lunes, 25 de noviembre de 2019

Galdós entre América y Castilla



Volver a Galdós cien años después es posible a través de esta conferencia escrita durante una estancia en Estados Unidos y leída en la Universidad de Boston y la Casa Museo Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria. En vísperas del centenario de la muerte de la figura emblemática el escritor canario permanece en sus obras  bajo la estela crucial de representar a uno de los mayores exponentes de la novela en español de todos los tiempos. En el transcurso de un siglo después de Galdós han despertado nuevas miradas alrededor del imaginario atlántico, el designio de la periferia y la conexión inédita de narrativas mestizas que confluyen bajo el universo de la condición insular. La imagen de Galdós entre América y Castilla refleja un profundo latido de cosmopolitismo y de universalidad que se asemeja a la estela literaria de otras personalidades de la cultura universal en la modernidad como Derek Walcott, Saint-John Perse y José Lezama Lima

A Alan Smith y Juan Casillas

FUE en un mes de septiembre cuando Galdós llegó a Madrid. Todo lo que vino después tras dejar las islas para siempre es asunto de la historia de la literatura española y universal. Los veranos en Santander forman parte del imaginario del escritor en todos los veranos y su afición en la edad infantil por los cuentos se tradujo en la redacción capital de los Episodios Nacionales. Fue Don Benito diputado, viajero de tercera en los ferrocarriles de la época, asiduo del ateneo madrileño y hombre de ideales republicanos.  Su figura como novelista representa una de las cumbres del idioma español de todos los tiempos y se le quiere en Canarias como uno de los símbolos de su identidad, aunque siempre se cuenta la anécdota de las últimas piedrecitas que se deshizo de los zapatos al salir de las islas.

SIN embargo, fue en la Castilla profunda del sueño quijotesco donde Galdós ubicó su futuro anclaje existencial, en los mares de tierra de esa península ibérica trastornada por los embates entre liberales y conservadores, republicanos y monárquicos, la misma que reconoció el caballero cervantino en sus días de gloria junto a Sancho Panza. Para quienes no estén familiarizados con los personajes de muchas de sus novelas, esa intrincada maraña de psiquis humanas retratadas con maestría por la mirada de Galdós, no se imaginan el volumen de influencias que tuvieron el río Tajo, Toledo capital y los campos de la Castilla nueva a la hora de poner en marcha su territorio narrativo. Son multitud los manchegos de procedencia que habitan sus páginas, desde Ángel Guerra hasta la saga familiar de los Miquis, mancebos y doncellas de ese “triste y solitario país donde el sol está en su reino y que Galdós extrapola a la trama general de sus muchos episodios sobre la España convulsa que le tocó vivir y contar. Y tenía que ser precisamente un canario el que se echara a la espalda la infinita y providencial labor de escribir la historia de un estado imperial venido a menos tras 1898, mal gobernado por los caciquismos y una iglesia apostada en la trinchera de la reacción conservadora.

DEJÓ este mundo Galdós en un mes de enero de 1920, no tuvo ocasión de vivenciar el capítulo sangriento de la guerra civil y tampoco el peso de la dictadura franquista, y ya mucho menos atisbar el desenlace democrático hacia este capitalismo en crisis de la era global. Pero valgan algunas de sus palabras a la manera de ejemplo sobre su talla moral y poder visionario cuando en un temprano mitin republicano ofrecido en una plaza de toros de Toledo, allá por 1909, dijo que era “La Mancha el solar literario de España” y “en cuyo seno alienta toda la realidad de la existencia humana”. A ellos, a todos los caballeros de la Mancha pidió Galdós hace más de cien años que lucharan por el bien y por la justicia hasta desencantar a la señora de los altos pensamientos, hasta implantar en España la república.

HAY en todos los escritores de todas las épocas y estilos una misma vocación íntima que se traduce en el acto mismo de escribir, el pulso milimétrico que requiere la palabra escrita contiene la maravillosa virtud de devolver a la vista su potencial demiúrgico, ver los pensamientos y los sentimientos canalizados a través de la floritura del alfabeto genera un placer inusitado que solamente en la infancia se apodera de nosotros esa primera experiencia creativa y en cientos de millones de seres humanos desaparece sin dejar rastro.  Pienso en todos los personajes  y todos los libros de Galdós como en una isla que flota sobre las mareas de tinta que Don Benito hizo suya y para todos ¿No hay en ese legado, en esa donación infinita, en ese corpus galdosiano un signo de universalidad que vuelto a considerarse en su origen nos lleva al punto ínfimo que lo creó, a los ojos del propio Galdós en vida y en los instantes auráticos que se esconden en el silencio de su escritura?

MIRAR a los ojos de Galdós es posible. A esta hora en vísperas del centenario de su muerte me parece un modo atractivo de regresar a su figura emblemática como uno de los grandes exponentes de la literatura universal. Es posible mirar a los ojos de Galdós en el retrato que pintó en 1894 Joaquín Sorolla. Hay en su mirada un aire familiar que establece cierta intimidad cercana, un vínculo afectivo que tiene una relación directa con la procedencia canaria del novelista de los Episodios Nacionales. He visto muchas fotografías de personalidades canarias de finales del XIX cuando posar ante una cámara suponía una afirmación social que otorgaba un grado considerable de eternidad. Como el retrato de Galdós recuerdo especialmente otras dos figuras del modernismo insular que provenían de la misma ciudad: Domingo Rivero y Alonso Quesada.  Hay en la mirada de cada uno un aura especial que los distingue como aquellos creadores nacidos bajo el signo del atlántico y que dedicaron buena parte de sus vidas a la palabra escrita.

DESPUÉS de mirar largo rato a los ojos de Galdós y encontrar un aire de semejanza con otros escritores de la isla, pienso que ese lazo de comunión insular debe ser explicado a quienes no han visitado alguna vez las islas Canarias y a quienes tal vez no conozcan a los otros escritores que vivieron los azules que perviven a la magia de los volcanes. A decir verdad la pertenencia de Galdós a la isla tiene unas fechas exactas que lo distanciaron espacialmente de las coordenadas circunstanciales que determinan la vida en las islas. Sin embargo, la influencia de su pasado originario bajo el horizonte de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria no precisa necesariamente de una justificación temporal y mucho menos de una evidencia documental que por lo demás puede llegar a resultar compleja y extenuante entre la laberíntica bibliografía galdosiana. Justamente la prueba milagrosa de la condición insular que late en el corazón de Don Benito se intuye en el propio hecho biográfico que nos recuerda que el escritor de las grandes novelas del realismo español abandonó su isla natal para llegar a Madrid y dar el paso decisivo en la vida de un escritor para ver publicada su obra y nutrir el tintero de su imaginario con todos los detalles y matices que otorgaba la vida cotidiana en la capital de España. También otros escritores de la tradición literaria de las islas siguieron ese mismo proceso con diferentes periplos y odiseas. Volviendo a los mencionados autores canarios se sabe que Domingo Rivero pasó parte de su vida viajando y que Alonso Quesada apenas salió en muy contadas ocasiones fuera de la isla. Este es uno de los centros de gravitación de la literatura canaria, estar dentro de la isla y estar fuera al mismo tiempo”. Las idas y venidas de muchos escritores marcados por la insularidad reflejan una extraordinaria estela histórica que contiene una constante- un signo, un designio, una significación, que evidencia la participación en un mismo universo que hace de la isla el camino más cercano al cosmopolitismo y a la universalidad.  

ESTE panorama de lo insular en la vida literaria no se limita a Canarias, también sucede con otros episodios y lenguas: Saint John Perse hizo de la isla y del Caribe su espacio íntimo de creación aún haciendo su vida lejos del departamento de ultramar francés. El propio Lezama Lima nunca salió de La Habana por una temporada considerable y convirtió la residencia insular en el conducto revelador y atrayente de unos jardines invisibles que otorgaban la revelación y la trascendencia. Así también otros referentes más cercanos a estos días como el premio Nobel antillano Derek Walcott que escribe en el idioma de Shakespeare la versión caribeña de la odisea y los franceses Michel Houellebecq y Le Clézio quienes representan el último grito de las novedades editoriales y que de un modo u otro en sus novelas se hace de las islas un denominador común por sus conexiones con islas del océano Índico.

GALDÓS es esencialmente insular: el escritor solitario que hace de su vida una isla compartida por multitud de voces. Es la polifonía atlántica. Y ese distinto define la propia condición insular, salió fuera para llegar más adentro.  La basculación del oleaje en la mirada interior del escritor constituye una clave cosmovisional. El paisaje de la isla, los colores de la ciudad atlántica, la suave determinación del acento canario marcado por su anclaje tricontinental entre América, Europa y África suponen el magma confabulador que proyecta el potencial del escritor canario capaz de llevar a sus libros la época que le tocó vivir. Es el novelista un visitador de almas y costumbres, por su procedencia lejana  le quedó más cerca el ventanal que le brindaba la vida madrileña de entre siglos.

Y ASÍ sucedió que Galdós abandonó la isla para habitar la suya propia con una temperatura cosmopolita, la penetración incisiva de su mirada en los diferentes aspectos de la sociedad española tuvo una mayor altura precisamente por su condición insular. Dijo Goethe que la literatura era el fragmento de los fragmentos y que el hombre ve en el mundo lo que lleva en su corazón. El que fuera hijo de militar con vocación de cronista hizo de su nomadismo literario un caudal infinito de ecos y sombras que revelaron la temperatura de una civilización. Entre guerras, constituciones, monarquías, repúblicas y avatares mil el novelista comprendió el don de su peregrinaje trasatlántico, el oficio de escritor devino en dedicación cosmogónica, todas las virtudes y defectos de la España galdosiana fueron registrados en la viva voz de sus personajes y protagonistas. Así hasta la ceguera tardía que precisamente formaba parte del designio insular, del volcán que se apaga, del nativo habitante del terruño atlántico que agotó hasta sus últimos días la belleza del idioma y convirtió el silencio de la lectura de sus libros en el mundo mismo.  

LOS viajes de Galdós comprenden una vigilia sobre los estados del alma y el acontecer de todo lo humano. A pesar de las discrepancias con la Real Academia y la enemistad de la Iglesia que le costó el Premio Nobel, el escritor canario se hizo a la mar en una odisea distinta a la de muchos otros emigrantes que alcanzaron el Nuevo Mundo. Galdós cumplió con la predestinación del insular que abandona la tierra que le vio nacer para tocar el cielo de los sueños. Como los antiguos aborígenes de las islas que fueron enviados a tierra desconocida y extraviaron la simiente en otras lenguas y destinos. Hay en el escritor un cumplimiento testificante, que tuvo durante su dedicación en vida a la escritura una fuerza visionaria alimentada por el salto hacia los orígenes, el camino inverso a la profundidad de la isla atlántica, las novelas fueron la eclosión y el delirio del mundo que Galdós vivió. También esta es la condición insular, la lejanía hace que las estrellas queden más cerca. Y Madrid tuvo en la vida del escritor una escollera para las mareas y oleajes de una sociedad convulsionada por los cambios de la modernidad planetaria y el peso de un devenir histórico repleto de luces y sombras.

UN siglo antes otro canario repitió con anticipación iluminadora el rumbo insular hacia los centros del poder. En las Cartas de la Corte de Madrid, el Vizconde de Buen Paso, Cristóbal del Hoyo Solórzano y Sotomayor, con su pluma en mano cuenta con pulimentada ironía los derroteros de una sociedad corrompida hasta el hartazgo y ajusta cuentas desde “la mirada otra” del foráneo recién llegado, capaz de adivinar y desentrañar los secretos y oscuridades de la ciudad de Madrid. Fuera de la isla, la escritura se apodera de una fuerza dialéctica y envolvente que puede llegar a deslumbrar ante el crisol inédito de sentidos  que se llegan a hacer por fin evidentes. A veces, fue el elogio y otras la desilusión,  la condición insular aclimata la mirada del creador con una perspectiva debeladora de las encrucijadas del tiempo sobre los espacios lejanos que se unen en uno solo: la escritura.

EL camino de Galdós hizo de la isla su destino. Igual que la orografía del paisaje volcánico atesora los fundamentos y las herencias de su tiempo natural a través de huellas y señales mayormente invisibles para el ojo, en las novelas existe la protuberancia de un tiempo social que obtuvo su plasmación literaria con un alto grado de verdad. Allí están las “almas de su tiempo vivido” contadas con la magistral evocación de un solitario contemplador, del escribiente insular que mira con igual penetración los corazones, las ruinas y los atardeceres de Madrid. Igual que isla adentro las páginas de la política española se escribían por sí solas bajo un silencio poblado de otros ecos y de un lugar a otro existiera un “tercer lugar” propicio para la lucidez de la imaginación y la exactitud del retablo literario.

MIRAR a los ojos de Galdós un siglo después tiene esa misma magia convocante y sus libros prosiguen la osadía del desafío humano al olvido de los dioses. Considerando la estela atlántica de la tradición literaria de Canarias se han sucedido numerosas tendencias estéticas que desde el renacentista Bartolomé Cairasco de Figueroa a las vanguardias de os años de la II República han participado de modo trascendental en la condición insular de la escritura. Tal vez sea una ontología: la soledad de la escritura como necesidad antropológica y la vocación de alcanzar a ser medio de ese silencio extraño- hay que recordar que Shakespeare dijo que “la isla está llena de ruidos, sonidos y aires dulces que deleitan y no dañan”-, a través de la magia polifónica de las palabras llegar a otro lugar y hacerse eco en el círculo iluminador de la condición insular. Como un juego de espejos el escritor atraviesa la escena principal de la vida espiritual de su tiempo y escribe a lápiz para reproducir como una caja de resonancia los deseos, querencias y lamentos de otras almas que pueblan igualmente sus propias islas de la existencia común.

COMO Galdós, otro de los escritores insulares de mayor solera en el panorama de la generación surrealista y artífice de la Revista Gaceta de Arte-expresión internacional del más enérgico cosmopolitismo-, Domingo Pérez Minik es su nombre, estudioso de los devenires  de la novela y el teatro europeo, advertía que la isla era un profundo drama geológico y que el insular cuando toca tierra firme del continente se procura de una energía liberadora que conducía a asumir una extensión mayor de sus posibilidades. Y Lezama lo sabía, de ahí que su sedentarismo oracular lo llevó a comprender el designio de la noche insular y el ingente sacrificio de visitar las eras imaginarias a través del verso barroco y convertir a la propia familia en el elenco fascinado de la novela Paradiso. Hay que tener la oportunidad al menos una vez en la vida de entrar en la casa de Don Benito Pérez Galdós, en el museo que lleva su nombre, al igual que en la habanera calle Trocadero palpita aún el eco de los banquetes de fruta lezamianos.

EN la ciudad atlántica de Las Palmas de Gran Canaria el oleaje constituye un enigma, los ojos de Galdós nunca dejaron de habitar el caudal infinito de las historias del oleaje, como la vida misma. Aquí nos podremos dar cuenta cabal de un mundo que fue la cuna del novelista, durante un mínimo paseo por el intervalo de sus interiores salta a la vista el vacío que dejó atrás al abandonar la isla, dos veces, y por última vez, algo más de veinte años antes de su muerte, lo que no era otra cosa más que el infinito de posibilidades que se estaban efectuando en el tiempo de vida transitado entre sus novelas y sus cartas, sus rumores y sus compromisos cívicos. Fuera de la isla Galdós multiplicó de igual modo sus deudas con los acreedores y los títulos de sus novelas, el escritor se lanzó de cabeza, en un momento dado de su fuga al centro, a las aguas interiores del alma humana y con el lenguaje de las gentes dio vida renovada al idioma español.

EL libro La Fontana de oro dio un gran impulso a una carrera literaria que le encumbró a la cima de la literatura universal. Todavía recuerdo en el Madrid del nuevo siglo posmoderno acudir a plena conciencia al establecimiento galdosiano y encontrar in situ una lejana placa conmemorativa rodeada de pantallas televisivas con partidos de fútbol ¿Qué queda en Madrid y en la isla del mundo que conoció Galdós? En los personajes y en los temas de sus novelas permanecen los ojos del escritor canario y la actualidad española de una manera radical. La escritura como modo de vida, no solamente en el sentido  de un estilo, sino más bien  en el modo de estar vivo esencialmente, aparece en el espectro de Galdós como una expresión vital, un arte de novelar que bebe de la pintura, de la escultura y de la música a un mismo tiempo y además alterna de una manera auténtica la pulsión romántica del escritor solitario, la pulsión mítica del evocador de imágenes y la pulsión de la modernidad con la fe en la libertad como modus operandi y la proyección futurible de un mundo escrito, el realgaldosismo, capaz de revivir más allá de su tiempo y de su espacio una isla-continente de vidas que desafían no solamente a la física sino también a la eternidad.

VOLVIENDO a Lezama en sus apuntes sobre Góngora dijo el de Trocadero: “todo lo que el hombre testifica lo hace en cuanto imagen”. El universo humano de Galdós representa la tentativa global de un escritor por testificar el tiempo y el espacio que le tocó vivir. Su procedencia canaria lejos de representar un hecho biográfico aislado, circunstancial, anecdótico, supone la inmersión participante en una estela insular que lleva consigo las sombras de lo volcánico y el designio de esclarecimiento sobre la imagen del ser en la isla, un “siendo” del que beben otros autores de su misma condición. En el umbral de entre siglos tuvo lugar en la isla la eclosión tardía del romanticismo literario: de la mano del también grancanario Nicolás Estévanez se dio a la luz un rescate in extremis de la mitología aborigen y una mirada de reconciliación hacia las huellas ancestrales de la población insular milenaria. También el poeta canario pasó cuarenta años de exilio en Paris tras su icónica deserción del ejército español cuando sucedieron los fusilamientos de estudiantes cubanos en pleno conflicto colonial. El que fuera compañero de estudios de Galdós asumió el reto de dar testimonio en sus diarios de la condición insular en ambas orillas del atlántico y suyo es el poema “Canarias” que a día de hoy hizo de la sombra del almendro la imagen por excelencia del himno oficial de las islas. Aquella conjunción de antigüedad y modernidad que se fundió en las estéticas insulares de los últimos años de Galdós tuvo su eco tardío en la afamada declaración del Manifiesto de El Hierro en 1975- el año de la muerte de Franco- cuando artistas de la talla de Martin Chirino- el escultor de las espirales guanches que acaba de fallecer este mismo año- elevaron a los cuatro vientos cardinales la afirmación esencialmente atlántica y tricontinental de que “la universalidad radica en nuestro primitivismo”. Este lado profundo, biocéntrico, renovador de la mirada hacia la naturaleza y la sociedad representada en las islas y en la infancia del ser humano contiene un dispositivo emancipatorio que conecta otras islas y otras épocas en una odisea de lo humano que convierte a la tarea de la escritura en un proyecto cosmopoético.

Y mirar a los ojos de Galdós es posible también a través de las sombrasen curso de sus personajes.  Volver a caminar con él la carrera de San Jerónimo que abre el primer capítulo de la Fontana de oro evidencia a todas luces ese guiño maravillante de todo lo literario y artístico que hace que las cosas que fueron representadas por la pluma del escritor se acaban convirtiendo, trasmutando en el modelo, en el arquetipo, en la imagen. Y ya todo lo demás en el transcurso funesto de la vida se parecerá en algo a lo que fue escrito. Como le sucedió al personaje de Clara en la via crucis del capítulo treinta y ocho de la Fontana de oro, “apartó la vista de aquella claridad, miró al lado opuesto, miró a la calle, en derredor, y no vio nada (…) Parecíale como una falange de astros humanos, de cielos y mundos en forma de seres vivos que allí se determinaban dentro del espacio mismo de una llama sin fin. Cada uno engendraba miles, cada mil un millón”.  Galdós hablo poco de sí mismo y mucho desde los demás. A propósito  de su condición nómada, errante, insularia nos confiesa en alusión a su amigo José María de Pereda: “él no duda, yo sí. Él es un espíritu sereno, yo un espíritu turbado, inquieto. Él sabe adonde va, parte de una base fija. Los que dudan mientras él afirma, buscamos la verdad y sin cesar corremos hacia donde creemos verla, hermosa y fugitiva”.

EL escritor canario Don Benito Pérez Galdós provenía de las islas atlánticas de la Macaronesia, que al decir de los griegos representan el lugar divino por excelencia en la tierra, las islas afortunadas. La huella humana que pervive en el archipiélago atesora un sinfín  de procedencias y destinos, como dijo el poeta surrealista André Breton, las islas son la zona ultrasensible del planeta. Y para volver de nuevo a mirar a Galdós es posible hacerlo en los ojos de otros poetas, artistas y escritores de las islas como él que habitan el tiempo distinto y profundo de los volcanes atlánticos.  

UN siglo después de la muerte de Galdós hubo en el cronómetro cosmopolita de las islas otras vidas que siguieron el compás itinerante de la condición insular. Entre muchos quiero recordar a esta hora la figura del poeta y pintor Manuel Padorno, autor de una obra literaria justamente hechizada por la naturaleza de las islas y el viaje a Madrid. El escritor insular varado en Castilla acometió durante largas décadas de escritura el proyecto de llegar al otro lado, recorrer la playa de la vida en una búsqueda del vértigo del sol y la alteración de los sentidos para ver distinto, ver lo que no se puede ver, una ceguera iluminadora y trascendental que hacía de la palabra escrita el pasaporte del nómada insulario a los territorios de edenia, la isla sumergida, el mundo todo. Como Galdós, él también cruzó el atlántico en un viaje de idas y vueltas que constituían un espacio propio, íntimo y a la vez universal. Allí está el camino de una aventura que no cesa y que en la palabra escrita nos llega como una invitación.

LO dijo Galdós por boca de uno de sus personajes al final de Fortunata y Jacinta, fechada la novela en Madrid en junio de 1887 “Porque yo veo ahora todos los conflictos, todos los problemas de mi vida con una claridad que no puede provenir más que de la razón (…) No encerrarán mi pensamiento… resido en las estrellas”

Samir Delgado

Boston-Gran Canaria, abril / octubre 2019

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