Guido Kolitscher, El pescante de Hermigua, Galería Luna. |
IPALÁN
Cuaderno
de viaje a La Gomera*
A Aitana Alberti
I
Una
historia sobre el ocaso cotidiano del mundo no podría tener mejor
comienzo que el propio atardecer contado por medio de una travesía
atlántica. Así podríamos estar aún más cerca del mecánico
desenlace solar visto a través de cristaleras empapadas por la
salitre. A toda velocidad, Tenerife queda a la espalda en el mapa
imaginario de las isobaras marítimas, el horizonte insular está más
acá, ya casi al alcance de nuestra mano como el paseo diario en
guagua junto a un matrimonio de alemanes pacientudos que esperan con
sus bártulos a la espalda el arribo al puerto colombino. Aunque en
verdad La Gomera tiene un aire de isla pretérita que recibe los
dogmas del progreso casi a regañadientes. La imagen esencial nada
más pisar la capital de Ipalán fue un bosque de mástiles en el
muelle nocturno fijados entre el trasiego portuario con pasajeros a
la prisa buscando un taxi que les saque de esa primeriza toma de
contacto con tierra firme. Nadie tuvo ojos para auxiliar el silencio
plomizo de la roca inmensa que había allí desde siempre como un
anticipo de los acantilados insulares. Todo el mundo cruzó la
avenida sin detenerse por un instante a contemplar los resquicios
luminiscentes de un día cualquiera bajo el cielo que cobija la
fortaleza de Argodey.
II
En la mirada de los perros que cruzan en solitario las calles empinadas de Ipalán hay algo especial, parecen venir de muy lejos, sin destino fijo, van correteando el vacío de todas las horas puestas juntas cuesta arriba en la intemperie insular. Los perros de aquí no saben de parques arbolados, están solos, muy solos. Nadie se detiene para acariciarlos jamás. Ahora tomando unas cervezas Pilsner Urquell en el bar Marejadas a escasos metros del edificio consistorial. Hay gente variopinta que demuestra una familiaridad extrema con las noches de Ipalán. El camarero nos sirve una bandeja de pan caliente con almogrote en dos gigantescas bolas de helado. Hacía mucho tiempo que la felicidad no venía servida para dos. Tras una cena opípara resulta verdaderamente imposible hacer una escalada nocturna hasta los barrios misteriosos que se yerguen adormilados al final de los callejones que nacen desde los aledaños del Ayuntamiento. Son un espejismo iluminado por los farolillos de luz acaramelada con guarapo, la figura taciturna de las casas que ocuparon el sitio de las cuevas de antaño por donde vagaba el adivino Aguamuje.
III
El
trasiego matinal en la capital gomera se parece mucho a la atmósfera
del sur tinerfeño pero sin el peso agobiante del turismo colonial.
En las cafeterías de la Avenida Colón aparecen rostros familiares
echándose los cafés cortados y los bocadillos de lomo con todo.
Nada más ojear los menús dibujados con tiza sobre una pizarra con
moscas ajuleadas saltan a la vista los quesos artesanales y los mojos
tradicionales que invitan al paladar con su exquisitez patria. Y
también resulta inevitable el ronroneo del tráfico junto a las
colas de paseantes que entorpecen la entrada a los comercios de
souvenirs en la Calle Real con artesanía típica hand made in La
Gomera. Así ocurre que a escasos metros de la avenida marítima,
coloreada por ramalazos tibios de sol y un césped grandilocuente
bajo sus pies, aparece ante la vista la Torre del Conde, impetuosa y
señorial, convertida en lugar de paso obligado para los transeúntes
como una mercancía más de la publicidad turística. Allí pueden
tener acceso los jubilados europeos a una galería permanente de
portulanos medievales con grabados sobre la isla de donde partió
Colón.
IV
Y no
hubo manera de tomar rumbo con destino hacia el paisaje interior de
la isla. El Garajonay estaba jugando al escondite. Pero en la Plaza
de las Américas todo el mundo queda atrapado entre la sombra
entristecida de las palmeras. Hay palomas errabundas que pasean a
diario entre las mesitas con sombrillas del local cubano que
colecciona con nostalgia pesos nacionales sobre la barra pegajosa del
bar. Esta plaza capitalina tiene la virtud de no perder su
quintaesencia histórica tricontinental gracias a la masiva
concurrencia de trasatlánticos turísticos. Ella misma conserva
entre sus brazos doloridos el paso funesto del tiempo con la estela
imperial del almirante de la mar a lo lejos y las huellas cercanas
con olor a dulce almendrado de los emigrantes isleños. Vale la pena
detenerse por unos momentos en medio de todo a la espera de esa
gomera profunda que aparecerá súbitamente entre el eco de los
últimos silbidos.
V
Ya de
regreso a Tenerife. Atravesando nuevamente la médula doliente del
sur por la autopista insular a cien kilómetros por hora. Así el
aeropuerto queda rebajado a su máximo nivel de gravedad
insignificante bajo el peso inmemorial de los volcanes. El centro
recupera por fin su propia inercia natural: los pueblitos de Arguayo
y Tamaimo sugieren una continuación inédita de la odisea, los
paisajes más recónditos y más antiguos de la isla atlántica
proclaman con radical improvisación su completa novedad.
EPÍLOGO
ISLA JAZZ TRAVEL
LAS
OLAS COMO UN SOLO DE SAXO sobre una roca de capricho geológico
ubicada en medio del país del agua que es el único lugar del
planeta libre de fronteras. Nadie podrá jamás levantar murallas
artificiales sobre el espacio fluyente del océano. Y por eso la isla
no tiene final gracias al círculo permanente de barcas que vacilan
adormiladas en alta mar. Ellas también improvisan el compás
sinfónico de su tiempo de vida. Cada mañana los bañistas
extranjeros que deshilachan sus calzados de cuero desconocen la
historia de cada vereda que cruza hasta el desfiladero de la caleta.
ALLÍ
SIEMPRE EL SOL cuaja una mejilla canela salpicada de pequeños
callaos que sobreviven bajo el mismo silencio del millón de
lagartijas escabullidas ante el roce mínimo de cada pisada. Con el
vértigo de la bajada siempre aparecen algunos surferos coleccionando
aventuras trepidantes entre la marejada de yodo marino y el tránsito
pedregoso que acumula montañas de botellas plásticas para que el
tiempo las derrita muy lentamente. Justo cuando llega el naufragio en
seco sobre la playa aparece con exactitud fotográfica el gesto
doliente de tabaibas y cardones. También hay una melodía especial
en las pisadas que teclean la alfombra de arena mojada. Pero no hay
edificios que alambiquen el horizonte, la costa parece un bosque de
luz con animales misteriosos danzando libremente al compás de la
batería sonora de los siglos.
MÁS
ALLÁ EL MUELLE pesquero luce una pose de vitrina histórica. Las
casas blancas atravesadas por el óleo del solajero no tienen fecha
de caducidad, al igual que los goces infantiles apelotonados en el
reducto natural donde las algas marinas encuentran un momento de paz
sólida. Así todo fluye por la boquilla del saxo. Aparecen las
primeras gaviotas con sus plumajes de aire fresco revoloteando como
los acordes soberanos de un contrabajo magistral. Y el poeta,
entonces, cierra su cuaderno para zambullirse en el fondo del agua.
*
Viaje realizado en Noviembre de 2010 en compañía de la poeta Aitana
Alberti y los músicos cubanos Efraín Medina y Doris Oropesa.
Archivos
sonoros editados por Hector Martín con música de Kike Perdomo.
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