César Manrique, artista canario (24 de abril de 1919-25 de septiembre de 1992) Lanzarote |
Si sentimos el dolor de los
umbrales
entonces no somos ningún
turista,
puede existir la transición
Peter Handke
César Manrique y José María Millares in memoriam
De improviso, así nos llegan las malas noticias, cuando un poeta
ha cruzado el umbral de la muerte nos quedamos siempre consternados, y echamos
mano enseguida de sus libros como para no dejar sitio al frío silencioso. Pero
una vez sobrepasado el duelo íntimo, como en las culturas donde los funerales
acaban convirtiéndose en una fiesta por la memoria, tal vez como tributo al
compromiso del verbo, también queda compartir una reflexión profunda,
inacabable pero recurrente, respetuosa pero no menos radical para sumergirnos
en el vaivén de la literatura insular.
Así
ocurre que podríamos empezar con una frase del novelista austriaco Peter Handke que a primera vista nos
dejaría filosóficamente patinando, jamás sería incluida en el programa de los
cursillos universitarios de verano tan de moda para ganar créditos en la
especialización laboral, pues ya sabemos que en Canarias vivimos del turismo,
por eso su mejor utilidad tal vez sería la de una leyenda pintorreada en
cualquier escaparate de las agencias de viaje que todavía en septiembre regarán
de ofertas suculentas nuestros deseos de salir afuera.
Y
es que según el autor de “El miedo del
portero al penalty” (1970), uno más de muchos libros con plena actualidad en la
escenografía centroeuropea que no deberíamos considerar desde aquí como el polo
opuesto de la ultraperiferia, ha dejado escrita la sentencia de que “si sentimos el dolor de los umbrales
entonces no somos ningún turista, puede existir la transición”. Así
mismo, dicho esto, ya no podremos dejar en el tintero la interrogante que nos
asaltará frente a cualquier monumento que visitemos en nuestras vacaciones,
para salir de dudas sobre nuestra condición de hipotéticos turistas escaparemos
del barullo para intentar sentir con empatía esa queja inaudible de los
tabiques, la supuesta dolencia de las viejas reliquias históricas que nos
confesarán con un poco de suerte sus secretos en el momento más determinante de
nuestros viajes por el mundo.
Pero
también, claro está, podemos emplear esta especie de test a los turistas que suelen arremolinarse en tropel sobre los
centros urbanos más emblemáticos de cada isla, no sólo los enclaves señalizados
que rezuman el aura de siglos pasados, sino cualquier tipo de edificación
erguida con arrogancia en los entornos de las playas, el espacio social urdido
por el ingenio arquitectónico que representa la relación interactiva que
tenemos con el paisaje: ¿qué sentirán las parejas de ancianos escandinavos que
frecuentan las islas desde hace décadas en sus días felices?, ¿cuál será la
sensación de los transeúntes europeos que recorren las avenidas marítimas del
archipiélago?
La
verdad es que no son pocos los testimonios de muchos visitantes foráneos que
han recalado a nuestras costas, especialmente los gentlemens británicos que llamaron la atención de nuestro Alonso Quesada atrapado en sus
quehaceres oficinescos, desde el padre de Oscar Wilde hasta las recientes visitas de David Lodge al poco terapéutico sur
turístico, pero es cierto que a falta de recontarse la extensísima bibliografía
que abunda en las bibliotecas para escanear los pasajes más relevantes de estos
relatos de viajes para nuestra fama de centro internacional de vacaciones en la
posteridad, valdría la pena echar un vistazo a nuestra propia literatura para
sacar conclusiones provisionales sobre la mirada insular, el vínculo histórico
del isleño a su tierra, extrayendo a la manera de un collage todas aquellas
referencias que tratando sobre el escenario de la geografía canaria apenas
hacen mención de ella: hay algunas empecinadas en codificar su ubicación
natural en aras de una universalidad abstracta y desabrida, otras que parecen
acomplejadas hasta la médula para no quedar delimitadas al terruño por su
vocación de futuros triunfalismos en lejanas ferias del libro, así como muchas
otras que quedan en lo anecdótico y circunstancial para obtener una provechosa
denominación de origen o bien algunas más que recalan en los registros
costumbristas más empalagosos para reflejar con sus excesos las típicas
estridencias de una necesidad de afirmación simbólica que ha estado en
permanente conflicto durante siglos de creación escrita.
No
puedo quitarme de la cabeza entonces la metáfora de aquel parto reprimido de
forma abominable en una de las novelas del tinerfeño Víctor álamo de La Rosa, pues tal vez le esté pasando algo
parecido a la gran cantidad de jóvenes autores y no tan jóvenes ya que en sus
diferentes enfoques y propuestas estéticas, todos válidos y ninguno mejor que
otro, no encuentran al fin la luz de un lenguaje atrapado en la maraña pegajosa
del lado de acá como dijera el mago Julio
Cortázar. Y por todo esto, tal vez de cara al futuro, algún día quedará
demostrado que las teorías de cuño regionalista, que tanta saña provocan para
cierta mentalidad progre que se regodea en el rechazo de lo canario recluyendo
la cosmovisión de los antiguos isleños en el mismo cajón que la extinción de
los dinosaurios, no fueron más que las vagas tentativas con filigranas de
canariedad hechas a destiempo que fracasaron por su idealización romántica del
pasado y su distorsión ideológica de una realidad vista con la revisión
engañosa de una identidad folclórica puesta en escena por unas élites insulares
apoltronadas en sus parcelas de poderío caciquil.
Y
lo mismo pasó con las argucias estéticas de la mejor vanguardia insular, que
soñando con el cosmopolitismo más universal, de tan avanzadas que estaban en el
éter cósmico no tuvieron ocasión de salvarse en las trincheras de la
resistencia, sucumbiendo bajo las botas represivas de una dictadura franquista
que asfixió duramente la progresiva consolidación de una condición insular
tricontinental que más tarde sería apenas esbozada en El Hierro con el Monumento
al Campesino de Toni Gallardo,
que por cierto a fecha de hoy, no sale en los mapas, y tampoco nadie pone el
grito en el cielo para su reivindicación, ya sea por la consanguínea deserción
generacional de unos tiempos vendidos por irrecuperables, ya sea por la
comodidad ventajosa de guardar las composturas sin mojarse nadie el culo más
allá de los dinteles constitucionales.
Pero
no seamos derrotistas, apenas una década después del triste fallecimiento de
nuestro poeta José María Millares en
2009, otro premio canarias de literatura que ya ha pasado a engrosar la
nómina de autores inmortales, hay que animar a toda la gente de Canarias que a
duras penas está echando adelante el terreno cultural con los sudores del arado
novelístico, poético y artístico en sus variadísimas expresiones, a pesar de la
dureza con que opera todavía el rodillo de la industria, la meritocracia
fraticida y la dificultosa transacción de la empiria entre las generaciones que
han ido grabando en piedra con mucha jiribilla la espiral de nuestra historia.
A
falta pues de salir airosos de este bache histórico que nos amenaza en las
carteleras de cine con el final de la humanidad por una catástrofe natural, a
falta de que surjan nuevas apuestas de ruptura creativa en una tradición insular
que ha parido siempre nuevos valores en tiempos de incertidumbre, a falta de
que nuestro empequeñecido panorama literario quede al fin liberado del reinado
despótico de ciertos egocentrismos meteóricos y que la mundanal desorientación
provocada por la propaganda audiovisual y la paraliteratura de best sellers con sede en el Vaticano sea sustituida por una
atmósfera más fértil para el debate sobre los retos del presente, va siendo
hora de que en las islas recuperemos el ansia primigenio por salir afuera sin
tener que sacrificar lo de adentro, como el autor de “Liverpool” que se nos ha ido precisamente entre los vanos
resquebrajados de aquella primera década del siglo, y descubrir nuevos
horizontes con una forma de mirar distinta, que aún empleando las herramientas
de la crítica más severa no abandone el necesario apego a una identidad, una
manera de contar arraigada a la tierra para borrar los tópicos y los tipismos,
haciendo aún más transparentes y transitables los lugares comunes, dotando
nuevamente a la palabra de los sutiles engranajes de la evocación para
construir un mundo mejor y el compromiso que jamás tuvo que dejarse oxidar por
la superchería de la ficción homologada y comercial.
A
fin de cuentas, en el mundo atomizado de la creación literaria, que es el
estampado en tinta del múltiple sentir contemporáneo en nuestro archipiélago,
riquísimo por su variedad de tonalidades, tenemos que preguntarnos por el
destino del ser insular bajo la
hecatombe de un paisaje repleto de hormigón, por la mirada escandalizada de un Pedro García Cabrera que al levantar
la cabeza vería como los males endémicos no son más que una sintomatología de
los efectos perversos del desarraigo cultural en la globalización neocon, la conversión irreversible
del propio isleño en un turista nada ecológico de su propia geografía,
condenado al vagabundeo dominguero al monte y al estar de espaldas a un mar ya
exclusivo para los yates de recreo, nuestro territorio volcánico cada vez más
atenazado entre los códigos de barras de un paisaje de postal y la mirada del
poeta como una contemplativa fracción de segundo emperifollada por el flash
digital, cercado esta vez por los límites de nuestra propia ceguera.
Y
aquí nos las tenemos que ver con algunas preguntas improrrogables para que se
vuelva a tomar al asalto el fragor del debate siempre productivo tras una
temporada paupérrima y se reactive de una vez con todas sus consecuencias la
polémica de la insularidad que hace mucho destapó inocentemente el honorable
profesor Valbuena Prat, y que no
puede seguir acaparado por los cánones del sectarismo en el reconocimiento
crítico, la vanagloria de lo kitsch en
la arquitectura verbal y la tradición poética leída en plan cátedra con rejos
policíacos, aunque está visto que en las altas esferas institucionales, nunca
faltaron voces que al igual que las castas sacerdotales del antiguo Egipto claudican interesadamente en
favor del establishment: ¿se
van a seguir de pies juntillas las reformas educativas que podan nuestra
enseñanza bajo una homologación dirigida ciegamente al mercado?, ¿hasta cuando
durará el silencio en los pasillos universitarios bajo el hechizo en los
pupitres del sibaritismo posmoderno?
¿Acaso conformarnos con la aséptica atlanticidad
ingeniada desde algunos despachos? ¿Expedimos definitivamente los
certificados de mortandad a una tradición poética que no ha podido alcanzar su
mayoría de edad por estar atrapada en el caldo pútrido del pleito provincial? ¿Dejamos
que la novedad siga siendo el certamen financiado por un banco o las críticas
literarias emitidas con carnets de afiliación? Y finalmente, ¿ganará con el
transcurso del tiempo la inercia mecánica aplicada a la literatura, quedando
metidos de por vida en el vergonzoso recuadro meteorológico de la españolidad? América, África y Europa no pueden sentirse así entre cadenas.
Ante
la obvia carencia de alternativas decididas para asumir el riesgo de
planteamientos transformadores, el peor de los europeísmos, conservador y transnacional, parece estar ganando
sitio en todas partes, el mestizaje vendido con cremas suavizantes pone en
evidencia el temor a contagios indeseados por la cercanía de nuestro verdadero
continente y el cosmopolitismo a ultranza de la reprimida revista republicana Gaceta de Arte ha quedado devaluado a
un híbrido de marca blanca con etiquetas de made in Canary Islands, pues donde antes había un surrealismo radical
ahora pululan la sagas de novela negra detectivesca para el lector de mesilla
de noche, y donde antes nos movíamos como peces en el agua de la marginalidad-
auténtica por irrepetible-, ahora la extrañeza de nuestra naturaleza insular ocupa las
estanterías de la gastronomía y los destinos paradisíacos que es a donde tiene
que acudir lamentablemente cualquier persona del mundo mundial que quiera
encontrar algo sobre las islas más allá de nuestras bisagras de salitre.
Y
para celebrar que el poeta vive, que todavía habitan los latidos de la
disidencia en nuestras letras y que la salvaguarda de las diferencias también
ocupa su sitio en el mismo centro del poder, deberíamos reanimar a toda costa
la “Antología Cercada” de Lezcano y los hermanos Millares Sall, devolver el verso a la
calle de la mano de Alberti, no
dejar que se conviertan en mercancía las confidencias de un Mario Benedetti ya para siempre
cruzando en ómnibus la ciudad de Montevideo,
cerrarle el paso a los ejércitos de la desmemoria con la mejor templanza del
camarada Neruda, podemos
seguirle los pasos al escritor vienés Karl
Krauss dinamitando con su antorcha periodística la decadencia del
imperio y la ridiculez de los nacionalismos
ombliguistas que llevan al desastre de las guerras mundiales convertidas en
oferta de voyeurismo macabro, y
echarse la mochila a la espalda junto al poeta neerlandés Stefan Hertmans pateando toda Europa sin salir de casa, con una
prosa magistral sobre el imaginario de la ciudad flamenca de su Gante natal y ser testigos de una
humanidad raquítica que se ha hecho fuerte en los países del Este, saltando el inmenso charco hasta una Sidney evocada por el sonido aborigen
del didgeridoo y la trabazón
moral de la colonización que perdura en toda África, y de nuevo Kafka
levantándose una mañana alucinado por la metamorfosis de la vieja Praga con la peor versión residual
del capitalismo.
Si
por una extraña casualidad en los futuros repasos topográficos a los nervios
más lejanos de los dominios del euro, algún escritor del viejo continente se
aviene a concedernos una visita más hasta estos peñascos atlánticos,
persiguiendo la misma curiosidad de tantos visitantes ilustres que nos han
hecho eco hasta los cuatro puntos cardinales, de seguro que verá muy difícil
escabullirse de la inercia hotelera para hacer una cata a las esencias
macaronésicas de nuestro archipiélago, donde ya nosotros mismos, habitantes
contemporáneos que heredamos el patrimonio de inefables esfuerzos magmáticos,
por muy mal que nos suene, nos estamos convirtiendo en turistas bajo una
extraña mimesis virtual, como dijo nuestro José María Millares con eso de que “nadie viene a la puerta, nadie escucha quién cierra las ventanas al
paisaje”, tal vez ya incapaces de mirar atrás por la amenaza bíblica de
convertirnos en estatuas de sal y enajenados de por vida bajo una imperdonable
negligencia literaria al dolor de los
umbrales.
Samir Delgado, Una casa mal amueblada, Baile del
Sol, 2010
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