Conferencia dedicada a la obra del artista canario Juan Hernández (1956-1988) en Casa-Museo León y Castillo, Cabildo de Gran Canaria
Fue Juan Hernández el artista del desparpajo, yo lo siento así cuando veo sus Poemas del Faro que tratan sobre la sombra luminosa de un estandarte y de un símbolo que ha formado parte de mi propia educación sentimental, mis primeras memorias infantiles están marcadas por la intermitencia de su luz, a él acudo en la búsqueda incesante de una verdad donada que es experiencia común, la belleza de las islas, esta luz de volcán que sigue siendo un hábitat para el ensueño, como los atardeceres de Turner que algún día veré, pronto, en su pintura, porque la realidad es más real en los cuadros por ser imágenes que imantan vida, quien mira da vida a lo mirado, como la pintura sacra que nos ofrece la misión del evangelio y el mensaje divino, la obra plástica contemporánea nos brinda para la encrucijada digital del nuevo orden mundial un recordatorio de que ver, es algo más que consumir, verse viendo es un espacio de reflexión estética y de resurgimiento del sentido, por eso se pinta y se escribe, por eso el Faro de Maspalomas evocó en la vida del artista una visión y un motivo, el primer indicio de vida, la luz de un faro, la noticia de tierra firme, de un lugar para el hallazgo y el retorno, aquello que se ve de la isla en la lejanía, lo primero y lo último de todas las existencias, luz propiciadora, luz de la conciencia y del límite, espacio sideral, noche estrellada
Hay
una pintura de Turner, el pintor inglés, que trata sobre el Faro de Bell Rock
en la costa escocesa del Mar del Norte. Tempestad oceánica y luminosidad pétrea
en el lienzo del artista que donó toda su obra a la nación y fue descrito como
el padre del arte moderno por el crítico John Ruskin, autor que escribió durante
toda su vida sobre los cuadros de su compatriota. Ha venido conmigo desde
México su libro dedicado a Turner, el artista que se ató a un mástil de barco
para vivenciar una tormenta en alta mar y quien después de haber visto un barco
naufragado nunca más pudo regresar a la contemplación de un navío sin esa herida
de la tragedia humana. Viene conmigo el libro porque uno de los propósitos
esenciales de mi viaje de retorno y visita a las islas pasa por la posibilidad
de ver un sol de Turner, en tiempos de pandemia me pregunto si la idea de un
atardecer, de un amanecer, pueden resistir en su plenitud liberadora a un
encierro de la vida que ha puesto en jaque el modelo global de existencia en el
último año. Quiero ver un sol de Turner en sus pinturas. El arte además de
representar la realidad, de trasladar la naturaleza con sus formas y colores al
espejo del lienzo, también es capaz de eternizar la vivencia de quien pinta a
sus congéneres vivos y a futuros habitantes del planeta, la pintura metaboliza
y se hace imagen, carne de imaginarios, memoria viva del acontecer. Mimetiza y
trasciende, no ha sido otra la huella radical del arte en el transcurso del
siglo XX, la creatividad se constituye en reclamo utópico y en modo de
denuncia, el dolor y la belleza han ido de la mano. Por eso mi deseo de ver una
pintura de Turner se parece a la necesidad de recuperar la fe, tengo la certeza
de que solo el arte nos salva y desde Egipto a nuestros días la única forma de
eternidad se dibuja y se escribe.
Quiero compartir con
ustedes durante esta velada de la Casa-Museo León y Castillo, dedicada al Faro
de Maspalomas que comenzó a destellear en el año de 1890, un sentimiento de fascinación
y de recuerdo sobre la figura de un artista y de una generación, y su patrimonio
memorial que pervive en sus pinturas como una reminiscencia evocativa sobre la
vida de las islas, sobre la insularidad universal que es la vía más rápida y
efectiva de experimentar la soledad del universo, la orfandad y el destino de
las existencias. La pintura, lo pintable y lo pintado suponen el espacio quintaesencial
de las representaciones de la vida y del mundo que perduran y perviven y pernoctan
en las culturas. Somos unas islas de creación y el ingeniero León y Castillo
que pensó en sus dibujos la altura y la estructura de un faro internacional
requería justamente de su imaginación para dar vida a la piedra y a la luz.
Así escribió: “afecta a una explanada de forma rectangular y mide 35 metros de ancho por 36 de largo, por el lado de la torre su perímetro es circular, concéntrico al de ésta, a fin de que resulte constante el ancho de 8 metros que ha de quedar entre el edificio y muros de sostenimiento de la misma. Esta disposición proporciona mucha comodidad a los torreros y reserva al edificio de las avenidas. La torre y la casa forman pues un solo edificio que ha de proyectarse con las proporciones convenientes para que resulte un conjunto armónico.” (Juan de León y Castillo)
Cuando el artista Juan
Hernández pintó su serie de Poemas del faro, a mediados del 80, había
en el sur de la isla de Gran Canaria un latido cosmopolita de millones de
turistas que cada año vendrían a la costa más al sur de Europa con una
motivación esencialmente mítica, vacacionar en el paraíso durante una estancia
pasajera, esta es la verdadera misión de un lugar predestinado por los griegos,
brindar el horizonte a la contemplación de la belleza. Y los artistas canarios,
históricamente han sido los pintadores de cuevas, los pioneros de la geometría
y de la sacralidad primitiva, en las islas se pinta desde los orígenes y el
destino del arte puede llegar a ser la de dibujar mundos posibles, imágenes de
la realidad que se realizan en la materia inextinguible de los colores y de las
formas. El faro de Maspalomas, el sonido del mar de noche y la luz del día que
ilumina como otro faro de la vida eran pintados por Juan Hernández en mis
propios años de infancia, yo miraba y vi aquel mismo faro desconocido en su
esencia, estrangulado por la presión demográfica, por el consumismo masivo, por
el deterioro de una Charca y de unas Dunas que se estaban convirtiendo en una
copia de sí mismas, en una reliquia para la memoria del lugar y solamente como
sucedió en otros momentos de la historia, escribir y pintar aquella realidad era
un modo de salvarlas.
En la década del 70 la
democracia inicia su periplo en el archipiélago y los antecedentes históricos
para el crisol de artistas que toman el relevo generacional son una dictadura
fatal que resquebrajó los cimientos del progreso y de la libertad de la II
República, con sus vanguardias y tendencias artísticas, y un páramo institucional
que lejos de potenciar la ebullición de las libertades y la consolidación de
nuevos proyectos de creación, instauró en el territorio de lo social una maquinaria
dineraria centrada en la especulación total y en el mercado omniabarcante: el
sur turístico proviene de una transacción económica multinacional a gran escala
con expropiaciones de la tierra, turboconstrucción y deterioro exponencial que
en todas las dimensiones de la isla, la económica y la de los valores, ha
significado la producción de un espacio ficcional de recreo turístico y
vacacional que tiene al Faro como fiel testigo del devenir.
Yo provengo de esa ciudad
y soy nativo del mestizaje y de la conversión del paisaje en una postal, como
en otros lugares del mundo en el proceso de modernización acelerada del período
de las últimas décadas del siglo XX, Canarias atesoró en su haber un culmen
democrático que se materializa en la Autonomía y una implosión de estéticas
tardías que interaccionan con el Paradise devenido en establishment del cemento
y las divisas. Quienes provenimos del sur sentimos el paraje y el entorno con un
sentido extraviado de pertenencia, el desarraigo estructural y el desmedido
proceso de estandarización turística nos ha arrebatado un vínculo y unas raíces
que se hacen vitales para conservar la identidad y ejercer de modo íntegro
nuestra propia alteridad para con el visitante. El Faro de Maspalomas es un
símbolo del progreso y también de lo irreversible de una fase terminal de
invisibilidad que supone el futuro. Los Poemas del faro, de Juan
Hernández, la alegoría atlántica del amor, contemplan una caracola de los
orígenes, la estrelitzia o flor del paraíso se yergue sobre el azul, una
ballena blanca y un Cupido nos cuentan de un lugar y de una historia fundante,
el artista lima asperezas con la angustia y con el pesar de un tiempo de
hecatombe y nos regala su Faro que es roca arrancada del mar, la noche estrellada
y la arena negra, los días y las noches del Faro del recuerdo, el mar quieto y
el mar que suena, el Faro con nube naranja, el Faro azul y el de la nube, el
Faro dorado y el ángel lezamiano, porque para mí todos los ángeles enseñan una
de sus alas y sucede lo imprevisible de la imago, el azar concurrente, como el
que nos une a un recuerdo y a una pintura, a una intimidad vivida que se
comparte y se eterniza.
Justamente en este periplo del Faro bajo las tenazas del turismo masivo se encuentra el origen de la realidad contemporánea de las islas, y es donde surge la poética y la plástica de Juan Hernández y sus compañeros de generación. A ellos me remito en esta hora, para poner en valor la riqueza de un patrimonio y de un acervo artístico que se ha visto relegado al coleccionismo privado y a una necesaria visibilidad esporádica en museos y exposiciones. El papel del arte en el decurso de la cultura custodia una protagonismo esencial en este archipiélago, con personalidades como César Manrique o Manuel Millares, de mis predilectos, se pone en evidencia que el atelier del artista es la propia isla y su memoria, el acontecer del tiempo de la cultura tiene un vínculo extraordinario con la producción de belleza y de delirio que hay en las pinturas, volvamos a Turner, no hay idea de horizonte y de paisaje que no esté vinculado a la propia plasmación pictórica del artista inglés por antonomasia. Y el horizonte suyo es el mío propio, en sus pinturas podré conocer aquella otra realidad de la que provenían los turistas, ellos también deben tener una memoria y un lugar de procedencia, lo que salva al mundo y lo que nos devuelve humanidad es precisamente el arte, la vivencia de estar vivos, ver y ser vistos.
De algún modo, por la
gracia concedida del poder evocativo y trascendente del arte, en el Faro poetizado
en las pinturas de Juan Hernández resuena las vivencias de millones de seres
humanos, habitantes de Europa, que regresaron un día a las islas afortunadas
para entrar al agua y desnudar sus cuerpos bajo el sol del atlántico, el
artista desflora en su cosmovisión un sentido de la existencia universalmente
deseable, alquimia del color. El poeta Manuel Padorno, que escribió un texto a
propósito de una exposición antológica póstuma de Juan Hernández, a quien
consideraba “el ángel deslumbrado”, es quien de manera más potente ha reflejado
en su ontología atlántica, tanto plástica como poética, una vía de liberación
para reconstituir un paisaje onírico y humano por medio de un proyecto vivido
de creación de otra realidad, nomadismo de la palabra y de la imagen, azules
padornianos.
Lo he defendido en varios libros a través de la escritura poética en diálogo con la pintura y mi propia experiencia creativa ratifica la seductora constancia de que la realidad del cuadro es tanto más real que la propia realidad porque es de un tiempo distinto al de los objetos y las cosas, pertenece al mundo de la imagen y de lo visible que perdura y es constituyente de las memorias colectivas. Lejos de un platonismo tardío, las Ideas en mayúsculas, las esencias de las realidades no habitan otro mundo paralelo y a distancia virtual del terrenal cotidiano, son las pinturas, las novelas y un poema, por ejemplo, quienes reflectan un sentido y una experiencia al ojo humano, el cerebro instituye la realidad y la conforma, en un proceso físico químico milagroso que nos dota de lenguaje y nos funda como entes vivos y dotados de entendimiento, de ahí que la imagen que evoca el verbo y el concepto que plasma una forma plástica conforman nuestras biografías, como dice John Berger, el teórico inglés, se ha mirado un cuadro de modo diferentes en cada época histórica, esta ha sido la evolución de los modos de ver que han tenido la perplejidad y la sorpresa como detonantes, y el gran desafío en estos tiempos de reproducción virtual y de repetición, de simulacro, es la propia posibilidad de mirar que se está viendo colapsada bajo el imperio de lo tecnológico. Yo quiero compartir aquí esta encrucijada providencial que nos atenaza y convoca el actual proceso de tecnologización: el Faro desaparece cuando la cuantificación imposible de su imagen se multiplica al infinito consumible y solamente puede existir el Faro si el aura de su singularidad permanece en los itinerarios del diálogo de lo humano, que ha sido esencialmente un modo de convivencia entre imágenes y sentidos de lo trascendente. El arte y lo sagrado han constituido en el desarrollo de toda civilización una manera de conducir las experiencias de la finitud y las apetencias de verdad en el espíritu humano, la memoria y los modos de representar la vida tienen un sustrato poético y pictórico sustantivo, confluyente y constitutivo para la dotación de vida de un cuerpo, de un ánima, alma o psiqué, de un ser viviente y existente que percibe, establece analogías y correspondencias, ve las estrellas y las pinta. En contraste, el modelo de subjetividad dominante está siendo configurado en un trato instrumental con el entorno, codifica los segmentos de realidad en función de lo consumible, es su relación objetual una apropiación permanente de los flujos de la pantalla, del escaparate y del menú de sobrevivencia que implementa el sistema capitalista, todo se rebaja a su utilidad consumible, el paisaje, una isla en peso, puede ser un espacio reconectable de sensaciones y experiencias a la carta, el no lugar dijo Mar Augé recientemente ya no es solo el aeropuerto, también la pantalla del dispositivo electrónico. La desaparición del espacio social circundante en el entramado arquitectónico de la ciudad turística global, donde todo es individualizado en el timetable vacacional y la masificación reproduce una ilusión de realidad más cercana a la videoconsola que se hace hipermundo, virtualidad y simulacro.
Cuando Peter Handke,
Premio Nobel de Literatura, en su libro Doctrina del Sainte-Victoire expresa
su derecho a escribir y la posibilidad de encontrar una imagen única en la
visita al reino del pintor Cézanne en la Provenza, justamente pone énfasis en
la evidencia de que todo está desapareciendo, sus recuerdos de infancia de unos
cuadros y la fabulación de la imagen de la montaña Sainte-Victoire que
permanece en las pinturas de Cézanne -dejó de pintar el motivo cuando llegaron
las refinerías- posibilita activar la imaginación, el cuadro hace pensar y
visitar el Sainte-Victoire a la búsqueda de los paisajes de Cézanne constituye
un detonante creativo y una reconciliación, el juego mental que propicia el nunc
stans o momento de eternidad. En su libro también menciona a Hopper, el
artista norteamericano de las soledades industriales, en su pintura del Faro a
dos luces, del año 1929, año del crack y la depresión, configura una imagen de
composición geométrica y de perspectiva que supone un ejercicio iniciático del
artista que más adelante realizará la radiografía del alma americana.
El Faro de Juan Hernández
se incorpora a los anales del imaginario atlántico insular como una bocanada hechizante
de luz que se resiste a ser mercadotecnia, es otro Faro que se opone al que ha
sido un adalid en los libros de bitácora de la ingeniería civil y el símbolo
del boom turístico. Creo que la maravilla y el portento ideado por León y
Castillo tiene otros sentidos monumentales, si se convirtió en el insustituible
rincón para las visitas guiadas de los turoperadores, fotografía de postal
internacional para la promoción hotelera gracias a su atrayente aureola de
baluarte arquitectónico, también hay otra luz y otra sombra de su verticalidad
soñada por Juan Hernández, su luminosidad nocturna, resplandeciente,
hipnotizante, huye del canto de sirena de la publicidad y de la promoción todo
incluido, por la pintura se hace sobreviviente, desde la pintura habita su
verdadero sentido.
Estoy convencido de que
la figura del artista Juan Hernández, querida por sus amistades y referenciada
en diversos estudios académicos que analizan y vertebran una perspectiva generacional
sobre el arte de las islas de los años 70 y siguientes, renace en el instante
de contemplación de sus cuadros y la proyección de su huella a través del
imaginario de las pinturas repite la ecuación antropogenética que subyace al
hecho poético y artístico de todos los tiempos y espacios: la mirada y la
cosmovisión de un lenguaje propio hace del creador un hacedor de mundos, la
creación lírica o plástica ha constituido singularmente los patrimonios
intangibles y las creencias y juicios sobre la realidad y en torno a la verdad
y la justicia.
La Sala Conca de La
Laguna en Tenerife fue el lugar donde conocí sus pinturas, aquel rincón ya
extinguido fue un episodio del confluir artístico, de los performances y de las
acciones artísticas del creador canario. Su desaparición actual, marcada por la
ineficacia institucional y el abandono, representa un símbolo de una generación
múltiple y diversa, donde Juan Hernández destacó como uno de sus principales animadores
y cuyo final trágico, transmuta en hito y en relámpago, en sus pinturas renace al
ojo un mundo sucedido que es vivencia y emoción, fue Juan Hernández el artista
del desparpajo, yo lo siento así cuando veo sus Poemas del Faro que
tratan sobre la sombra luminosa de un estandarte y de un símbolo que ha formado
parte de mi propia educación sentimental, mis primeras memorias infantiles están
marcadas por la intermitencia de su luz, a él acudo en la búsqueda incesante de
una verdad donada que es experiencia común, la belleza de las islas, esta luz de
volcán que sigue siendo un hábitat para el ensueño, como los atardeceres de
Turner que algún día veré, pronto, en su pintura, porque la realidad es más
real en los cuadros por ser imágenes que imantan vida, quien mira da vida a lo
mirado, como la pintura sacra que nos ofrece la misión del evangelio y el mensaje
divino, la obra plástica contemporánea nos brinda para la encrucijada digital
del nuevo orden mundial un recordatorio de que ver, es algo más que consumir,
verse viendo es un espacio de reflexión estética y de resurgimiento del
sentido, por eso se pinta y se escribe, por eso el Faro de Maspalomas evocó en la
vida del artista una visión y un motivo, el primer indicio de vida, la luz de
un faro, la noticia de tierra firme, de un lugar para el hallazgo y el retorno,
aquello que se ve de la isla en la lejanía, lo primero y lo último de todas las
existencias, luz propiciadora, luz de la conciencia y del límite, espacio
sideral, noche estrellada, lo que se inventa es otra isla siempre, la vida y la
pintura de Juan Hernández, su alegoría atlántica del amor.
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