jueves, 20 de abril de 2017

El dolor de los umbrales (Tradición, vanguardia y naturaleza insular)

César Manrique, artista canario (24 de abril de 1919-25 de septiembre de 1992) Lanzarote

Si sentimos el dolor de los umbrales
entonces no somos ningún turista,
puede existir la transición

Peter Handke

 César Manrique y José María Millares in memoriam


            De improviso, así nos llegan las malas noticias, cuando un poeta ha cruzado el umbral de la muerte nos quedamos siempre consternados, y echamos mano enseguida de sus libros como para no dejar sitio al frío silencioso. Pero una vez sobrepasado el duelo íntimo, como en las culturas donde los funerales acaban convirtiéndose en una fiesta por la memoria, tal vez como tributo al compromiso del verbo, también queda compartir una reflexión profunda, inacabable pero recurrente, respetuosa pero no menos radical para sumergirnos en el vaivén de la literatura insular.

Así ocurre que podríamos empezar con una frase del novelista austriaco Peter Handke que a primera vista nos dejaría filosóficamente patinando, jamás sería incluida en el programa de los cursillos universitarios de verano tan de moda para ganar créditos en la especialización laboral, pues ya sabemos que en Canarias vivimos del turismo, por eso su mejor utilidad tal vez sería la de una leyenda pintorreada en cualquier escaparate de las agencias de viaje que todavía en septiembre regarán de ofertas suculentas nuestros deseos de salir afuera.
           
Y es que según el autor de “El miedo del portero al penalty” (1970), uno más de muchos libros con plena actualidad en la escenografía centroeuropea que no deberíamos considerar desde aquí como el polo opuesto de la ultraperiferia, ha dejado escrita la sentencia de que “si sentimos el dolor de los umbrales entonces no somos ningún turista, puede existir la transición”. Así mismo, dicho esto, ya no podremos dejar en el tintero la interrogante que nos asaltará frente a cualquier monumento que visitemos en nuestras vacaciones, para salir de dudas sobre nuestra condición de hipotéticos turistas escaparemos del barullo para intentar sentir con empatía esa queja inaudible de los tabiques, la supuesta dolencia de las viejas reliquias históricas que nos confesarán con un poco de suerte sus secretos en el momento más determinante de nuestros viajes por el mundo.

Pero también, claro está, podemos emplear esta especie de test a los turistas que suelen arremolinarse en tropel sobre los centros urbanos más emblemáticos de cada isla, no sólo los enclaves señalizados que rezuman el aura de siglos pasados, sino cualquier tipo de edificación erguida con arrogancia en los entornos de las playas, el espacio social urdido por el ingenio arquitectónico que representa la relación interactiva que tenemos con el paisaje: ¿qué sentirán las parejas de ancianos escandinavos que frecuentan las islas desde hace décadas en sus días felices?, ¿cuál será la sensación de los transeúntes europeos que recorren las avenidas marítimas del archipiélago?

La verdad es que no son pocos los testimonios de muchos visitantes foráneos que han recalado a nuestras costas, especialmente los gentlemens británicos que llamaron la atención de nuestro Alonso Quesada atrapado en sus quehaceres oficinescos, desde el padre de Oscar Wilde hasta las recientes visitas de David Lodge al poco terapéutico sur turístico, pero es cierto que a falta de recontarse la extensísima bibliografía que abunda en las bibliotecas para escanear los pasajes más relevantes de estos relatos de viajes para nuestra fama de centro internacional de vacaciones en la posteridad, valdría la pena echar un vistazo a nuestra propia literatura para sacar conclusiones provisionales sobre la mirada insular, el vínculo histórico del isleño a su tierra, extrayendo a la manera de un collage todas aquellas referencias que tratando sobre el escenario de la geografía canaria apenas hacen mención de ella: hay algunas empecinadas en codificar su ubicación natural en aras de una universalidad abstracta y desabrida, otras que parecen acomplejadas hasta la médula para no quedar delimitadas al terruño por su vocación de futuros triunfalismos en lejanas ferias del libro, así como muchas otras que quedan en lo anecdótico y circunstancial para obtener una provechosa denominación de origen o bien algunas más que recalan en los registros costumbristas más empalagosos para reflejar con sus excesos las típicas estridencias de una necesidad de afirmación simbólica que ha estado en permanente conflicto durante siglos de creación escrita.

No puedo quitarme de la cabeza entonces la metáfora de aquel parto reprimido de forma abominable en una de las novelas del tinerfeño Víctor álamo de La Rosa, pues tal vez le esté pasando algo parecido a la gran cantidad de jóvenes autores y no tan jóvenes ya que en sus diferentes enfoques y propuestas estéticas, todos válidos y ninguno mejor que otro, no encuentran al fin la luz de un lenguaje atrapado en la maraña pegajosa del lado de acá como dijera el mago Julio Cortázar. Y por todo esto, tal vez de cara al futuro, algún día quedará demostrado que las teorías de cuño regionalista, que tanta saña provocan para cierta mentalidad progre que se regodea en el rechazo de lo canario recluyendo la cosmovisión de los antiguos isleños en el mismo cajón que la extinción de los dinosaurios, no fueron más que las vagas tentativas con filigranas de canariedad hechas a destiempo que fracasaron por su idealización romántica del pasado y su distorsión ideológica de una realidad vista con la revisión engañosa de una identidad folclórica puesta en escena por unas élites insulares apoltronadas en sus parcelas de poderío caciquil.

Y lo mismo pasó con las argucias estéticas de la mejor vanguardia insular, que soñando con el cosmopolitismo más universal, de tan avanzadas que estaban en el éter cósmico no tuvieron ocasión de salvarse en las trincheras de la resistencia, sucumbiendo bajo las botas represivas de una dictadura franquista que asfixió duramente la progresiva consolidación de una condición insular tricontinental que más tarde sería apenas esbozada en El Hierro con el Monumento al Campesino de Toni Gallardo, que por cierto a fecha de hoy, no sale en los mapas, y tampoco nadie pone el grito en el cielo para su reivindicación, ya sea por la consanguínea deserción generacional de unos tiempos vendidos por irrecuperables, ya sea por la comodidad ventajosa de guardar las composturas sin mojarse nadie el culo más allá de los dinteles constitucionales.

Pero no seamos derrotistas, apenas una década después del triste fallecimiento de nuestro poeta José María Millares en 2009, otro premio canarias de literatura que ya ha pasado a engrosar la nómina de autores inmortales, hay que animar a toda la gente de Canarias que a duras penas está echando adelante el terreno cultural con los sudores del arado novelístico, poético y artístico en sus variadísimas expresiones, a pesar de la dureza con que opera todavía el rodillo de la industria, la meritocracia fraticida y la dificultosa transacción de la empiria entre las generaciones que han ido grabando en piedra con mucha jiribilla la espiral de nuestra historia.

A falta pues de salir airosos de este bache histórico que nos amenaza en las carteleras de cine con el final de la humanidad por una catástrofe natural, a falta de que surjan nuevas apuestas de ruptura creativa en una tradición insular que ha parido siempre nuevos valores en tiempos de incertidumbre, a falta de que nuestro empequeñecido panorama literario quede al fin liberado del reinado despótico de ciertos egocentrismos meteóricos y que la mundanal desorientación provocada por la propaganda audiovisual y la paraliteratura de best sellers con sede en el Vaticano sea sustituida por una atmósfera más fértil para el debate sobre los retos del presente, va siendo hora de que en las islas recuperemos el ansia primigenio por salir afuera sin tener que sacrificar lo de adentro, como el autor de “Liverpool” que se nos ha ido precisamente entre los vanos resquebrajados de aquella primera década del siglo, y descubrir nuevos horizontes con una forma de mirar distinta, que aún empleando las herramientas de la crítica más severa no abandone el necesario apego a una identidad, una manera de contar arraigada a la tierra para borrar los tópicos y los tipismos, haciendo aún más transparentes y transitables los lugares comunes, dotando nuevamente a la palabra de los sutiles engranajes de la evocación para construir un mundo mejor y el compromiso que jamás tuvo que dejarse oxidar por la superchería de la ficción homologada y comercial.

A fin de cuentas, en el mundo atomizado de la creación literaria, que es el estampado en tinta del múltiple sentir contemporáneo en nuestro archipiélago, riquísimo por su variedad de tonalidades, tenemos que preguntarnos por el destino del ser insular bajo la hecatombe de un paisaje repleto de hormigón, por la mirada escandalizada de un Pedro García Cabrera que al levantar la cabeza vería como los males endémicos no son más que una sintomatología de los efectos perversos del desarraigo cultural en la globalización neocon, la conversión irreversible del propio isleño en un turista nada ecológico de su propia geografía, condenado al vagabundeo dominguero al monte y al estar de espaldas a un mar ya exclusivo para los yates de recreo, nuestro territorio volcánico cada vez más atenazado entre los códigos de barras de un paisaje de postal y la mirada del poeta como una contemplativa fracción de segundo emperifollada por el flash digital, cercado esta vez por los límites de nuestra propia ceguera.

Y aquí nos las tenemos que ver con algunas preguntas improrrogables para que se vuelva a tomar al asalto el fragor del debate siempre productivo tras una temporada paupérrima y se reactive de una vez con todas sus consecuencias la polémica de la insularidad que hace mucho destapó inocentemente el honorable profesor Valbuena Prat, y que no puede seguir acaparado por los cánones del sectarismo en el reconocimiento crítico, la vanagloria de lo kitsch en la arquitectura verbal y la tradición poética leída en plan cátedra con rejos policíacos, aunque está visto que en las altas esferas institucionales, nunca faltaron voces que al igual que las castas sacerdotales del antiguo Egipto claudican interesadamente en favor del establishment: ¿se van a seguir de pies juntillas las reformas educativas que podan nuestra enseñanza bajo una homologación dirigida ciegamente al mercado?, ¿hasta cuando durará el silencio en los pasillos universitarios bajo el hechizo en los pupitres del sibaritismo posmoderno? ¿Acaso conformarnos con la aséptica atlanticidad ingeniada desde algunos despachos? ¿Expedimos definitivamente los certificados de mortandad a una tradición poética que no ha podido alcanzar su mayoría de edad por estar atrapada en el caldo pútrido del pleito provincial? ¿Dejamos que la novedad siga siendo el certamen financiado por un banco o las críticas literarias emitidas con carnets de afiliación? Y finalmente, ¿ganará con el transcurso del tiempo la inercia mecánica aplicada a la literatura, quedando metidos de por vida en el vergonzoso recuadro meteorológico de la españolidad? América, África y Europa no pueden sentirse así entre cadenas.

Ante la obvia carencia de alternativas decididas para asumir el riesgo de planteamientos transformadores, el peor de los europeísmos, conservador y transnacional, parece estar ganando sitio en todas partes, el mestizaje vendido con cremas suavizantes pone en evidencia el temor a contagios indeseados por la cercanía de nuestro verdadero continente y el cosmopolitismo a ultranza de la reprimida revista republicana Gaceta de Arte ha quedado devaluado a un híbrido de marca blanca con etiquetas de made in Canary Islands, pues donde antes había un surrealismo radical ahora pululan la sagas de novela negra detectivesca para el lector de mesilla de noche, y donde antes nos movíamos como peces en el agua de la marginalidad- auténtica por irrepetible-, ahora la extrañeza de nuestra naturaleza insular ocupa las estanterías de la gastronomía y los destinos paradisíacos que es a donde tiene que acudir lamentablemente cualquier persona del mundo mundial que quiera encontrar algo sobre las islas más allá de nuestras bisagras de salitre.

Y para celebrar que el poeta vive, que todavía habitan los latidos de la disidencia en nuestras letras y que la salvaguarda de las diferencias también ocupa su sitio en el mismo centro del poder, deberíamos reanimar a toda costa la “Antología Cercada” de Lezcano y los hermanos Millares Sall, devolver el verso a la calle de la mano de Alberti, no dejar que se conviertan en mercancía las confidencias de un Mario Benedetti ya para siempre cruzando en ómnibus la ciudad de Montevideo, cerrarle el paso a los ejércitos de la desmemoria con la mejor templanza del camarada Neruda, podemos seguirle los pasos al escritor vienés Karl Krauss dinamitando con su antorcha periodística la decadencia del imperio y la ridiculez de los nacionalismos ombliguistas que llevan al desastre de las guerras mundiales convertidas en oferta de voyeurismo macabro, y echarse la mochila a la espalda junto al poeta neerlandés Stefan Hertmans pateando toda Europa sin salir de casa, con una prosa magistral sobre el imaginario de la ciudad flamenca de su Gante natal y ser testigos de una humanidad raquítica que se ha hecho fuerte en los países del Este, saltando el inmenso charco hasta una Sidney evocada por el sonido aborigen del didgeridoo y la trabazón moral de la colonización que perdura en toda África, y de nuevo Kafka levantándose una mañana alucinado por la metamorfosis de la vieja Praga con la peor versión residual del capitalismo.

Si por una extraña casualidad en los futuros repasos topográficos a los nervios más lejanos de los dominios del euro, algún escritor del viejo continente se aviene a concedernos una visita más hasta estos peñascos atlánticos, persiguiendo la misma curiosidad de tantos visitantes ilustres que nos han hecho eco hasta los cuatro puntos cardinales, de seguro que verá muy difícil escabullirse de la inercia hotelera para hacer una cata a las esencias macaronésicas de nuestro archipiélago, donde ya nosotros mismos, habitantes contemporáneos que heredamos el patrimonio de inefables esfuerzos magmáticos, por muy mal que nos suene, nos estamos convirtiendo en turistas bajo una extraña mimesis virtual, como dijo nuestro José María Millares con eso de que “nadie viene a la puerta, nadie escucha quién cierra las ventanas al paisaje”, tal vez ya incapaces de mirar atrás por la amenaza bíblica de convertirnos en estatuas de sal y enajenados de por vida bajo una imperdonable negligencia literaria al dolor de los umbrales.


Samir Delgado, Una casa mal amueblada, Baile del Sol, 2010



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