Exposición "El curso natural de las cosas" La Casa Encendida, Madrid, 2016 |
Una historia del arte español en las últimas
décadas pasa necesariamente por Buenache de la Sierra en Castilla-La Mancha. En
este enclave privilegiado de la provincia de Cuenca se encuentra el museo de
los zoolitos, un espacio expositivo singular y maravillante donde se ubica la
obra del artista conquense Fernando Buenache. Allí puede ser contemplada día y
noche, una oportunidad para que la ciudadanía tenga más cerca las quintaesencias
de la escultura naturalista, una obra de arte total que conservo en la memoria
como la última exposición que pude visitar en la Casa Encendida de Madrid antes
del exilio voluntario en México, con piezas de Elena Aitzkoa,
Francis Alÿs, Polly Apfelbaum, Herman de vries y el propio Fernando Buenache.
Cada una de las piezas artísticas de este amigo de
las piedras tienen un aura especial, envolvente y cautivador, la cosmovisión
del creador que encuentra su lugar de permanencia en el mismo punto de origen.
Fernando Buenache es el artista necesario, de esos que de no existir habría que
inventarlos para los manuales de las
memorias intangibles del acontecer, en los rincones del planeta, únicos e
irrepetibles, en los que el arte adquiere una dimensión de seña de identidad. Precisamente,
un poeta como Juan Eduardo Cirlot, supo ver el parentesco alucinante entre los
grabados rupestres de las cuevas antiquísimas y la pulsión abstracta del arte
moderno: una tesis irrebatible que establece el eslabón transhistórico para
definir la tendencia artística de la condición humana.
Y es que en los zoolitos hay una virtud
incuestionable, como la tuvo César Manrique en la isla volcánica, es la
capacidad del arte de síntesis con el paisaje circundante, el volumen de
belleza alcanzada por medio de la interacción primordial con el entorno y el
prodigio evocativo de una naturaleza animada en bosques oníricos, cuyo valor
patrimonial supone un auténtico regalo para quien contempla. Quienes han
visitado el inventario simbólico de la obra naturalista de Fernando Buenache,
pacientemente acumulada en su pueblo de origen, pueden desentrañar los
entresijos de una intervención en el paisaje que devuelve a la vista los
regustos de la perplejidad y el asombro, la alucinación y el capricho, todas
aquellas bondades de lo natural que se hacen redivivas a través de la mano del
artista, reconocible de inmediato por la
personalidad de su obra, atesorada para su pueblo en un museo, de aire libre y
belleza impar, tras largas décadas de dedicación solidaria y profunda a las
vestiduras de la tierra serrana, donde la música electroacústica resuena de eco
y las formas de piedra más alucinatorias atraen hacia Buenache las órbitas de
lo inmemorial.
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