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Michael K. Schuessler
Profesor y ensayista,
Doctor en Lenguas y Literaturas Hispánicas por la Universidad de California
(UCLA)
Hace
no mucho escribí un breve texto sobre el vate estadunidense Walt Whitman, quien
en 2019 cumplió 200 años, y cuyo verso libre y estentóreo servía para
recordarme que muy pocos poetas aún practicaban los versos cincelados y
platerescos del aquel siglo de oro español, que, por cierto, abarcó dos siglos:
ya casi no se escriben sonetos, ni liras, ni décimas, ni, mucho menos, silvas,
si bien estas eran las formas que había estudiado con tanto entusiasmo durante años
en UCLA, en particular bajo la tutela de mi recién desaparecido maestro, el
español exiliado en México, José Pascual Buxó: no solo gran autoridad en la
cultura literaria novohispana, sino poeta él mismo, y muy bueno. Esto lo
menciono porque debo confesar que descubrí la belleza y el ingenio de la poesía
contemporánea guiado por los sinuosos versos de Samir Delgado, quien, en el
libro Jardín seco evoca y practica una especie de poesía sincrética que
si bien ha dejado atrás el corsé formal de octosílabos y endecasílabos,
encierra en su esencia los valores más insondables, inabarcables, diría también
“inefables”, de la poesía universal, es decir, la poesía con “p grande”.
En
primer lugar, muchos, si no todos, de estos poemas se inscriben en el subgénero
poético llamado “écfrasis”, y con eso quiero decir que son versos que, a partir
y por medio de imágenes verbales, recrean obras artísticas, plásticas, en este
caso los lienzos de Fernando Zóbel, un extraordinario pintor español nacido en
Filipinas, a quien, debo confesarles, yo desconocía por completo. Así que la
primera tarea de esta encomienda fue la de buscar información sobre este
artista, su juventud filipina, sus estudios en la universidad de Harvard, su
contacto con el arte abstracto de artistas estadunidenses de la talla de Mark
Rothko y Franz Kline. Zóbel resultó ser toda una revelación y si hubiera tenido
más tiempo, mis palabras serían acompañadas por las imágenes pictóricas de este
gran pintor español, cuya obra custodia -en la hermosa y aérea ciudad de
Cuenca- el Museo del Arte Abstracto Español. Nunca había asociado España con la
pintura no-representativa, abstracta, pero de repente me acordé de una visita
al Museo del Prado donde, en la lobreguez de su sótano, pude observar las
pinturas de quien muchos consideran el padre del arte moderno: Francisco de
Goya.
Pero
volvamos a la écfrasis, porque creo que sirve muy bien para un primer
acercamiento a este poemario de Samir Delgado. Este tópico literario llamado
écfrasis (del griego “explicar hasta el final”) es tan antiguo como la cultura
clásica grecolatina, pues nos viene del poeta griego Simónides de Ceos, nacido
en 556 a.c., autor de la célebre -si bien a veces mal interpretada- frase: «la
poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda». Siglos después, nada
menos que el gran vate romano Horacio reformularía esta frase de una manera más
concisa: “ut pictura poesis” (como en la pintura, en la poesía). En el
caso de estos poemas de Samir Delgado, la relación entre los dos géneros
artísticos es más que una supuesta afinidad inter-artística, porque en sus
versos el poeta logra crear lo que se podría designar como una tercera
dimensión, un espacio poético y plástico que no solo refleja, sino que recrea
la obra de arte que ha servido como inspiración de sus versos. Con esto quiero
decir que no es solo una recreación verbal de un objeto plástico – pensemos,
por ejemplo, en la romántica “Oda a una urna griega” donde el inglés John Keats
pinta con palabras los elementos visuales más emblemáticos de este recipiente
funerario. Tampoco es lo que se podría considerar -como en el caso del
celebrado soneto de la ya mencionada Décima Musa: “Este que ves, engaño
colorido”, donde, por medio de la “versificación” de un silogismo clásico, la
monja jerónima critica y expone un retrato suyo por lo que, al fin y al cabo, a
través de su “cauteloso engaño del
sentido” resulta ser: “polvo, sombra, tierra y nada”, esto porque su condición
física, plástica, inalterable, no permite el irremediable pasar del tiempo. No,
los poemas de Samir Delgado (de estructuras varias, pero todos con los
principales elementos que, a pesar de todo, siempre han constituido (y
constituirán) el acto poético: el ritmo, la imagen, la metáfora, e incluso la
musicalidad. Y ahí está otro aspecto de su poesía, un acto poético que se
podría llamar “sinestésico”, en donde los colores se vuelven sonidos, el tacto
se convierte en color, el aroma en imagen, todo esto un producto muy complejo
de las impresiones (las transmisiones) de los cuadros de Zóbel observados
intensamente con el ojo poético del autor, quien, como en un acto de
sortilegio, pasa estas impresiones por el crisol de su perspicacia, su destreza
verbal, y su sensibilidad poética, para devolvernos algo que nunca es
simplemente el producto del lienzo sino, quizá, la verbalización lírica de lo
que el cuadro no comunicaba, acto que, en el libro de Samir Delgado, resulta en
un producto híbrido, autónomo, una especie de golem del verso que toma de sus
diversas partes (imagen y palabra) y siete sentidos, para invocar algo nuevo
que solo existe en otro plano de la existencia en un esfuerzo que, como otro
Simónedes de Ceos, Samir Delgado “explica hasta el final”.
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