Ricardo Fernández, "Anunciación" (2004) |
“Luminar” de Ricardo Fernández: revival de las imágenes posibles
La imagen como un
absoluto, la imagen que se sabe imagen,
la imagen como la última de las historias posibles
Lezama
Lima
Los cuadros del artista mexicano Ricardo Fernández poseen el don de lo intemporal: van
más allá de las coordenadas de fijación epocal al uso, trascienden el juego
mecánico de las manecillas del reloj de pared, son imágenes provenientes de un
absoluto relativo que instauran su anclaje imaginario en la propia cosmovisión
del artista. Cada cuadro es una inversión de tiempo de vida- la duración, alén
vital, de Henry Bergson- aplicado a la conformación de una obra artística, el
corpus estético, la donación por excelencia de un sentido a las formas y a los
colores, a los mundos propios que se han ido configurando -pincel en mano-
durante décadas de trabajo permanente del artista en su atelier mexicano, un
factor determinante que en el panorama internacional del arte hoy solamente es
constatable cuando existe una mirada propia, un estilo y un aura, esa atmósfera
distintiva que revela la pertenencia y la autoría de una pieza.
Y es que ante la serie de obras que
componen su reciente exposición “Luminar” (Museo Joaquín Arcadio Pagaza, Valle de Bravo, Ciudad de México, 2017) nos encontramos frente a una feliz
concatenación de imágenes, de motivos y técnicas, de sustratos acumulados de
deleite morfológico que en el transcurso de la carrera artística de Ricardo
Fernández han ido consolidándose como un singular universo personal, de
retratos, instantes y atributos mitologizantes de la experiencia de la
condición humana sobre el mundo, el marco de sus cuadros que se debaten entre
la temporalidad de su horizonte visible y la eternidad. Solo el artista conoce
el grado de inversión de tiempo que han supuesto la suma de los grafitos sobre
papel, las xilografías y los óleos sobre lienzo en conjunción total en el
través de su mirada: mixtura de la creación, interpenetración de vida y obra,
onirismo esencial del estarse junto al caballete de los días y las horas.
Hay en los cuadros de Ricardo Fernández
una interpelación al infinito, un revival de imágenes posibles que siguiendo de
cerca al poeta cubano Lezama Lima –adorador soberano de la irrupción de toda
imagen sub especie aeterni entre el común de los mortales- nos designa la
posibilidad de un tempo de relación con la obra contemplada capaz de traslucir
una tensión existencial de enorme caudal sensitivo, el cuadro como eticidad
fundamental de lo habido y por haber, una obra artística rica en potencial
vislumbrador que sobrepasa el rigor académico, lo clásico y lo moderno, todo
canon establecido, para adentrar a quien contempla el cuadro en esa extraña
dimensión de aquello que perturba, asombra y conmueve, de lo angelical y
demoníaco, de lo sacro a lo pagano, de la vida a la muerte.
A fin de cuentas, los seres alados de
Ricardo Fernández, mujeres ataviadas con vestimentas del medioevo, de la roma
imperial o del amazonas, transgreden la óptica racionalizante del espectador,
son apariciones súbitas de otros mundos y otras épocas que transmutan en el
cuadro, se corporizan en el lienzo con un grado de nítida absolutez,
reencarnación somera de lo vivo, de lo verdadero y de lo bello en el cuadro- a
la altura de los ojos siempre- lugar por excelencia donde se constituyen las vidas,
evocación de totalidades, fugacidad del aire.
La atracción de la mirada hacia un
cuadro puede desarrollarse en un breve lapsus de tiempo, apenas unos diez
segundos de cronómetro estipulado como porcentaje de media del tiempo que será
empleado por un espectador normal frente a una obra en una galería de arte o un
museo contemporáneo. Más allá de la calidad pictórica, las modas al uso o el
predicamento de un artista, los cuadros hablarán por sí mismos y el tiempo de
entrega del que mira nunca alcanzará al tiempo dedicado por el artista, sin
embargo puede suceder que los cuadros cambien la vida de ambos a la par y sean
la vida misma en el cuadro, un suceso atribuido a la magia del arte desde
tiempos inmemoriales y que solamente en pocos artistas es un hecho resultante,
una promesa de transubstanciación, una experiencia real atribuible a una forma
de pintar y de vivir la pintura, para dar vida a esas imágenes posibles que
Ricardo Fernández eleva a la categoría de lo intemporal, pues como dijo Lezama
“todo lo que el hombre testifica lo hace en cuanto imagen”.
Samir Delgado, 2017
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