, llegando a Veracruz bajo el cuidado fraterno de una
república hermana, hubo otros más que fueron duelo inminente, lamento preterido
hacia los confines de la memoria colectiva.
Es la contrahistoria del exilio, la otra
orilla del clamor silenciado, el testimonio doliente de poetas como Antonio
Machado, Miguel Hernández y Federico García Lorca cuyos fenecimientos fueron
noticia acuchillada. Otros poetas tuvieron el mismo sino, la predestinación fatal
de padecer en carne propia la experiencia del odio y de la opresión. Es el
claro ejemplo, mayormente desconocido fuera de las Islas Canarias, del joven
poeta Domingo López Torres (1910-1937), delfín insulario del surrealismo
internacional, amigo personal de André Breton y pupilo del ensayismo
revolucionario que formó parte de la Revista Gaceta de Arte, máxima expresión
de la vanguardia republicana con autores de la talla de Eduardo Westerdahl en
primera línea.
Apenas iniciado el golpe militar del
General Franco un 18 de julio de 1936 desde su alcoba de Capitanía en Santa
Cruz de Tenerife, el poeta López Torres sufre cárcel inmediata en el primer campo
de concentración del Generalísimo conocido como “Fyffes”, un antiguo
empaquetado de frutas de firma británica que se convierte en presidio fatal y
donde el poeta escribe sus últimos versos antes de ser ahogado en el fondo del
atlántico dentro de un saco de patatas: qué
profundo correr por mares de silencio.
Un crimen impune, barbarie atroz que ya
desde la génesis de la dictadura imprimió el rostro amordazado de un poeta
sobre cielos de sangre y mares de infortunio. Y no finaliza aquí el recorrido
nominal de los otros poetas del exilio en la profundidad abisal y el perpetuo
camposanto. Se sabe por las crónicas, los partes de baja en combate y presidio
a manos del enemigo, que muchos represaliados en la guerra civil fueron poetas
brigadistas de otras latitudes. En libros antológicos como el clásico de Bernd
Dietz, Un país donde lucía el sol,
publicado en Hiperión en 1981, o el de Alberto Girri, Poesía inglesa de la guerra española, ya aparecido en 1947, puede
recontarse en ellos un número diáfano de poetas en lengua inglesa que echaron
sus versos al viento antes de sucumbir por las balas fascistas.
Es más, de un memorándum necesario para rescatar
todas aquellas voces, puede advertirse para colofón tardío de los poetas
comprometidos que mantienen su antorcha desde un pasado jamás clausurado, uno
de los grandes autores de la vanguardia hispanoamericana, el peruano César
Vallejo, quien dio cuenta de su fatídica experiencia en los poemas de España aparta de mí este cáliz,
alcanzando su aliento hasta un día de abril de 1938 bajo el presentido París
con tarde de aguacero.
Él, vate inmortal, compartió con otros
muchos poetas más tarde exiliados de sus repúblicas de origen la mítica parada
de tren en Minglanilla, pago de la provincia de Cuenca, en Castilla-La Mancha,
durante el itinerario fatídico Valencia-Madrid de julio de 1937 en el que los
escritores antifascistas participaban en la celebración de un congreso
internacional por la cultura. Muertos de hambre, poetas cariacontecidos, allí
el drama de la guerra se dejó ver a plena luz. Y gracias a confesiones como la
del cubano Alejo Carpentier, en compañía de Pablo Neruda, Nicolás Guillén,
Octavio Paz y tantos otros, se sabe que mujeres extremeñas dieron de comer de
la nada a los poetas en una prueba de fraternidad común que ha pasado
tristemente a los anales silenciados de la guerra civil española, la que mató a
Lorca, de la que huyó Alberti, la que se llevó para siempre consigo la mirada
agónica de César Vallejo y al joven poeta de Tenerife, una de las islas
desafortunadas, donde por cierto quedó sepultada bajo tierra la cinta de Luis
Buñuel, La edad de oro, en un juego
al escondite de a vida o muerte que da cuenta del pánico atroz, de la
persecución y el martirio al que era sometida toda expresión artística, la
poesía toda, el don humano más genuino, latido esencial de las utopías.
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El pincel
también tuvo que seguir el camino del exilio de los poetas: es el caso de Ramón
Gaya, embarcado en el Sinaia. En su casa de Murcia observé mis primeras
imágenes de Chapultepec antes de que el parque defeño formara parte de mi
paisaje cotidiano predilecto en México, sus verdes, el colofón del azul, arboledas
en domingo. Con el poeta y artista me sucedió igual que con otras obras de arte:
una vez asumida su verdad como propia –alétheia
de los griegos- donación del color, del sentido interiorizado del óleo para
uno mismo, al través del deleite contemplativo, -sosiego del instante- el
parque como tal se parecerá al cuadro, y no al revés. Este fenómeno de
donación, transfusión estética, del cuadro a la realidad, sugiere un valor
trascendental a la imagen, esbozo primordial para asumir una poética de la
visibilidad, que en plena sociedad de la saturación, la velocidad y el
predominio de lo informativo, me interesa como proyecto vital de escritura.
Admiro la obra de Ramón Gaya desde entonces con una atención in crescendo, el murciano fallecido en
2005 es autor de poemas y ensayos sobre arte de una hondura iluminante. En uno
de sus diarios muestra reticencia malhumorada por abandonar París sin ver su
primavera, aquejado de haber vivido trece años sin estaciones en México DF. Y cuenta,
ya de regreso en otro junio como el nuestro de ahora, a mediados del 50:
Llegada a México.
Atontamiento y cansancio. Una cierta alegría. Sensación de ceguera. Algunos
buenos amigos han venido a recibirme. Un cielo espléndido, de una belleza
desmesurada. Todo parece asentado en su lugar. No, no falta nada, o casi nada.
Falto... yo. Veremos cuándo llego.
Ramón
Gaya formó parte de la experiencia republicana de las misiones pedagógicas y en
concreto del Museo circulante, en el que copias de obras de arte del Museo del
Prado- las mismas obras salvadas por Alberti y María Teresa León bajo los
bombardeos sobre Madrid- eran divulgadas en los pueblos más recónditos como
fórmula de la renovación educativa del momento. Y también en las trincheras del
frente, lugar donde la poesía de Miguel Hernández redoblaba los ánimos del
combate. El pintor poeta, exiliado en México también, representa una figura
crucial, vivificadora de la del del huerto -a diferencia de la huerta- como un
espacio de cultura, exponente del intelectual español honesto y comprometido,
cuya trayectoria artística y vivencial caminaba con el peso sobre los hombros
de la historia fatídica de una república acribillada, plantado frente a un
cuadro de Tiziano, de un atardecer en Italia:
Es magnífico y al mismo tiempo desesperante que, después de varios
siglos, las cosas sigan ahí, completamente inéditas, desconocidas, intactas.
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En palabras de Enrique López Aguilar,
presentador en 1990 de una antología poética de Pedro Garfias publicada
anteriormente en su primera edición de 1970 -tres años después de la muerte del
poeta exiliado en Monterrey- hay una asociación
entre el desarrollo poético y un proceso histórico crítico que ha sido
constante en España. Las generaciones del 98 y del 27 caminaron juntas en
su plasmación cosmovisional junto a las vicisitudes de la época vivida, una
dialéctica intrínseca que hace de los poetas auténticos voceros de sus tiempos,
anticipadores de las nuevas tendencias y correa de transmisión identitaria
capaz de expresar tanto la novedad, como el dolor y lo bello, incluyéndose
finalmente el exilio como símbolo exponente de un estado del alma en el bando
perdedor, de la nostalgia y la soledad, considerando el diagnóstico de Octavio
Paz en el estatus propio del yo de la modernidad.
El poeta salmantino, nacido en 1901, representa
al cantor que logra el Premio Nacional de Literatura en 1938, se bate en las
trincheras del verbo como comisario político republicano y escribe como uno de
los primeros refugiados en Inglaterra su Poema
bucólico con intermedios de llanto, la Primavera
en Eaton Hastings donde descifra la preconización de una soledad
invertebrada, dando al viento sus velas
indefensas:
Aunque el silencio cruja
y se despierte el cisne
-que es propiedad del Rey-
y quiebre aleteando
las aguas impasibles:
aunque las aguas corran
a golpear la orilla con
sus tiernos nudillos
y el rumor se propague
por el bosque curioso
y llegue a despertar la
brisa que dormía
tras la colina curva;
aunque la brisa vuele
a sacudir los prados y
pulsar las ventanas
aunque el temblor sonoro
se extienda a las estrellas
y perturbe un momento su
formación tranquila
mientras duerme
Inglaterra, yo he de seguir gritando
mi llanto de becerro que
ha perdido a su madre.
Y de su epitafio a Antonio Machado, el
susurro postrero, doliente y aún esperanzado al poeta que sucumbe en Colliure: qué cerca de tu tierra te has sabido quedar…
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Max Aub en su diario del 1 de enero de
1945- año del final de la 2º guerra mundial y de la esperanza de una intervención
aliada contra el régimen de Franco- recuenta el conglomerado de estadías y
sucesos que han configurado su exilio mexicano, punto por punto, a telón
subido, excelencia dramatúrgica:
Las vueltas que da el mundo
I. Port Bou, febrero 39.
II. Argelès.
III. París. La división Jare-Negrín.
IV. El pacto germano-soviético.
V. Las detenciones. La
prefectura.
VI. Roland Garros.
VII. El viaje. Vernet.
VIII. Marsella. La cárcel.
IX. Viaje, Argel, viaje.
X. Djelfa.
XI. Uxda.
XII. Casablanca.
XIII. El embarque. Bermudas.
Veracruz.
La entrevisión del sí mismo entre los
números romanos, a carne viva entre la madeja cronológica de la fatalidad, fija
las coordenadas propias como factor de autoconciencia decidida, resolutiva,
clarividente, que despeja a través de su estar-ahí el aturdimiento nebuloso de
una angustia íntima que aparece impuesta como sobredosis natural de la vida
misma, si bien la condición de exiliado contiene una autodeterminación del yo
que se sabe instaurado entre el juego de fuerzas del poder. Es el diario de Aub,
a duras penas, una expresión de la biopolítica esencial que constituye el
desenlace de las vidas por una guerra civil que antecederá para siempre a todos
los futuros imperfectos.
Él mismo como autor de teatro y
novelista, artífice de la existencia de Jusep Torres Campalans, supo a ciencia
cierta de sus antecedentes penales que le supondrían la cárcel y el exilio:
2 de agosto (1945)
¡Qué daño no me ha
hecho, en nuestro mundo cerrado, el no ser de ninguna parte! El llamarme como
me llamo, con nombre y apellido que lo mismo pueden ser de un país que de otro…
En estas horas de nacionalismo cerrado el haber nacido en París, y ser español,
tener padre español nacido en Alemania, madre parisina, pero de origen también
alemán, pero de apellido eslavo, y hablar con ese acento francés que desgarra
mi castellano, ¡qué daño no me ha hecho! El agnosticismo de mis
padres-librepensadores- en un país católico como España, o su prosapia judía,
en un país antisemita como Francia, ¡qué disgustos, qué humillaciones no me ha
acarreado! ¡Qué vergüenza! Algo de mi fuerza-de mis fuerzas- he sacado para
luchar contra tanta ignominia.
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Habla León Felipe en su libro Ganarás la luz, México 1942, de la
futura poesía prometeica de la llama.
Los sueños, los mitos y los pasos del hombre sobre la Tierra
se llaman y se buscan en la sangre y en el cielo hasta encontrarse en una
correspondencia poética, como el tintineo luminoso y musical de los versos
antiguos que se besaron y fundieron para siempre en los poemas ilustres.
Lo que fue
ayer un toro ya no es más que una constelación.
No lloro
por mi patria perdida. Todo se traslada y se levanta. La metáfora se mueve y
asciende por una escala de luz.
(…) Y
hay voces de tragedias antiguas que me
siguen para que yo las defina con mi sangre, porque sólo con la sangre podemos
hablar de los que vertieron la suya por nosotros, antes de que nosotros
diésemos la nuestra por los que han de venir.
El mismo
poeta clama más adelante, ya entre México y Bogotá, alrededor de 1946, que Hay
dos Españas, ajuste de cuentas definitivo, palabra reveladora del estado del
alma de poeta en el exilio:
Hay dos Españas: la del soldado y la del poeta. La de la
espada fraticida y la de la canción vagabunda. Hay dos Españas y una sola
canción. Y ésta es la canción del poeta vagabundo:
Franco, tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo
y la pistola.
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo y me dejas desnudo
y errante
por el mundo…
Mas yo te dejo mudo…¡mudo!
y ¿cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?
12
Yo que provengo de unas islas atlánticas
que han sido lugar de visita para otras culturas, plataforma flotante del
hábitat terrestre, volcán del idilio del ser humano con la naturaleza, he
tenido ocasión de habitar muy de cerca y ser a la vez conciudadano del mismo
aire que otro de los muchos escritores exiliados del siglo XX: José Saramago.
El Premio Nobel portugués también desertó toda la vida de una dictadura fatal
que se volvió democracia y libre mercado de un país que fue imperio y ha
quedado a merced de las políticas de ajuste de una Unión Europea mal gobernada
bajo el influjo diario del capitalismo neoliberal.
El escritor luso vivió en Lanzarote, isla
para náufragos de toda mitología, habitó el atlántico con pulso comprometido,
sabedor de la condición ética que constituye la voz del novelista. Ateo,
arremetió contra las jerarquías de la fe y denunció entre sus páginas la
ceguera imperante. Como exiliado, amó en sus diarios la balsa de piedra
volcánica que fue casa para el amor y la creación.
Él, Saramago, cultivó también la poesía,
se solidarizó con Palestina y mantuvo a raya la enfermedad del mercantilismo y
el encumbramiento egolátrico de otros escribanos del nuevo orden mundial
premiados por la academia sueca, antítesis de Mario Vargas Llosa. Visto como
ciudadano desde la lejanía de su sombra en la isla, Saramago no fue ningún
turista del deterioro global y su legado constituye un acervo imperecedero para
la cultura portuguesa de todos los tiempos y el progresismo a nivel mundial.
Imagino siempre a Saramago en la isla
como el escritor exiliado que justamente invierte el papel fatídico del
ostracismo en una reconciliación total con el destino propio, vivamente
disfrutado hasta el último hálito de vida. Al igual que Eugenio Granell, el
poeta y artista surrealista gallego, militante del POUM, amigo de Breton y
exiliado en Puerto Rico, que en su bello libro -casi reliquia- titulado “Isla
cofre mítico” de 1951, aseveraba que el magnetismo del más allá caribeño atrajo
al otro triángulo de islas que fueron las carabelas de Colón en el Nuevo Mundo.
Del ejemplo de Saramago, los poetas del
exilio republicano español se comprenden mejor y están igual de cerca, más aún
desde una nueva óptica diferente, diríase a posteriori, transformadora: la
huella de León Felipe, Cernuda y Garfias, Max Aub, Emilio Prados o Ramón Gaya,
y ellas también: Ernestina de Champourcin, poeta, Remedios Varo, pintora, Luisa
Carnés, novelista, aparecen todas como auténticos bastiones de la resistencia
vital que mantienen la llama de la esperanza del sueño imperecedero de un mundo
mejor.
Y es que la hispanidad como supo ver
Martí reluce sus mejores galas en el éxtasis de las diferencias, el idioma
hablado en acentos distintos hace más grande su amplitud humana. Y los poetas
del exilio hablan la lengua del desamparo que clama por una justicia irredenta y
cuyo porvenir se escribe indefectiblemente con la fuerza emancipatoria de lo utópico
viable.
Saramago, otro náufrago también, en la
isla del centro del mundo, exiliado, a
saudade.
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Otro exiliado, poeta, escritor de fama
tardía en el acontecer del panorama contemporáneo, el chileno Roberto Bolaño,
dice en boca de sus detectives salvajes, en pleno México DF de su juventud: Pero la poesía (la verdadera poesía es así:
se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen
presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito). Amigo
para siempre de los poetas infrarrealistas, la marginalidad de su experiencia
le condujo a ser testigo del vendaval de un país, México, a cuya capital
siempre recurrió para su imaginario novelístico, México como enclave universal
que supone para la creación literaria y artística un referente primordial,
magnético, total para los jóvenes que aspiran a construir su itinerario
poético.
Precisamente,
en la adaptación cinematográfica de la pieza teatral de Fernando Fernán Gómez, Las
bicicletas son para el verano (1984), una más de las películas para todos
los públicos de temática guerracivilista que recuenta el drama agónico de la II
República, el papel de Gabino Diego da cuenta de aquel joven estudiante de
Física cuya mayor aspiración fue la de ser escritor, como el padre soñaba con
ser el Máximo Gorki de sus días. Nunca llegó a tener el joven su bicicleta y
tampoco llegaría a ser el escritor pretendido. Ese desarme del intelecto, de la
capacidad necesaria para la fabulación de todo individuo en su formación
integral, fue otro de los exilios padecidos en la literatura española, la de la
propia poesía de un tiempo dictatorial que aniquiló la Teoría del duende de
Lorca con una autarquía insoportable, ultrarreligiosa y conservadora, capaz de
volver extraño al propio Quijote en su delirio de posguerra.
¿Qué lugar ocupan los poetas del exilio en
las postrimerías del realismo del canario Galdós, quien nunca sospechó para sus
Episodios Nacionales los malos tiempos para la lírica que sobrevendrían
apenas 15 años después de su muerte? ¿qué papel desempeñaron -si lo hubo- para la
cuenta atrás del boom latinoamericano, siendo el poeta exiliado de la dictadura
aquel otro extranjero que reconstituye la narrativa de la alteridad para la
eclosión del nuevo sí-mismo en Nuestra América?
Tras la pista de otros poetas del exilio,
tal vez los menos conocidos que están ahí para ser desocultados de la maraña y
el peor de los olvidos, cito como ejemplo paradigmático a los catalanes Pascual
Buxó y Agustí Bartra, siendo aquellos otros jóvenes que cruzaron el atlántico
para más tarde despuntar como autores mexicanizados los poetas Tomás Segovia y
el propio Gerardo Déniz. Al hilo de la remembranza de los poetas del exilio resurge
mientras leo sus poemas una voz náhuatl, que se pronuncia nepantla, y quiere decir “en medio”, un denominador común que además
da nombre a un lugar donde vivió Sor Juan Inés de la Cruz.
Los de en medio, habitantes a caballo del
verso entre dos orillas, los poetas del exilio, al igual que los brigadistas anónimos
del Batallón Hans Beimler, disueltos entre el marasmo de la derrota política y
la eternidad de su ejemplo.
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Hay una fotografía de Ghassan Kanafani,
escritor palestino, en la que aparece escribiendo -al fondo de la imagen-
mientras su hijo es alimentado por la madre en primer plano. El atentado con
coche bomba en Beirut que acabó con su vida en julio de 1972 tiene un
parentesco simbólico con los poetas del exilio cuyas vidas anteriores a la
guerra fueron demolidas por el efecto perverso de la violencia desatada.
Precisamente Kanafani desarrolló en su
obra literaria una modalidad de narración que aspira a ser corpus constituyente
de la historia de un pueblo como el palestino, que ha sido en el último medio
siglo la otra víctima del holocausto, exiliado en su propia tierra, la
fotografía de Kanafani es la del exilio interior del escritor vuelto mártir.
Por otro lado, Günter Grass, Premio Nobel
de Literatura, dio cuenta en su autobiografía de que Auschwitz era la última
oportunidad de su pertenencia a Alemania. Más allá de la poesía imposible de
escribirse después de los campos de concentración, esta consideración ética de
asumir en sus propias carnes el desenlace fatal de una historia criminal que
condujo al exterminio de millones de seres humanos, hace que de igual modo la
cuestión del exilio republicano español y la memoria de los desaparecidos y de
los fusilados y de los refugiados del franquismo y de todas las dictaduras que
padecieron en carne propia tantos poetas y artistas, sea a la postre un
detonante ético crucial que tras la transición democrática interpela a las
nuevas generaciones para asumir un legado, las voces de quienes mantuvieron en
vida el testimonio y la proyección de unos ideales que fueron la libertad de
expresión, el laicismo, la justicia social y la solidaridad humana, valores de
progreso que conservan su absoluta vigencia.
Quimera del vórtice, matriz
cosmovisional, epigramas de toda luz: los poetas del exilio son nubes de un
mañana del ayer que insufla vida sobre la muerte, aire frente al vacío. Y en
México plantaron el asombro, el delirio y la perplejidad feliz contra los
regímenes de la letra muerta, del negro póstumo, de los malos gobiernos sobre
tantas vidas silenciadas.
Son nubes, los poetas, exiliados también
de la muerte para sostén futuro de las memorias colectivas.
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En el libro "Oiseaux /Pájaros" de Saint-John Perse, otro poeta de los exilios, cantor de la vida rememorada de la infancia y la naturaleza perdida en el acontecer irreversible del tiempo-mercancía global, hay un feliz hallazgo que vale como despedida, síntesis en paralelo, universalidad del vuelo. Su digresión acerca de los pájaros, en diálogo abierto con dibujos de Braque, tiene una cercanía, señal a la vista, aproximación a la imagen, sobre los poetas del exilio, el pájaro y el poeta que vuelan, migración de las almas, materia en vilo, energeia.
Ya no son grullas de Camarga, ni gaviotas de las
costas normandas o de Cornuille, garzas reales de África o de la Isla de
Francia, milanos de Córcega o de Vaucluse, ni palomas torcaces de las cañadas
de los Pirineos; sino pájaros todos de la misma fauna y de la misma vocación,
pertenecientes a una casta nueva y a un antiguo linaje
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Hay
en todos los poemas del mundo una vocación de continuidad. Las palabras se
parecen al hielo que necesita un tiempo necesario para adquirir su forma perfecta.
Cada hielo como el poema tiene una eternidad propia que perdura para ser como
el agua de la memoria en el regazo del tiempo. Otros poetas han visitado Soria
en los últimos años para releer a Machado y habitar sus espacios vividos. En
mayo de 2014 el poeta iraní Mohsen Emadi, exiliado se preguntaba a sí mismo en
unas notas de su blog por la ciudad de Machado y la melancolía amarga de
aquellas tierras donde el campo sueña. Haciendo recuento de sus estancias en lo
alto del Moncayo, Praga y Bratislava, el iraní se pregunta ¿dónde está Soria? Y
vuelve al poema la ascensión del amigo José María Palacio, la anábasis de una
tarde azul vuelve a la memoria del escritor como un triángulo perfecto que
cierra sus ángulos iguales en torno a la ausencia de la ciudad y del poeta. El
hombre de lengua persa que también escribe en español enciende una hoguera y toma té en la soledad
de las cumbres de Alborz, suspendido el tiempo. Su mirada tocaba la escultura
de un espacio que permanecerá como un hielo redondo y perfecto en la levedad
que transcurre entre los blancos de la conciencia y el sueño. El poeta iraní
Mohsen Emadi que visitó Soria tras la huella de Machado invoca a las sombras en
su cuaderno virtual:
“No hay dos personas
que puedan atravesarse una a otra
pero dos sombras se traspasan fácilmente
por eso habitan el mundo de la absoluta
soledad”
S.D, Soria, 2021
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