Conferencia
Casa de Colón. Ciclo
“Miradas a la Colección”
A Lázaro Santana
París, julio de 2022. A medianoche en un hostel parisino
todavía hay transeúntes de cualquier nacionalidad que regresan de su maratón
viajera. Tras una visita intensa a la famosa sala Denon que atesora La Gioconda — yo fotografié a quienes fotografiaban—la
mente es capaz de retener un sinfín de instantes que dan cuerpo a un memorial
íntimo del Louvre: aquel cuadro de un atardecer de Turner, escenas mitológicas por
doquier, la muerte de Marat vista por un grupo de japoneses con autoguía.
Sobre la mesa de mi
habitación estaba la cámara fotográfica en recarga, un revuelo de papeles y notas,
junto al libro del crítico de arte Juan de la Encina, titulado “El paisaje moderno” del año 39, editado
en Morelia y que ha regresado conmigo a la orilla europea, tal vez como uno de
los primeros ejemplares, otro grano de arena para la memoria del exilio
republicano. Antes de apagar la luz, subrayo la referencia del bilbaíno sobre
la idea de que el sentimiento de la naturaleza no era algo exclusivo de la
modernidad, sino que más bien “gozaba de
milenios”.
Es extraño y
sorprendente el azar cuando el interés por un tema se convierte en protagonista
incipiente de los días. Mi visita a París, cámara en mano, había sido pergeñada
como una cata a la luz y al tiovivo de sus museos, a la manera de remesa ocular
que dotaría a la experiencia de un cúmulo de sensaciones y perspectivas de
enorme potencialidad para la escritura, siguiendo de cerca aquella tentativa de
agotamiento de lugares parisinos de Perec. Yo quería cifrar cada minuto —a
través del objetivo —y también hacia el adentro de la memoria y de la
intuición. Allí estaba yo recién llegado de México con la vocación de recorrer
en tres días todos los momentos posibles de París, la ciudad que habitó durante
cuarenta años Nicolás Estévanez, el poeta del almendro por quien he sentido una
predilección de reconocimiento desde hace décadas—por no decir lo que llevamos de siglo— ya que su casona
lagunera, aún cerrada a cal y canto, representa otro de esos espacios
conmemorativos que se han extraviado en el devenir de la cultura insular,
menoscabando el tiempo ciudadano que dota a las culturas de una tradición y de
sus vanguardias.
Con más de una década
viniendo al continente americano, tan cerca de ciudades otras que bebieron en su génesis del mismo trazado urbano y del
mismo pulso protagónico que los enclaves de Vegueta y La Laguna—las dos
capitales del oriente y del occidente canario—debo confesar que la existencia
en mi isla natal de un lugar como la Casa de Colón supone un aldabonazo
perfecto para seguir reivindicando la identidad atlántica y la idea padorniana
del solar para el nomadeo y los extravíos del sentido. Y es que en los museos
de las islas, especialmente donde el coleccionismo ha sido decisivo para
ahondar en las huellas y en las cifras del acontecer cultural del archipiélago,
hay también una predestinación esencial para convertirse en lugares de
ciudadanía, donde las ráfagas de conciencia sobre el valor ético de la belleza
garantizan una breve pausa de cultura, de sosiego democrático, frente a los
dogmas del consumo y la velocidad escalofriante de la vida posmoderna.
En París era
medianoche cerrada y la puerta de la habitación se abre para turbar el descanso
bajo los protocolos del checkin de nuevos huéspedes. Mi compañero de litera se
presenta como Lorenzo, de Nápoles. El
joven turista no tarda en acomodar sus enseres y adentrarse en el sueño. A la
mañana siguiente había desaparecido y nos volveríamos a encontrar siempre a
deshoras. Un día, por fin, desayunamos juntos, tras los comentarios habituales
sobre procedencias y quehaceres, enseguida le interrogo sobre Capri, interesado
por conocer el testimonio de un habitante napolitano de nuestros días sobre la
isla mediterránea. En las islas, a pesar de los más de quince millones de
turistas anuales, no se dan con normalidad las conversaciones de tipo cultural,
de ahí la importancia de los museos y de los lugares del arte y la literatura,
difundir nuestro acervo y la actualidad creativa de las islas es un modo de
diálogo con lo contemporáneo, una forma de resistencia para que no todo se
difumine entre el stock de souvenirs.
Los viajeros de antaño, desde el propio Colón, escribían su estadía desde una
mirada nueva, aportando al horizonte insular su voz dialogante, durante siglos
ha venido sucediendo esta experiencia decisiva para entender el ir y venir de
la identidad de Canarias. Botas Ghirlanda, en sus años últimos, hizo de la pluma
su consuelo, dando noticias de sus andanzas por Europa y comentando la
actualidad de su mundo, muy de la época, con ironía y belleza. Escribir o
pintar es decirse, prueba esencial y testimonio de vida. Las culturas se
escriben y se pintan, el planeta es un gran atelier y una enorme biblioteca.
Mi amigo italiano me
cuenta que Capri está repleta de hoteles, que es bellisima, él como arquitecto debe conocer los impactos del turismo
en su país y en el resto de Europa, y enseguida alude en la confianza de la
plática a su abuelo pintor, Salvatore Goglia, que fue artista postimpresionista
y en la casona familiar alberga toda la colección de sus cuadros, él tuvo
premiaciones en vida —reitera Lorenzo con orgullo— y hay algunos paisajes de
Capri, me dice haciendo hincapié, ante mi insistente interrogatorio sobre la
isla y la alusión a mi conferencia de la Casa de Colón —la de esta hora precisa,
en que los momentos parisinos se vuelven de nuevo nítidos y a la mano—.
El tiempo de una
vida no da para mucho, sin embargo sucede que a través de la escritura y por
medio de la dedicación a la crítica del arte, puede tenerse un mayor trato con
cierta temporalidad que va más allá del imperio del minutero digital. Pienso que estando aquí, tan cerca de los
aledaños de la Catedral de Santa Ana, en el reducto antiquísimo de la vida de
otro de mis personajes preferidos de la historia insular, el poeta Bartolomé
Cairasco de Figueroa, que hablaba italiano y guanche, traductor de Torcuatto
Tasso en 1600, se puede entender con cierto grado de verdad la porosidad de la
atmósfera de toda cultura para el entendimiento del devenir de los siglos. Es
lo que tiene París esencialmente —perplejidad y asombro— y toda isla.
Volviendo a la habitación de aquella mañana
parisina, caí en la cuenta de un comentario fugaz en las postrimerías del
tercer café con mi amigo Lorenzo, El Napolitano, sobre una cicatriz insalvable
que hay en las islas y en la vida de sus artistas: Millares, Oramas, Botas
Ghirlanda. No sé por qué razón —si la hay— suceden esta suerte de coincidencias
que nos llevan a encontrar un hilo de Ariadna en medio del caos y de la inercia.
La idea que me ronda, desde entonces, versa sobre la fatalidad y la tragedia de
los artistas insulares, cuya universalidad no solamente procede de sus
temperamentos y de la trascendencia de sus obras, sino también de sus muertes,
el desastre acumulado de muchas biografías de creadores canarios, cuyo
desenlace final ha estado marcado por la enfermedad y hasta el martirio: el
tumor cerebral de Millares, la tuberculosis de Oramas y de Botas, el suicidio
de Domínguez, los accidentes de tráfico de César Manrique, de Juan Hernández o
Cándido Camacho.
Esta certeza de una
necrología plural de los creadores insulares, que sobrepasa por su gravedad la
cifra de lo anecdótico, me ha llevado a razonar una teoría sobre la conquista
de los colores. Tal vez, la roca de Capri, de Botas Ghirlanda, por la cual he
venido aquí, en el marco del ciclo “Miradas a la Colección”, sea el detonante
empírico que justifique y de validez a una intuición inicial que se ha ido
transformando en certeza y en desvelo. Desde aquel silencio nacido entre los
dos huéspedes del Auberge de Jeunesse
que se despidieron juntos de París, he vuelto a aquella conversación que abundó
en la promesa de conocer algún día las pinturas del abuelo Salvatore Goglia —obras
de toda una vida en la que los árboles, el agua, la luz del sol configuran un
mundo aparte, el de la realidad interior que también es visible y tiene verdad—
las imágenes que hace apenas unas horas he recibido en mi correo electrónico
directamente desde Nápoles, y que han supuesto una alegría especial que deseo
compartir al momento de hablar sobre la pintura “Capri” que Juan Botas Ghirlanda realizó en 1910.
Aquel fue un año
decisivo para el artista tinerfeño que debió volver a las islas tras su
estancia como copista en El Prado de Madrid. Esta roca mediterránea —naranja de
la mar—la he observado multitud de veces este verano, se ha convertido en una
especie de talismán evocativo, en un salvoconducto a otra dimensión, con sus
azules dorados y verdes, líquenes del limbo de todo mediodía solar. Es un paisaje
insular que hace suyo el proceso de evolución de la propia idea del paisaje
—siguiendo a Alain Roger— cuyo origen será universalmente humano y artístico. Lo
diré desde el comienzo: el cuadro “Capri”
hace buscar en la costa lo que está en el cuadro. Imanta su fisonomía de
cadalso y de reliquia, la luz del cuadro proyecta hacia la mirada un resplandor
de aura salina, es el punto geodésico del lugar limítrofe entre la isla y el
mar, aterido de luz en la memoria del pintor y que a través de la pintura se
resuelve en brújula y dolmen ecológico. Sabemos, por la fabulosa biografía del
artista realizada en 1949 por Miguel Tarquís, y también por supuesto, por la
generosidad de la investigadora Pilar Carreño —autora de dos publicaciones
esenciales sobre Botas Ghirlanda, la primera de 1983 y la segunda ya de 2017 —que
el pintor tinerfeño encontró inspiración en el Golfo de Nápoles a través de una
pieza del francés Bremont, y que su propio óleo, destinado al Museo Municipal
de Santa Cruz de Tenerife —es antecesor de este “Capri” —pintado, tal vez, a la manera de
revancha íntima y de expresión doliente que pugna por seguir dando a la luz una
imagen, la de otros mares y otras islas que lleva consigo como única fe y es el
deseo de pervivencia.
Entre el golfo y la
roca, de 1905 a 1910, hay un impasse
de circunstancias vitales que pueden resultar decisivos para entender, o intuir
mejor, el vaivén espiritual del artista que durante buena parte de su vida
creativa estuvo marcada por la afección de salud y la dependencia pecuniaria de
pensiones o becas institucionales que al principio supusieron el despegue y el
ensueño, siendo más tarde el percance y la renuncia a continuar en la órbita
del artista insular que una vez pisado continente —como dijera Domingo Pérez
Minik —desenvuelve una energía vital extensiva y cosmopolita, que en muchos
momentos de nuestra historia archipelágica, ha sido palpable, véanse por
ejemplo dos paradigmas del color negro: Óscar Domínguez instaura la arena
volcánica de la playa en los entresueños del surrealismo, y el propio Millares
que entreteje desde la arpillera y el homúnculo — dentro del capítulo esencial
del Grupo El Paso en la historia del
arte español de posguerra y transición —la memoria del ultraje, el peso
irredento de los oprimidos y desheredados, la catacumba y el sarcófago. Ha sido
una constante, el viaje de los creadores insulares instituye una espiral de
referencias y de incursiones, de hábitats fecundos y permutables, que han
resultado favorecedoras de la aspiración de universalidad de las islas en el
mapamundi de toda actualidad.
Y de este punto y
aparte, sin perder de vista la pintura-sudario de Botas Ghirlanda, su donación
de luz y mito, vale la pena reiterar lo aludido hace unos instantes, y que
supone una visión panorámica esclarecedora sobre la historia cultural de las
islas. Hablaba yo de la conquista de los colores: de un lado, el imaginario
inventivo y fundacional de la creatividad literaria y artística, resultante en
un cosmos diáfano de interrelaciones y conglomerados de visión objetivada
—pinturas, poemas, novelas, cine — de la realidad y del mundo, en derredor de
las islas. Es el esperma negro de las
culturas que menciona el poeta griego Elytis, Premio Nobel de Literatura,
auténtico bastión para el riego de las imaginaciones y lo utópico, el cimiento
tangible de las transformaciones espirituales de toda época y latitud,
esquilmada mayormente en los procesos de socialización epocal, a través de la
escuela y de la televisión, de la fábrica y del shopping center, de la consola
y el android telefónico.
Y del otro lado, lo
que quise contar a mi amigo napolitano, en aquella mañana parisina, el poder de
la maquinaria del dinero, de la expoliación y la rentabilidad, la contienda
iniciática de la historia de los territorios insulares en el decurso de la
civilización, cuyo destino derivado hacia los paraísos artificiales ha estado
encadenado a la transferencia de monocultivos propiciados por la ratio
calculadora y el régimen especulativo de perpetuación que, a día de hoy, se
puede rastrear en vectores del colapso venidero como el ecocidio de los resorts
y la doble hegemonía del lenguaje publicitario sobre lo real y de las políticas
institucionales sobre lo necesario, las dos tenazas con que el capital—el orden
dominante de los intereses de la acumulación y el derroche — estructura la noosfera, lo que se
piensa, lo que se puede ver y sentir, inoculando la mentalidad universalizada
en las islas de la primacía instrumental del dinero, de que la supervivencia
social está marcada por el supuesto progreso del cemento y de las autopistas,
de las oficinas bancarias, de cadenas hoteleras, de los centros comerciales que
han monopolizado los pulsos de vida y de tránsito.
Y de nuevo surge la
convicción de que el arte, la poesía, la creación en las islas, bajo las
coordenadas de lo periférico y ultramarino — todo aquello que evoca y hace
sentir vivo— ha significado una verdadera bocanada de oxígeno, para mantener a
flote las identidades de una personalidad insular atlántica, que desde siempre,
ha tenido una temperatura universal, muy a pesar de la extrema trascendencia
que ha tenido el dolor y el sufrimiento para muchos artistas. Cuando se trata
de remontar la mirada hacia los aconteceres del pasado, de los flujos de
intermitencia que configuran las ideas estéticas en los intercambios culturales
entre individuos y naciones — y estar como ahora frente a un cuadro como
“Capri” — se
posibilita un paréntesis de reflexión y de pausa temporal que nos advierte de
la complejidad y del peso gravitacional de unas formas y de unos colores que
perduran y nos interpelan desde su condición de dispositivo rememorante —llevo
tiempo escribiendo sobre pintura por estas cosas, ya que me parece que es más
real un cuadro que la propia realidad, lo he dicho en multitud de ocasiones— en
tanto en cuanto la pintura proviene de sentidos y de verdades que están más
allá de la convención del status quo
que determina la legalidad de lo que se ve, y por eso los museos están llamador
a ser los nuevos templos de la vida que se conserva y que irradia la vida de
los colores y de los sueños.
Botas Ghirlanda,
precisamente —lo dijo con sus propias palabras su biógrafo Miguel Tarquís—mantuvo
toda su vida de pintor bajo la deriva de la enfermedad y de la búsqueda
incesante de una personalidad artística que, contextualmente, se encontraba en
el intervalo fascinante de la conformación de la modernidad, un pintor de dos
siglos y de una misma luz, que igual atravesaba el realismo de lo lumínico
naturalista de los charcos y de los jardines, que cierta combinación de
postimpresionismo y de simbolismo en sus paisajes y vistas, dando a la
posteridad el conjunto de su obra como una ventana al devenir, permeando a
través de sus colores un conducto de empatía, de susurros expectantes,
propiciadores de la conciencia de las fracturas del tiempo y de la segunda naturaleza que habita los cuadros, constituyendo ecosistemas
cromáticos que nos invitan a la contemplación, más aún, que nos incitan a saber
contemplar, a mirar de otro modo a como se miran las cosas, los objetos
mayoritarios de nuestra realidad que está regulados por el tiempo-mercancía,
por el precio de su materialidad intercambiable y adquisitiva, ese rango
imperativo de lo dinerario que ha devaluado todo el mundo exterior a
supermercado. Ver la pintura, ver desde la otredad que nos habilita el recinto
museístico, nos ayuda a encontrar el momento para que nos veamos a nosotros mismos
viendo, ese espejo crucial de todo yo
que precisa de una distancia rememorante para decirse poliéticamente, para constituirse en ciudadanía. Por cierto, hay un
alarmante índice de obras de Juan Botas en paradero desconocido, que nos
sugiere la idea de un mundo suspendido en el anonimato y que son las otras
pinturas que pueden llegar a ser vistas, sombras de otra luz que permanece y
tilila.
Mirando “Capri”, la roca marina de Botas
Ghirlanda, nos sugiere un recordatorio de la necesidad de mirar el mar y de
sentir el vértigo del planeta, yo he reconocido incluso en algunos de sus
cuadros un pretérito atisbo de abstracción, para nada consciente, si bien
existe en el cromatismo de sus empastes y óleo corrido una señal tardíamente
perceptible sobre los aconteceres inmediatos de las décadas que continuaron
tras su triste sepelio. La pintura de Botas vaticina la metafísica insular que
propicia la conciencia de la mirada a la belleza de la naturaleza que ya no
será, en el caso particular del mar, un elemento inhóspito e inabarcable de
avatares sinfín en la historia anterior de las islas, no solo la volcánica sino
también la del mar de las crónicas y del Nuevo Mundo. La roca de Capri es una
continuación deslumbrante de las series de Juan Botas inspiradas en los
rincones, barrancos y marinas de su isla natal, el hallazgo maduro de la
condición insular en el Mediterráneo, en Nápoles y Capri, que justifican y
atestiguan su búsqueda de personalidad, su mundo naciente. De hecho, el devenir
de la paleta del artista tuvo una triple concreción esbozada en el estudio de
Miguel Tarquis que se resumía básicamente en un sentimiento de armonía, la
intuición del color y la noción dialéctica de la luz y de la sombra.
Juan Botas pintó
ruinas, calas, charcos, horizontes y jardines. Son memorables sus paseos por
Aranjuez y por Pompeya, de sus obras telúrico-orográficas resuenan los Barrancos
del Drago y de Guayonje—de este enclave tinerfeño, muy arraigado a la figura
surrealista de Óscar Domínguez, provino uno de sus escritos más auténticos, el
de aquel solitario de 1915 que al final de su vida buscará “refugio en las cuevas del mar” —. Botas fue amigo de
los bosques, muy cercano a la filosofía de Francisco González Díaz, el apóstol
terorense del árbol. El pintor canario, fue otro “aislado” de la cultura
insular con vocación transfronteriza, siguiendo las consideraciones del crítico
Fernando Castro Borrego, quien en el prólogo de la primera monografía de Pilar
Carreño, avisaba sobre la “trágica
orfandad” de Botas, de Néstor y de Oramas, de nuevo esa intrahistoria del
dolor y de la muerte.
Nuestro artista tomó
no pocos Vapores Correos entre las islas y la costa española, en su cosmovisión
hay influencias asumidas de diversos pintores catalanes, desde aquel influjo
iniciático de Eliseu Meifrén en el barrio marinero de San Cristóbal y los ecos
de la Escuela de Olot, pasando por la estancia como pensionado en Roma, donde
acude al estudio de uno de los compañeros de Fortuny, hasta el momento crucial
de su creación versallesca donde los jardines como “tema” de las obras de
Santiago Rusiñol, resultan decisivos para su creatividad. Su condición de
pintor pensionado le facilitó una mirada diáfana, transterrada fugazmente, recorrida
por capitales de Europa en los momentos cruciales de su trayectoria, ya sea su
brevísimo viaje a Londres, donde contempló admirados óleos de artistas como
Frank Brangwyn, ya sea la etapa providencial de artista residente en Italia,
una Italia por cuyo patrimonio clama por escrito y ante las vicisitudes de la
guerra. Quise haberle preguntado a mi amigo napolitano, sobre su experiencia al
contemplar la roca de Capri de 1910. A mi parecer, esta pintura de Juan Botas contrae
para sí una dosis de verdad mayor, de sentido vital en extremo, con una carga
emocional que se distingue de otros paisajes y de otros motivos similares, es la
memoria en carne viva de su periplo europeo que había finalizado apenas un
lustro atrás, cuando debió volver a las islas tras la muerte del padre y en los
momentos en que pierde el respaldo económico de las instituciones canarias. Botas,
como se sabe, dependió en vida de aquellos recursos y del patrimonio familiar.
Tuvo que postularse para el sustento a diferentes oposiciones como docente del
dibujo o del idioma, su vínculo a los pinceles le fue inoculada por vía de su
Tío Virgilio, su madre fue poetisa novel y entre sus amigos laguneros
destacaron personalidades como Manuel Verdugo, nacido en Filipinas, autor de
uno de los primeros cuadernos de viajes a Italia que en la década pasada llegó
a mis manos con una feliz edición de 1928. Imagino a Botas y Verdugo platicando
de aquellos viajes—el poeta le lleva tan sólo cinco años, y ambos viven en
Tenerife en 1913, año en el que le dedica Verdugo su poema “Obsesión” —.
Fue Botas además un
notable caricaturista y animador de la vida periodística con múltiples crónicas
suyas — muy a la manera del momento—. Uno de los perfiles más significativos de
este pintor finisecular, que se embebió de la vida cultural de Roma, París o
Madrid, había sido la eventualidad de
su itinerario existencial, varias fueron las coordenadas: la vida militar de su
padre, destinado incluso a la Guerra de Cuba, que motivó cambios permanentes de
domicilio entre las islas y multitud de viviendas familiares, la dependencia
financiera de becas como pensionado de los consistorios tinerfeños que habían
posibilitado, con sus más y sus menos, el itinerario formativo del artista más
allá del horizonte insular, la vida singular de un artista voyeur cuyas huellas aparecían en las noticias de prensa local y
cuyas obras plásticas eran exhibidas ocasionalmente en los escaparates de las
tiendas más concurridas de la época.
Estamos hablando de
los primeros años del siglo veinte, el umbral de la modernidad de los pasajes y
de las exposiciones universales, de la fuerte impregnación de la corriente
impresionista en las artes y el despegue de la idea de progreso en la cultura
europea. Botas Ghirlanda recibió aquel año de 1910 la visita a su estudio de
Ramón Gómez de la Serna, colofón de su etapa en Madrid que había tenido otro
momento cumbre, como fue el estreno de una pieza teatral de Jacinto Benavente
inspirado en una pintura suya en 1907. De hecho, este fue el año de su
participación como artista en el prestigioso Salon d´Automne celebrado en el Grand
Palais de los Campos Elíseos, un lugar que en mis incursiones del pasado
julio, cámara en mano, fue entrevisto por diferentes flancos de la deriva
parisina a diferentes horas y luces. Una ciudad, igual que una isla, tiene
muchas capas de morfología cultural, dimensiones y panoramas que hacen de su
magma una puerta abierta a la experiencia diferida de todas las almas que la
habitaron. Por esto mismo, se entiende que una pintura, una imagen, un cuadro, son
mundo también y la vida late en traslación por entre los bastidores.
La errancia
artística de Botas Ghirlanda tuvo siempre una influencia benefactora de
distintos temples y pinceles, es sabido el influjo recibido por el artista
desde tiempos distintos y paralelos, gracias al eco de su biógrafo Miguel
Tarquis y de las citadas investigaciones de Pilar Carreño que recomiendo—conmigo
viajó también a París el catálogo 54 de la Biblioteca de Artistas Canarios—,
siendo ambas figuras, notorias y sensibles, las que han fraguado el
reconocimiento y la consolidación del legado de un pintor como Juan Botas, cuya
mirada al paisaje insular, al mar y a sus luces, estuvo signada por el aura de
otros artistas como Valentín Sanz, sin duda, el hombre de los paisajes con
malangas, artífice del paisajismo tropical cubano, en la órbita de los
creadores insulares cuya estela vital asumió la posibilidad irredenta de la
noción de un archipiélago mayor.
Un pintor es capaz
de irradiar en sus cuadros todo el espacio y el tiempo de su propia vida, las
pinturas pueden llegar a ser correlaciones de energía y de experiencia,
lingotes de luz, eclosiones de forma y de relieve, materia cómplice de una
existencia abocada a la desaparición mortal. ¿Qué papel han representado los
museos, las colecciones de arte, las pinacotecas, en el decurso de las sociedades
y de la cultura en nuestro tránsito al nuevo milenio? Cuando Juan Botas llega a
París en 1907, hay una coincidencia inexplorada hasta la fecha, sobre su
exposición en el Salon d´ Automme y la visita sistemática que realizó al Grand
Palais, en esas mismas fechas del otoño parisino, un poeta de talla universal
llamado Rainer Maria Rilke, autor de las conocidas Cartas sobre Cézanne, escritas a vuela pluma desde el número 29 de
la rue Casette a su esposa Clara Westhof.
Mi pregunta es ¿se
cruzaron en las salas del Grand Palais, el autor de las Elegías a Duino y Juan Botas Ghirlanda? Yo creo que sí, y no
solamente en París, ya que Rilke está en Capri en la primavera de 1907. Hubo
pinturas de Botas en el mismo lugar que visita el poeta, menciona en las primeras
cartas la figura de Berthe Moriset y el “colorido mercado de cuadros” del salón
otoñal. Todas las misivas de Rilke tratan sobre Cézanne, incluso su escritura
en la undécima carta se vuelve cezaniana. Para el escritor, “toda la realidad está de su parte” y
alude al azul, con la idea de que alguien conciba una biografía de los azules.
El diálogo entre la poesía y la pintura ha sido de una infinita fecundidad para
sobrellevar los silencios que impone la escritura y los pinceles. Rilke se
refiere, tras el análisis minucioso de los cuadros de Cézanne, siempre a pie,
siempre parado frente a los cuadros, con el ruido de fondo de los comerciantes,
al concepto de “réalisation” que es
lo contundente, la realidad llevada a lo indestructible y a través de la propia
experiencia del objeto, en la pintura.
Y dice, de los
cuadros: “es extraño el ámbito que crean”,
parece incluso que hacen algo por uno, “y
todo eso está allí con la generosidad de un paisaje natural, y vierte espacio
hacia el exterior”. Para Rilke, “no es aquel que interpreta los cuadros
desde puntos de vista tan personales, el que tiene derecho a escribir sobre
ellos; quien serenamente supiera confirmarlos en su existencia sin sentir otra
cosa que lo real en ellos, es quien les haría justicia”. Y concluye, en el
colofón de la carta del 18 de octubre de 1907, viernes: “Pero en el interior de mi vida, este inesperado contacto así como
aconteció y arraigó en mí, está pleno de confirmación y de relaciones”. La
trascendencia de la pintura de Cézanne, casi recién fallecido aquel otoño
parisino, en los tiempos de vida de Botas Ghirlanda resulta decisivo, a tal
punto que Pilar Carreño lo ratifica en su catálogo de 2017: “Botas, cinco años más tarde, pintará de
nuevo esa roca del golfo de Capri que se asoma en la bahía, teñida de
amarillo-anaranjado, aunque el ángulo de visión es diferente, más cercano, y la
luz también ha cambiado porque el mar es ahora de color violeta sobre un fondo
verdoso, mientras las rocas de la costa ya no muestran esa magia envolvente, se
han vuelto adustas y con toques verdes, recuerdan lejanamente la producción de
Paul Cézanne, cuya obra había conocido en la exposición retrospectiva
organizada dentro del quinto Salon d´Automne de París (1907) en el que Botas
también participó”.
En uno de mis anteriores viajes de retorno a
Europa, tuve en mis manos otro libro de un autor austriaco, Peter Handke,
Premio Nobel de Literatura, que hablaba sobre su propia experiencia de
escritura y de búsqueda a lo largo de los entornos del Sainte-Victoire, el
espacio esencial del mundo de Cézanne. Las pinturas de un artista pueden llegar
a tener un poder de imantación y de perdurabilidad capaz de sanar, esa
propiedad curativa y reveladora de los cuadros no es nada nuevo, he llegado a
escuchar anécdotas como la del poeta norteamericano William Carlos Williams,
doctor de profesión, quien llegó a mencionar el hecho de consolarse durante una
temporada de dolencia y enfermedad con la única presencia de una lámina de arte
japonés en la pared. Otro austríaco universal, Hugo von Hofmannsthal, en sus Cartas del que regresa, fechadas
curiosamente en 1907, alude a la experiencia sensitiva y
extravagante para su vida de la visita a una exposición casual, repleta de
óleos de un artista desconocido y del cual no recordaba su nombre —un tal
Vincent van Gogh—y cuyas creaciones fueran propiciadoras de una cura súbita de
su mal sino y de la depresión que estaba atravesando tras el retorno a su país
natal, del cual no reconocía ya ni a sus gentes ni a sus paisajes. Dice Hofmannsthal
“casi por primera vez en mi vida se me
impone un sentimiento de mí mismo”. El poeta que había desbaratado su fe en
el lenguaje y en la capacidad de expresar realmente lo inefable de la
existencia —son famosas sus Cartas a Lord
Chandos — recupera sorpresivamente todo el entusiasmo de su infancia,
rememorada en el caño de agua de un lugar llamado Gebhartsstetten, y cuenta de
las pinturas a su remoto amigo, que causaron algo absolutamente personal, “un misterio entre mi destino, los cuadros y
yo”.
A mi amigo Lorenzo,
El Napolitano, me gustaría invitarle a visitar las islas, de las pinturas de su
abuelo puedo decir que son un mosaico esencial de las representaciones idílicas
de la memoria de un hombre cuyos paisajes patrios suponen una forma de civilidad
donada a sus congéneres, a quienes acudan a personarse frente a los óleos, como
en todo museo la experiencia de la contemplación de una pintura va más allá del
reconocimiento de técnicas y de corrientes en la historia del arte. De eso
habla el crítico de arte bilbaíno, Juan de la Encina, quien en México escribió
todo lo que pudo sobre su amor por el arte, su libro sigue aquí conmigo, habla
de un paisaje moderno de El Greco, sorpresa para la visión que no debe
encorsetarse en las convenciones de los manuales y de la academia.
He mirado una y otra
vez durante este verano la pintura titulada “Capri” de Juan Botas Ghirlanda,
esta misma que cuelga milagrosamente ante nuestros ojos y que constituye un
tesoro para las islas, gracias a la conservación y el cuidado de la Casa de
Colón a su legado. De él, de toda la pintura de Botas, puedo concluir aludiendo
a otra de las cartas de Rilke, escritas en los mismos días parisinos, cuando
dijo que el artista reprimía el amor por cada manzana y lo ponía a salvo para siempre
en las manzanas pintadas. Así la roca marina, la luz del mar y del cielo de
Botas son las islas, la imagen debeladora de un paisaje que se resiste a su
extremaunción. Como en un poema de Andrés Sánchez Robayna, donde se cuenta que
los reflejos del sol en el mar son los muertos que nos hablan, así el desvelo
premonitorio del pintor Juan Botas que iluminó la costa napolitana con el mismo
amor que el profesado a sus cuadros canarios, insularidad universal, dando a
luz otra luz, la de la pintura que es también infinita, capaz de devolver la
vida, de dar y ser vida, la vida que el artista vio, su vida que es la nuestra
también. Muchas gracias.
Samir
Delgado, Playa del Águila, agosto-septiembre 2022
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