viernes, 21 de diciembre de 2018

La pintadera aborigen que sobrevive en el cuadro (Plaquette homenaje 50 aniversario del artista Antonio Padrón 1968-2018)

"Ídolos guanches" obra del artista indigenista Antonio Padrón (1920-1968)

AZOTEA
           

            LIENZO indigenista con donaires de azotea blanca:
            abajo una caravana de jorobas amarillean el cartón
            y la espátula recorta palmeras en el oasis existencial.

            La echadora de cartas maldijo la vega natal del pintor:
            allí el tiempo quedó atrapado entre arquetipos de tunera.

            Solo el vuelo de las cometas rojas redime la naturaleza muerta.
                                                                                              (Epitafio a gouache)

Del libro “Cosmovisión atlántica. La isla que habita en los cuadros”
V Premio de Poesía Poeta Bento, (Accésit) Fundación Néstor Álamo

           
EL RAYO VERDE


EL DESCENSO por la vereda a toda prisa.
Bosque de Doramas en apoteosis lírica.
Yo provengo de estos cielos invertidos.

Saber que el abuelo del abuelo del abuelo
originó el sentido a esta piedra volcánica:
ser criatura de isla golpe a golpe, gota a gota.

Hay un respeto sagrado por los verdes en la mirada.
Una absorción primordial de sus carruseles oníricos.

Como el rayo verde de Antonio Padrón:
en este espejo habitan todas las estelas del mar


ABSTRACCIÓN 1960


LOS MAPAS sonoros de la isla
trasladan a una memoria sucedida.

Todas las cosas son un estigma crucial
bajo los órdenes de la luz atlántica.

De ahí el drenaje maravilloso de cada ola,
los alisios mayúsculos, el clímax aftersun
y la pintadera aborigen que sobrevive en el cuadro.



LA CUEVA


SI la abuela tenía los ojos cerrados poco podía esperarse del amanecer en su cuarto.

Nada que hacer, a la hora de siempre la abuela empezaba a ser abuela bajo aquella espesa atmósfera de ronquidos acumulados en la penumbra que no dejaría que el reloj cumpla su ring-ring de histórico protagonismo. Ni el propio asteroide causante de la remota extinción de los dinosaurios la sacaría esa vez de su cama, tampoco el estruendo repetido de los bombardeos en Bagdad que rociaron la atmósfera de pólvora, si decía que no ya nada la levanta: imposible mover sus miembros ateridos por la vejez, por nada del mundo se movería.

Tan siquiera el aroma del café haría el efecto de sus mejores años, siempre rememorados durante la sobremesa. Ella, la abuela de la isla, que un día fue tan joven, bien escoltada por sus holgados pechos juveniles, acudiendo descalza en la flor de la vida por el sendero antiguo, con rumbo solitario a los verdes de antes, ella sola para sacar el sustento de una familia sofocada bajo el canto monárquico de los gallos.

Sin apenas abrir la boca, musitando un leve quejido, la abuela sabía decir que no mejor que nadie, no y no frente a los rayos que se colaban por las cortinas color crema, solamente bastaba con apretar bien fuerte los hombros, uno contra otro, y dejarse caer toda el alma así entre las sombras alimentadas por un sueño de siglos.

Lo aprendió de pequeña, cuando era todavía una niña, en los brazos de su madre que la mecía dulcemente con el mismo tarareo infantil de cuando también debió habitar el regazo de otra abuela más, perdida y sin nombre, entre los oscuros confines de la isla.



LA PIEDAD


Estar en la isla como un tiempo de fuga
esencial hacia la nada futura. 

Penitencia de la luz

los colores son carne de cañón 
bajo la noche del volcán.

Hay mucho vértigo en la sangre caliente de la mañana,
de prosapia invertebrada por los mares violetas,
de ungüento aborigen en cada paisaje trasterrado.

En el último cuadro la piedad:
mirar las estrellas siempre

como si fuera la última vez



                                                                                          Samir Delgado, México 2018

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