"Ídolos guanches" obra del artista indigenista Antonio Padrón (1920-1968) |
AZOTEA
LIENZO
indigenista con donaires de
azotea blanca:
abajo
una caravana de jorobas amarillean el cartón
y
la espátula recorta palmeras en el oasis existencial.
La
echadora de cartas maldijo la vega natal del pintor:
allí
el tiempo quedó atrapado entre arquetipos de tunera.
Solo
el vuelo de las cometas rojas redime la naturaleza
muerta.
(Epitafio
a gouache)
Del libro “Cosmovisión
atlántica. La isla que habita en los cuadros”
V Premio de Poesía Poeta Bento,
(Accésit) Fundación Néstor Álamo
EL RAYO VERDE
EL DESCENSO por la vereda a toda prisa.
Bosque de Doramas en apoteosis lírica.
Yo provengo de estos cielos invertidos.
Saber que el abuelo del abuelo del abuelo
originó el sentido a esta piedra volcánica:
ser criatura de isla golpe a golpe, gota a gota.
Hay un respeto sagrado por los verdes en la
mirada.
Una absorción primordial de sus carruseles
oníricos.
Como el rayo verde de Antonio Padrón:
en este espejo habitan todas las estelas del mar
ABSTRACCIÓN 1960
LOS MAPAS sonoros de la isla
trasladan a una memoria sucedida.
Todas las cosas son un estigma crucial
bajo los órdenes de la luz
atlántica.
De ahí el drenaje maravilloso de cada ola,
los alisios mayúsculos, el clímax aftersun
y la pintadera aborigen que sobrevive en el
cuadro.
LA CUEVA
SI la abuela tenía los ojos cerrados poco
podía esperarse del amanecer en su cuarto.
Nada que hacer, a la hora de siempre la abuela
empezaba a ser abuela bajo aquella espesa atmósfera de ronquidos acumulados en la
penumbra que no dejaría que el reloj cumpla su ring-ring de histórico protagonismo.
Ni el propio asteroide causante de la remota extinción de los dinosaurios la
sacaría esa vez de su cama, tampoco el estruendo repetido de los bombardeos en
Bagdad que rociaron la atmósfera de pólvora, si decía que no ya nada la levanta:
imposible mover sus miembros ateridos por la vejez, por nada del mundo se
movería.
Tan siquiera el aroma del café haría el
efecto de sus mejores años, siempre rememorados durante la sobremesa. Ella, la
abuela de la isla, que un día fue tan joven, bien escoltada por sus holgados
pechos juveniles, acudiendo descalza en la flor de la vida por el sendero antiguo,
con rumbo solitario a los verdes de antes, ella sola para sacar el sustento de
una familia sofocada bajo el canto monárquico de los gallos.
Sin apenas abrir la boca, musitando un
leve quejido, la abuela sabía decir que no mejor que nadie, no y no frente a los
rayos que se colaban por las cortinas color crema, solamente bastaba con
apretar bien fuerte los hombros, uno contra otro, y dejarse caer toda el alma
así entre las sombras alimentadas por un sueño de siglos.
Lo aprendió de pequeña, cuando era todavía
una niña, en los brazos de su madre que la mecía dulcemente con el mismo
tarareo infantil de cuando también debió habitar el regazo de otra
abuela más, perdida y sin nombre, entre los oscuros confines de la isla.
LA PIEDAD
Estar en la isla como un tiempo de fuga
esencial hacia la nada futura.
Penitencia de la
luz
los colores son carne de cañón
bajo la noche del
volcán.
Hay mucho vértigo en la sangre caliente de la
mañana,
de prosapia invertebrada por los mares violetas,
de ungüento aborigen en cada paisaje trasterrado.
En el último cuadro la piedad:
mirar las estrellas siempre
como si fuera la última vez
Samir Delgado,
México 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario