Conferencia impartida en la Casa-Museo Tomás Morales
Cuando el escritor francés Roland Barthes en su mítico ensayo “El grado cero de la escritura” aplicaba a la lengua y al estilo una condición de naturaleza que le era extraña a la decisión soberana del escribir, considerado como el acto esencial del compromiso y valor de expresión elegido por un autor en un momento dado de la historia de la literatura, merece considerarse que el mágico desenvolvimiento de toda escritura contiene un cuarto elemento que es sustancial a la creación de imágenes: el silencio.
Imaginar a Gabriel Miró escribiendo sus estampas de la
comarca mediterránea resulta evocador por incluir un alto grado de silencio en
el ambiente íntimo de su gabinete personal. Y leer alguno de sus libros — en
absoluta proporcionalidad cósmica—devuelve su silencio seminal al otro silencio
cautivo del lector para quien belleza y mente se articulan en un secreto baile
de armonía y sosiego —categorías hoy en declive irreversible— que nos acercan a
los estados de trance paralelos que se proyectan en el acto de amar, de soñar y
de poder, en un sentido nietzscheano, en alemán se dice: “Der Wille zur Macht”,
poder como potencia efectiva, el vector de energía creativa, de conciencia de
sí.
Gabriel Miró nació en el año 1879, a dos décadas del cambio de siglo, la literatura de Gabriel Miró ha sido encasillada en cierto novecentismo de aromas finiseculares, en el intervalo de las generación del 98 y del 14, con una especial significación como referente en la de 27, si bien la condición de su voz singular realzada por Jorge Guillén en su preciso y precioso ensayo “En torno a Gabriel Miró. Breve epistolario” de 1969, donde magnifica el hecho de que en su escritura se palpa una “hondura de espacio y tiempo”, a través de la cual el paisaje visto y descrito, se siente y se vive, a la par. La escritura es un dispositivo de supervivencia para la mirada humana.
Y del silencio, que como hemos insinuado desde antes, es
uno de los mayores patrimonios de la humanidad, muchos de los secretos de la
vida se esconden en el umbral de los 15 decibelios que equivalen al susurro, a
la voz contenida que proclama y revela una verdad: la confidencia como gesto
universal se constituye en un punto de luz, en cosa revelada que confiere mundo
al depositario o interlocutor, la individualidad humana ha atravesado siglos de
maduración para dotar a la psiquis del entendimiento para discernir y gozar de
libre albedrío. Y esas son, precisamente, algunas de las virtudes de Sigüenza,
el personaje gabrielmironiano que vuelca en el silencio del lector la copertenencia
que dota de sentidos al entorno del yo y a la totalidad redimida, los paisajes
literaturizados que retornan al eclipse, a la lluvia, al meteoro.
Por ello, no es extraña la moral a la poesía y a toda expresión
literaria, moral en cuanto sentido, común acervo, conciencia de las
correspondencias, interioridades afines que se reconocen en el diálogo, de
palabras y miradas, de silencios. En la historia del pensamiento y de la
creación, buena parte de la belleza se ha producido desde el silencio del
gabinete y del lienzo, la misma luz de la vela, lo ha indicado el poeta Andrés
Sánchez Robayna en uno de sus últimos ensayos con prólogos firmados en la
ciudad de Liubliana, el espacio de luz en un tiempo paralelo al de los silencios
estelares, volcánicos y de otras órbitas de similitud como son el corazón
humano y la memoria, esa virtud alojada en el hipocampo cerebral que permite la
noción del sí mismo y del otro. Ver y leer se parecen, escribir es una de las
pocas participaciones íntimas con la eternidad, como hacer el amor y dar a luz,
la vida requiere de la vida, toda sombra lo es por la luz. En las cartas laten
los pulsos de la historia.
En una casa que es
museo, como la que disfrutamos en esta hora precisa, y que fue del poeta, de
sus sentires y querencias, la posibilidad de sentir los silencios proviene de
su inauguración en el remoto y lejano octubre de 1976. Hay una fotografía de
ese día, en esta misma sala, ciudadanía que comparte y se congratula de un
legado literario y de su memoria futura: campanas de Moya, cuaderno del poeta,
la escritura funda realidades. Y es la tinta y el papel en suprema colisión la
que otorga también la isla: negro de humo que se incrusta y diluye sobre el
caolín del polímero y sus fibras vegetales que fueron árbol y canto de pájaro y
amanecer último, para que el milagro de aquello que perdura llegue al ojo de
ustedes y mío: poemas, cartas, retratos.
En esta tarde de Casa Museo, quiero agradecerles su
presencia para compartir esta conferencia dedicada al escritor alicantino universal
Gabriel Miró, amigo del modernismo canario. Y además, leer en primicia, algunos
pasajes de su puño y letra, del libro monumental que fue Años y leguas, este
ejemplar de referencia es del año de la primera edición, 1928. La
correspondencia de Miró con Alonso Quesada, amigos comunes ambos de Tomás
Morales, forma parte de una historia singular de misivas y susurros que relatan
un tiempo mutuo, la literatura es eso mismo: voz leída de otros soles, mares
presentidos, paisajes y verdades que lo son en tanto que se escriben en un
infinito posible, porque escribir es un perfecto atributo de la visión humana:
la mácula ocular transfiere la luz en impulsos eléctricos, ciento veinte
millones de células fotorreceptoras nos otorgan el universo todo, lo más pequeño
de nosotros mismos dilata la grandiosidad del vivir y del morir también.
Y es que los escritores que nos escribieron a nosotros,
que somos su posteridad inimaginada, murieron jóvenes: Tomás Morales a los 36,
Rafael Romero Quesada a los 38, Gabriel Miró a los 50, medio siglo de tinta y
de papel. El alicantino envió su emotivo telegrama de condolencias a la muerte
de Tomás Morales y suyo es el prólogo de Los
Caminos dispersos de Alonso Quesada, volumen póstumo que vio la luz en
1944, dos décadas después del fallecimiento de su amigo nunca visto, solamente
leído y escrito. Hay un silencio de la tumba de los poetas que se parece al
sol, no se puede tocar ni mirar en su fondo tan luminoso como oscuro, pero que
hace accesible un sentir cercano a la eternidad de los poemas.
En las cartas, está ese silencio anticipado, al
escribirse se reproduce lo silente al unísono, cuando se esperan las cartas son
un silencio puro y al recibirse y leerlas —aleluya de la existencia más diáfana—,
el papel y el alma del otro tocan la mano. Por su tinta sonora, voz del amigo,
la vida cobra sus mejores donaciones. Miró y Quesada compartieron años de
amistad, a través de las cartas siempre, muy joven Rafael Romero pasó una
temporada con su familia en Alicante, que se hayan cruzado los amigos bajo el
sol del Mediterráneo es materia de fábula y especulación, y de las cartas del
canario solamente sobrevivió una—lo atestigua el poeta Lázaro Santana en el
prólogo de la edición de un epistolario enigmático y providencial—, fue la
misiva de la víspera del Día de Reyes de 1924, un año antes de la fatídica
muerte del autor de El lino de los sueños.
En buena parte de sus poemas, la muerte acechó, siempre estuvo presentida, en
las palabras de Miró sobre el canario resuena “el silencio estremecido del mar que se anilló al silencio de su muerte”.
Antes de llegar a esta
casa, en el origen previo del viaje a esta hora, estuvo Roma, hace apenas unas
horas del entresueño, a cuatro mil kilómetros de distancia, el silencio ante la
tumba de John Keats, cuyo nombre fue escrito en el agua. Allí también la lápida
de Shelley, quien escribió Adonais: An
Elegy on the Death of John Keats, elegía de llanto que convoca a Urania y a
Lord Byron y a tantos otros poetas, con cerca de quinientas líneas de luto en
el cementerio protestante de Roma: la ciudad eterna, de catacumbas y grutas
vaticanas, necrópolis de la civilización que entre millones de turistas cada
día se aleja más de sus silencios y verdades. Igual la isla, Unamuno supo ver
la magia telúrica y sus soledades, dos jóvenes poetas secundan los pasos recién
llegados al magma insulario, fue la visita del filósofo a los Juegos Florales:
Rafael Romero y Manuel Macías Casanova, el joven amigo que deslumbró con sus
cavilaciones al bilbaíno universal y se abrazó a un poste de luz en una noche
de lluvia en San Telmo y fue el negro designio premonitorio que nunca abandonó
a su amigo poeta, el cronista de los días y de la ciudad, del almario de la
colonia inglesa.
Para comprender un poema hay que saber leer su silencio,
el mismo que gravita entre la elegía de Shelley al titulado “Siempre” (Camposanto. Frente al sepulcro
del poeta) que escribió Alonso Quesada en dedicatoria a su amigo muerto en
el “arca hermética”, Tomás Morales. Allí evoca el insular al otro insular, ambos
suman la insularidad modernista, junto a Saulo Torón, amigos todos. Dice el
poema: “Tu pequeña sonrisa, / tu sonrisa
de niño / que tiene huertos dilatados / y una amplia casa gris / en el solar
antiguo de la heredad austera, —niño que abre los ojos a los frutales ebrios /
y alza hacia ellos las manos vivamente / con la novelería de las sorpresas—tu
sonrisa tranquila es un hueco terroso / que ya el Siempre ha llenado de lividez
perpetua.” Belleza del susurro quesadiano, de la oración amiga, tan
presente en sus versos, las tumbas y los poemas se conectan para recordar, en
su silencio recíproco, el tiempo de la vida. La amistad de las cartas participa
de ese diapasón de soledades compartidas.
Y es que los poetas modernistas de las islas miraron al
mar, a los veleros y a la calle capitalina, como los ingleses románticos
fundaron un paisaje natal, a través de ellos nuestro será el Atlántico. La
poesía canaria tiene en ese eslabón finisecular, de entre siglos, un episodio
protagónico. La intimidad y lo cotidiano de Saulo, el aura existencial, irónica
y metafísica de Quesada, lo mítico universal del verso arcádico de Tomás
Morales. En su pulso de vida común gravitó la modernidad del archipiélago, suyo
fue el primer silencio de la luz solar del mediodía y la onda de agua que
expande constelaciones al consiguiente indigenismo plástico, sobrepasada la
bisagra añorada de la Selva de Doramas y entrevistas la tiendecita árabe y el
banco inglés, los mástiles trasatlánticos en el Puerto. La isla desperezó entre
sus libros, los poetas canario viajaron a Madrid y regresaron para vivir sus
días finales al abrigo de la brisa oceánica. Y del otro lado, los amigos. Son
conocidas también las señas que compartieron entre cartas Alonso Quesada y Juan
Ramón Jiménez, también con Don Antonio Machado, quien prologó además El caracol encantado de Saulo Torón, en
1926, año posterior al deceso del amigo, Rafael Romero.
La isla tensa su curvatura geomántica, alisia su
protuberancia, exoesqueleto de lumbre y plenamar. ¿Y cuál era, en aquel entonces,
el afuera para los poetas, el horizonte otro? La isla de Gran Canaria nació y
creció durante el Mioceno hace 14 millones de años. La atlanticidad de la
poesía insular proviene de aquellos silencios submarinos, impensables para la
mente humana, solamente intuidos, acaso soñados. Madrid fue aquella
predestinación, y estuvo en el tránsito vital de los poetas canarios: Tomás
Morales recorrió en su juventud estudiantil sus días y noches, la amistad con
Miró proviene de aquellas fechas inaugurales.
Y Alonso Quesada cruzó
el océano, con travesía en Cádiz y Sevilla, tierras limítrofes al universo
juanramoniano. El Poema truncado fue su obra maestra, anticipadora de la
vanguardia, suma extraña de verso y prosa, latido susurrante de posmodernidad,
el gran desencanto. El más allá del mar lo llevan consigo en los versos, la
condición insular fue y será este designio, mirar lejos era verse más cerca, la
transfiguración del estarse en la orilla que Manuel Padorno —insigne quesadiano—nómada del oleaje, supo ver a ciegas, tanteando cada burbuja de
luz. De aquel Madrid, la eternamente presentida metrópolis, provenía Pedro
Salinas, otro amigo de las islas, quien se carteó con Alonso Quesada y alabó lo
que él mismo apenas empezaba a intuir y esbozar en su poesía.
La tumba del madrileño está en el bello cementerio del
Viejo San Juan, Santa María Magdalena de Pazzi, la venerada y noble toscana
carmelita le da nombre, pasear sus lápidas con el Castillo de San Felipe del
Morro a su vera descubre soles del Virreinato y esencias boricuas. Pedro
Salinas dejó escrito, allí también, un silencio azul del “Egeo, Atlántico,
Índico, Caribe, Mármara, mar de la Sonda, mar Blanco. Todos sois uno a mis
ojos: el azul del Contemplado”, escribió el trasterrado en sus años de puertorriqueñidad.
Buena parte de los poetas del exilio republicano eran sostén de la generación
del 27, la que saludaba en postal unánime a Gabriel Miró en el homenaje
decembrino a Góngora, en la Sevilla de Cernuda, al alicantino le mostraron
devoción y respeto, hasta su pronta muerte en 1930, no pudo el autor del Libro de Sigüenza entrever la II
República, si bien formó parte de las plumas que vieron morir y nacer dos
siglos.
Fue Pedro Salinas un consumado epistológrafo, como
Gabriel Miró y Alonso Quesada —amistad genuina de dos mares: aquí la primera
voluta de faro—. Suyo es el discurso de Defensa
de la carta misiva y de la correspondencia epistolar, allí establece las
esencias del Ars dictandi: “Tómese la
pluma en la mano para escribir al distante”, “hombre que acaba una carta sabe
de sí un poco más de lo que sabía antes”, “ ¡Cuántas muchas almas, sufridoras
de aislamiento, de soledades, van a hallar ahora remedio por la posta!.
Distancias y ausencias son tinieblas, y envuelven por igual al presente y al
ausente. Un no poder verse material, engendra como un espiritual al no verse.
Las gentes, de lejos, se mueren a la visión; y empiezan a agonizar en la
memoria de los corazones. La carta actúa como luz, porque luz es el Verbo”.
Y referencia el poeta a los antiguos: Demetrio de Falera y Proclo, al gran monasterio medieval de Monte Cassino donde Alberico escribió el Breviarum de dictamine y a Erasmo y su Libellus de conscribendis epistolis, hasta llegar a Gaspar de Texeda que publica en Zaragoza el Estilo de escribir cartas mensajeras y de ahí en adelante, la mutación de la carta de amor cortesana y la epístola confesional a la correspondencia moderna con sus prisas y sus silencios, arribo del telegrama, pretérito origen del SMS y el mail digital, insospechado soporte inmaterial para el contemplador Salinas, amante de Catherine Whitmore. Dijo el poeta de La voz a ti debida: “yo sostengo que la carta es, por lo menos, tan valioso invento como la rueda en el curso de la vida de la humanidad”.
Un escritor se hace a
sí mismo. Quesada y Miró fueron amigos. Entre el 98 y el 27, sus obras
destellan lo puro singular, outsiders libres de etiquetas y capillas. Entre las
páginas de sus libros descubrió Quesada al amigo, porque Sigüenza era también
él, desde su biblioteca se asomó al Peñón de Ifach: alicantino, fenicio y
árabe, español de la Iberia marítima, como lo describe su autor y como si
fueran ellos mismos a su sombra de luz: “desprendido, solo, encantado. Dentro
de las calmas y del batido profundo del mar, se sumergen, se tienden, se
tuercen, se doblan y encogen las rosas, los granas, los verdes, los morados,
todos los colores tiernos y viejos del Ifach. Ifach, es de paños preciosos, de
bronces ardientes, de piedras de gloria. Rocas encendidas, talladas por el filo
del viento. Apside con pecho de bergantín que corta inmóvilmente las aguas.
Animación y gracia de escultura; torso y rodillas vibrando de luz marina bajo
los pliegues dóciles y las escarpas verticales de la peña; ímpetu contenido por
la orla de la falda, cogida tirantemente a la costa. Silencio y retumbo de
frescura salada. Silencio exaltado, como un grito de la cincelación de la luz” —“Años y leguas”, página 133 de la
edición de Salvat, 1970, bajo el patronazgo de Dámaso Alonso como presidente de
la Real Academia Española.
En el silencio de las tumbas y de las cartas, sucede igual, el trasvase, la frontera, el interludio y la ambivalencia se mezclan y confunden, luz y oscuridad pululan a la par, entre la isla y Madrid el vaticinio hechiza la mirada de quienes escriben, bajo los azules del allá se despliega otro mar inusitado, Sierra Norte y Oeste, Cuenca Alta del Manzanares, los paisajes de Castilla que son península de un color antiguo y medieval, para los ojos insulares renace entonces un espejo que lo singulariza y diferencia, a la par que al hombre mediterráneo: santo Sigüenza de las páginas de Miró, sensibilidad nueva que se proclamó con melódica ciencia. Realmente, los dos amigos eran muy antiguos, de épocas aún por llegar incluso, porque el Atlántico y el Mediterráneo dialogaron con su silencio de tinta, —segunda voluta de faro—.
El amigo del modernismo insular fue “un caso excepcional” como lo tilda el ensayista Antonio Porpetta, cuyo libro “Gabriel Miró y el mar” Premio Juan Gil-Albert de 2003 ilumina la conexión absoluta del escritor con su Mediterráneo universalista. Miró, a quien dedicó un poema Gerardo Diego, “Paisaje con figuras” — Papeles de Son Armadans, 1956— labró su obra entre la toponimia y las aldeas alicantinas: “Guadalest, Benimantell, Beniard, Benifato, Confrides” entre “la prisa del novecientos”. Para el poeta y doctor de la tesis, “El mundo sonoro de Gabriel Miró” —Complutense, 1994—la voz del insigne escritor estaba dotada de una “mediterraneidad” ontológica, no es extraño que Porpetta, nacido en Elda en 1936 y fallecido el pasado julio de 2023, autor de Ardieron ya los sándalos (Adonais, 1982) descubra esa síntesis gabrielmironiana por ser la de su propia cosmovisión.
También
Jaime Siles, poeta valenciano, lo tildó de “poeta isla” en su reseña de
los artículos de Miró para el suplemento cultural del ABC en 1993. La nómina de
referencias es amplia y diversa, Porpetta las aunó todas: aquí esta otra, Gómez
de la Serna, a quien trató Alonso Quesada en el Café Pombo madrileño, consideró
al alicantino en su libro “Retratos de España” como un escritor “fulgente y extraño”, Sigüenza lo fue,
porque en el campo de La Marina, “lo primero que encontraba era a sí mismo,
atravesándolo, estampándose en todo como su sombra prolongada por el sol
poniente”, estando alrededor suyo y entre los párrafos que Rafael Romero degustó en su tiempo de otros libros de su isla, las “arboledas recónditas
junto a los casales, el árbol de olor del Paraíso, un ciprés y la vid en el
portal, piteras, girasoles, geranios”.
Advierte Miró en su primera carta a Don Alonso Quesada, que ha leído su libro que “penetra la claridad hasta lo hondo”, una transparencia en la que el corazón del alicantino se explaya desde el barcelonés segundo piso del Paseo de la Bonanova, el 27 de octubre de 1917. “Comienza nuestro diálogo. Bien venida nuestra amistad” concluye. Muy seguramente Rafael Romero le contó de su estadía en Alcoy, por la mención expresa a los viejos caminos de Levante que hace el novelista. Y de la segunda y tercera misiva se vuelven partícipes la hija Clemencia Miró que ya mozuela ha leído El lino de los sueños y celebra la llegada de la carta insular, con el retrato del poeta. Miró se congratula de este cariño nuevo, sugiere al amigo publicar en Atenea y colaborar en La Publicidad de Barcelona, esa gracia de abrir puertas y tender puentes del receptor de las palabras susurrantes del amigo lejano de unas islas atlánticas hace que la vida sea pródiga y benefactora, muy a pesar de las penas y las cavilaciones, Miró que es mayor le recomienda al atribulado amigo canario, “llevamos zonas desconocidas, hay en nosotros lejanías imprevistas, que nos conturban y esperanzan. No se limite el sentimiento de sí mismo”.
Lázaro
Santana apunta con exactitud elocuente que Rafael Romero publicó prácticamente
todo Smoking-Room en sus columnas de
a 30 pesetas cada una del diario barcelonés entre 1918 y 1922, logro
ultramarino debido a la gentileza y bonhomía de su amigo alicantino, así
también La umbría se publicó en
Atenea, por recomendación de Miró, y Alonso Quesada que fue hombre
generosamente dado a ser agradecido y dedicar su amor y amistad en versos. No
debe olvidarse a Luis García Bilbao, a quien se dedica El lino de los sueños, fue él su editor desinteresado y fraternal,
durante su vida tuvo amigos de verdad, por carta y de carne y hueso. La
participación de Félix Delgado fue providencial en la vida de Rafael Romero
Quesada, ay, el otro poeta canario, depositario último de las cartas extraviadas
de Quesada a Miró, desaparecido en las barricadas de la Barcelona del 36. Y de
hecho, Los Caminos dispersos fueron
dedicados también a otro amigo, “A Luis
Doreste Silva en París, noble poeta, amigo único”. Y La Umbría, como no
pudo ser de otra manera, a GM: “maestro de arte y amistad, con el cariño y la
gratitud fervorosos de R.R”.
Es manifiesto que Quesada leía a Miró con ahínco y
vehemencia, como a Unamuno remitió sus cartas sentidas desde la isla, el amigo
del modernismo insular siempre tuvo la disposición y el cariño de aconsejar y
brindar sus mejores deseos. En uno de los discursos en la Escuela Luján Pérez
de Rafael Romero, publicado por el profesor Santiago Henríquez que ha sido otro
de los distinguidos estudiosos de la obra quesadiana, quedaba patente la
admiración y el vínculo hacia el creador de Sigüenza, Quesada frecuentó los
ventanales de aquel lugar de paso de las horas capitalinas y elogió ante los
jóvenes pupilos de la belleza atlántica a su amigo alicantino, dos hombres
lejanos que se apreciaban en confidencias escritas— dos mares, tercer fogonazo
de faro—que estaban dialogando en una imposible geografía de letras y dos
hombres de espíritu marítimo y tierra añeja que hacían de la distancia su nexo
más universal.
Quesada le dedicó poemas a Gabriel Miró en la revista España, acusa recibo el alicantino, los
versos se publicarán en Los caminos
dispersos, Lázaro Santana revela que son los correspondientes a la sección
Dolorosos caminos, números II, III y IV, los poemas encabezados por los
epígrafes de “Tarde invernal. Frente a la
playa”, “Alba. Las campanas del alba
perdidas en el silencio. En el ventanal de la casa” y “Calle comercial.
Mediodía africano”. Y el amigo, responde por carta con su agradecimiento y
recomendación: “Llega a preocuparme su destierro en la isla. Creo firmemente en
su triunfo; pero no olvidemos nunca, que a esa isla dura y ferreña, le debe Vd.
una lírica exaltación, un comprenderse, una integración de sí mismo y la fuerza
inicial de su arte tan suyo y tan acendrado”.
Y entremedias,
huacales de plátanos, confesiones de desdichas de salud y pormenores
editoriales, deseos de ir uno a Barcelona y el otro regresar a Madrid, incluso
unos versos de Quesada a Clemencia, que Lázaro Santana ubica como los referidos
por ella en el artículo publicado en El Liberal tras la muerte del poeta, donde
dice “Toda la vida es nuestra / y la olvidamos; todo el amor, las horas
mágicas, el sueño, todo es nuestro! / Y sin embargo emprendemos la marcha / en
esta noche hacia el silencio eterno”.
La edición primera de algunas de las cartas entre ambos fue hecha por el reconocido estudioso de las letras canarias, Sebastián de la Nuez, publicadas también en los Papeles de Son Armadans, Palma de Mallorca, octubre de 67. La amistad entre los dos escritores era compartida por autores cercanos a ambos, como Félix Delgado, quien remitió a Clemencia Miró una de sus últimas misivas antes de morir en Barcelona. A Miró dedicó el poeta canario algunos versos también y en el archivo Sánchez Monllor de Alicante se encuentra un ejemplar del libro “Paisajes y otras visiones” de Félix Delgado, con dedicatoria manuscrita del autor a Gabriel Miró en enero 1924. Un volumen de la editorial Biblioteca de “La Isla” Gran Canaria, que incluye prólogo de Claudio de la Torre.
Hay un poema de Miguel Hernández, poema suelto, que vale
como colofón de esta conferencia intermarítima, paninsular, tardomoderna,
escrita en el desvelo de la nocturnidad mexicana, el tránsito por Italia y la
arribada de despedida a la isla de Gran Canaria.
Y dice así:
Oliendo a ciprés pasó...
Se hundió
oliendo a penas suaves.
Y el Mar dijo al
Campo: ¿Sabes?
¡Ha muerto
Gabriel Miró!
Del Campo se
alzó un clamor,
se agitó todo,
y: ¿Es cierto
¡AY!
que he
perdido, que se ha muerto
¡AY!
mi más grande
ruiseñor?...
Aquel que con
mis senderos
andaba bajo
mis siestas.
Aquel de mis
dulces puestas
de sol y de
mis luceros.
Aquel del
paisaje, ¡mío!,
que sintió mi
primavera
y mi estío
cual si fuera
árbol, ave,
brisa, río.
Aquel que con
tanto amor
pulió mi
hermosura... ¿Es cierto
¡AY!
que he
perdido, que se ha muerto
¡AY... YAY!
mi más grande
ruiseñor?
¡Sí!, dijo el
Azul Esquivo;
ha muerto ya
el Ojo Claro.
El de mi Playa
y mi Faro,
y de mi
Barlovento Vivo.
El de mis aves
de espuma
y mis cipreses
andantes;
mi sal con
falda y volantes
y el sol de mi
luna suma.
-¡Ha
muerto!... Cuando al lucero
de limón los
ruiseñores
bajan,
haciendo primores,
por un undoso
sendero.
Cuando la
coronación
del ganado se
realiza,
y va la espiga
pajiza
y huelo a mi
corazón.
¡Viento!
¡Ciego de las rosas!
Anda horizonte
adelante,
y dile a todo
Levante
que ha muerto
el Señor de las prosas.
Cruza las
canas aldeas
por donde
Sigüenza iba.
Márchate
montaña arriba,
y a todo el
pastor que veas
di que ha
muerto el hombre aquel
de ojo triste
y vida rara
que con ellos
platicara
a un son de
esquila y rabel.
Corre sobre todo
a «Oleza»...
Ya que su
paisaje verde
su más
preciosa ave pierde
¡que se muera
de tristeza!
Que doble a
muerto «Jesús».
Y las campanas
del lado
del huerto de
aquel Prelado
todo de miel y
de pus.
Que en medio
del vocerío
de torres
palomariegas
se escuche un
plañir de vegas
y unos
sollozos de río.
... Oliendo a
ciprés pasó...
Se hundió
oliendo a penas suaves.
Y el Mar dijo
al Campo: ¿Sabes?
¡Ha muerto
Gabriel Miró!
Samir Delgado, noviembre de 2025
