Estudio del artista mexicano César Bernal, Durango (2016) |
Las
imágenes como interposiciones
naciendo de la distancia entre las
cosas
LEZAMA
LIMA
La pertenencia de un artista a un
territorio fijo, estable y perfectamente ubicado en las coordenadas
de google maps puede ser un factor de riesgo de cara a la trayectoria
futura en un panorama artístico mundial caracterizado por lo
líquido, el no- lugar, la evanescencia de toda frontera en la aldea
global de McLuhan. Sin embargo, lejos de la difuminación que
provocan igualmente las redes, el topos de una obra manufacturada,
pictográfica en su basic
definition, objetivada
materialmente en su textura física bajo ciertas luces, en el
contexto vital de un horizonte propio, habitado con vocación de
órbita, hace que el artista levite, que su grado de proyección
arraigue con una cobertura exponencial, que crezca, se reproduzca y
muera con todas sus consecuencias, dejando huellas en la concavidad
del vacío, hilvanando un diálogo con su entorno trascendido, a fin
de cuentas pintando a muerte y con un sentido de sacralidad
transgresora que devuelve a la condición de artista ese lado de
investigador, de filósofo de la materia y del color, que desde
Grecia nunca debió de supeditarse a los cánones y a las academias
de lo bello.
Este perfil del artista localizado,
localizable y glocal me parece una forma verdadera -por sentida como
tal-, para encuadrar la exposición “Lux”, de César Bernal, en
el Estado de Durango, norte de México, una muestra artística que
relumbra con apetito de universales. A través de la visualización
remota, con su necesaria transfusión de megas a través del
ciberespacio, el mosaico de cuadros del artista duranguense evidencia
el poder de la mixtura, la taxonomia del trance creador y la apertura
hacia una realidad paralela, inventariada en la conjugación
alquímica del cerebelo y la mano cuasidivina, retadora a conciencia
de toda alteridad potencial que contemple- ya sea in situ o desde la
otredad virtual- el campo de pruebas de su imago creativa.
Hay en las piezas de César Bernal una
fluctuación cromática que hace del cuadro una monada viviente, un
cuadrángulo de pigmentación áurea, peceras geoestáticas que
nutren a toda luz una cosmovisión propia, bien pensada, repleta de
signos cuya percepción prolonga la mirada hacia los interiores
absolutos del yo. Hay figuras arcangélicas, distorsiones
espirituosas, fruta esparcida al infinito, plataformas oleiformes de
legos, oleajes disruptivos del sentido, combinaciones atómicas y un
hilo invisible de madeja metafísica que recorre cada obra con
personalidad, un hipervínculo de tramas, la pista solemne de la
peripecia del demiurgo, el artista duranguense que vence al desierto
de la incultura y de la intoxicación televisal.
Y es que crear mundos oníricos con
alcance cosmopolita, sobre madera y lienzo, y hasta con
vitromosaicos, a día de hoy parece cada vez más una aspiración
dificultada por el reino dictatorial del píxel y la consola. De ahí
que la Salamandra
y El árbol de la vida,
El sueño de una noche de
verano o El
origen de la luz y
La ciudad de las montañas,
también Claudia
y Duranyork,
compongan en su articulación expositiva un canto a la esperanza y
una mirada desenfadada, autosuficiente y soberana hacia el encanto
imperecedero de la fuente inagotable del arte para irradiar energía
liberadora, más allá del sucumbir inexorable de la computerización
de todo credo, la hibernación en carcasa del ensueño rimbaldiano,
la celebración olvidada por los navegantes del ciberworld
del hecho inaudito de la existencia de la lux
que César Bernal nos propone, la magna interposición de imágenes
que dijo Lezama Lima, pero ya solidificadas, materia pura para el
brindis en la constelación de recreaciones, la donación impagable
de otros mundos nuevos: ahí-la-obra-hecha-del-artista.
Samir
Delgado, Islas Canarias
Agosto
2016
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