lunes, 20 de enero de 2014

Isla jazz travel (Ipalán, Cuaderno de viaje a La Gomera)

Guido Kolitscher, El pescante de Hermigua, Galería Luna.
IPALÁN
Cuaderno de viaje a La Gomera*

A Aitana Alberti

I

Una historia sobre el ocaso cotidiano del mundo no podría tener mejor comienzo que el propio atardecer contado por medio de una travesía atlántica. Así podríamos estar aún más cerca del mecánico desenlace solar visto a través de cristaleras empapadas por la salitre. A toda velocidad, Tenerife queda a la espalda en el mapa imaginario de las isobaras marítimas, el horizonte insular está más acá, ya casi al alcance de nuestra mano como el paseo diario en guagua junto a un matrimonio de alemanes pacientudos que esperan con sus bártulos a la espalda el arribo al puerto colombino. Aunque en verdad La Gomera tiene un aire de isla pretérita que recibe los dogmas del progreso casi a regañadientes. La imagen esencial nada más pisar la capital de Ipalán fue un bosque de mástiles en el muelle nocturno fijados entre el trasiego portuario con pasajeros a la prisa buscando un taxi que les saque de esa primeriza toma de contacto con tierra firme. Nadie tuvo ojos para auxiliar el silencio plomizo de la roca inmensa que había allí desde siempre como un anticipo de los acantilados insulares. Todo el mundo cruzó la avenida sin detenerse por un instante a contemplar los resquicios luminiscentes de un día cualquiera bajo el cielo que cobija la fortaleza de Argodey.

II

En la mirada de los perros que cruzan en solitario las calles empinadas de Ipalán hay algo especial, parecen venir de muy lejos, sin destino fijo, van correteando el vacío de todas las horas puestas juntas cuesta arriba en la intemperie insular. Los perros de aquí no saben de parques arbolados, están solos, muy solos. Nadie se detiene para acariciarlos jamás. Ahora tomando unas cervezas Pilsner Urquell en el bar Marejadas a escasos metros del edificio consistorial. Hay gente variopinta que demuestra una familiaridad extrema con las noches de Ipalán. El camarero nos sirve una bandeja de pan caliente con almogrote en dos gigantescas bolas de helado. Hacía mucho tiempo que la felicidad no venía servida para dos. Tras una cena opípara resulta verdaderamente imposible hacer una escalada nocturna hasta los barrios misteriosos que se yerguen adormilados al final de los callejones que nacen desde los aledaños del Ayuntamiento. Son un espejismo iluminado por los farolillos de luz acaramelada con guarapo, la figura taciturna de las casas que ocuparon el sitio de las cuevas de antaño por donde vagaba el adivino Aguamuje.

III

El trasiego matinal en la capital gomera se parece mucho a la atmósfera del sur tinerfeño pero sin el peso agobiante del turismo colonial. En las cafeterías de la Avenida Colón aparecen rostros familiares echándose los cafés cortados y los bocadillos de lomo con todo. Nada más ojear los menús dibujados con tiza sobre una pizarra con moscas ajuleadas saltan a la vista los quesos artesanales y los mojos tradicionales que invitan al paladar con su exquisitez patria. Y también resulta inevitable el ronroneo del tráfico junto a las colas de paseantes que entorpecen la entrada a los comercios de souvenirs en la Calle Real con artesanía típica hand made in La Gomera. Así ocurre que a escasos metros de la avenida marítima, coloreada por ramalazos tibios de sol y un césped grandilocuente bajo sus pies, aparece ante la vista la Torre del Conde, impetuosa y señorial, convertida en lugar de paso obligado para los transeúntes como una mercancía más de la publicidad turística. Allí pueden tener acceso los jubilados europeos a una galería permanente de portulanos medievales con grabados sobre la isla de donde partió Colón.

IV

Y no hubo manera de tomar rumbo con destino hacia el paisaje interior de la isla. El Garajonay estaba jugando al escondite. Pero en la Plaza de las Américas todo el mundo queda atrapado entre la sombra entristecida de las palmeras. Hay palomas errabundas que pasean a diario entre las mesitas con sombrillas del local cubano que colecciona con nostalgia pesos nacionales sobre la barra pegajosa del bar. Esta plaza capitalina tiene la virtud de no perder su quintaesencia histórica tricontinental gracias a la masiva concurrencia de trasatlánticos turísticos. Ella misma conserva entre sus brazos doloridos el paso funesto del tiempo con la estela imperial del almirante de la mar a lo lejos y las huellas cercanas con olor a dulce almendrado de los emigrantes isleños. Vale la pena detenerse por unos momentos en medio de todo a la espera de esa gomera profunda que aparecerá súbitamente entre el eco de los últimos silbidos.

V


Ya de regreso a Tenerife. Atravesando nuevamente la médula doliente del sur por la autopista insular a cien kilómetros por hora. Así el aeropuerto queda rebajado a su máximo nivel de gravedad insignificante bajo el peso inmemorial de los volcanes. El centro recupera por fin su propia inercia natural: los pueblitos de Arguayo y Tamaimo sugieren una continuación inédita de la odisea, los paisajes más recónditos y más antiguos de la isla atlántica proclaman con radical improvisación su completa novedad.   


EPÍLOGO
ISLA JAZZ TRAVEL



LAS OLAS COMO UN SOLO DE SAXO sobre una roca de capricho geológico ubicada en medio del país del agua que es el único lugar del planeta libre de fronteras. Nadie podrá jamás levantar murallas artificiales sobre el espacio fluyente del océano. Y por eso la isla no tiene final gracias al círculo permanente de barcas que vacilan adormiladas en alta mar. Ellas también improvisan el compás sinfónico de su tiempo de vida. Cada mañana los bañistas extranjeros que deshilachan sus calzados de cuero desconocen la historia de cada vereda que cruza hasta el desfiladero de la caleta.

ALLÍ SIEMPRE EL SOL cuaja una mejilla canela salpicada de pequeños callaos que sobreviven bajo el mismo silencio del millón de lagartijas escabullidas ante el roce mínimo de cada pisada. Con el vértigo de la bajada siempre aparecen algunos surferos coleccionando aventuras trepidantes entre la marejada de yodo marino y el tránsito pedregoso que acumula montañas de botellas plásticas para que el tiempo las derrita muy lentamente. Justo cuando llega el naufragio en seco sobre la playa aparece con exactitud fotográfica el gesto doliente de tabaibas y cardones. También hay una melodía especial en las pisadas que teclean la alfombra de arena mojada. Pero no hay edificios que alambiquen el horizonte, la costa parece un bosque de luz con animales misteriosos danzando libremente al compás de la batería sonora de los siglos.
MÁS ALLÁ EL MUELLE pesquero luce una pose de vitrina histórica. Las casas blancas atravesadas por el óleo del solajero no tienen fecha de caducidad, al igual que los goces infantiles apelotonados en el reducto natural donde las algas marinas encuentran un momento de paz sólida. Así todo fluye por la boquilla del saxo. Aparecen las primeras gaviotas con sus plumajes de aire fresco revoloteando como los acordes soberanos de un contrabajo magistral. Y el poeta, entonces, cierra su cuaderno para zambullirse en el fondo del agua.

* Viaje realizado en Noviembre de 2010 en compañía de la poeta Aitana Alberti y los músicos cubanos Efraín Medina y Doris Oropesa.
Archivos sonoros editados por Hector Martín con música de Kike Perdomo.

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