lunes, 10 de enero de 2022

La albar melancolía. La quinta estación de Eusebio Sempere

 


El Museo Francisco Sobrino de Guadalajara acogió en 2021 la exposición “Sempere Inédito” con 35 obras del artista Eusebio Sempere (1923-1985) pertenecientes a las colecciones Ars Citerior de Valencia y Espíritu-materia de Madrid. El artista formó parte esencial de la generación que dio vida al Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca en 1966. Con esta nueva muestra de obra inédita de Sempere, Castilla-La Mancha renueva su papel histórico de espacio renovador y lugar de residencia para el arte español más internacional


Guadalajara es un lugar esencial de Castilla-La Mancha, con cerca de noventa mil habitantes bajo un sol de provincia, suyo es el astro que ensueña con desmesura secreta a poetas como Yves Bonnefoy, viajero a la caza del extravío por tierras lejanas, allá donde habita la imagen de presencias invisibles, esa única luz fuera del tiempo, el arte.

A ciento treinta y cinco kilómetros de Cuenca, Guadalajara invoca el horizonte de un espacio diáfano, crepuscular, utópico. Campos de trigo, alcarria profunda de los apuntes carpetovetónicos de Camilo José Cela, tierra de mediodía universal. Por la N620 se encuentra el monumento a Francisco Sobrino, artista nacido en Guadalajara en 1932 y exponente singular del arte cinético y la escultura geométrica. Hizo su carrera artística en París y falleció en Bretaña hace apenas siete años. Su figura emparenta directamente con la de Eusebio Sempere, el alicantino de los móviles luminosos y de las cuatros estaciones, la suite de cuadros vivaldianos de la que habla Juan Manuel Bonet para la ficha de la colección de la Fundación March.

Estos museos de Castilla son lugares de excepción para la eternidad, mucho más que receptáculos de obras de arte, constituyen el sueño de la reclamación histórica de muchos artistas como Francisco Sobrino y Eusebio Sempere, para quienes el juego con el espectador debía ser primordial, la relación del público con el arte se tenía que democratizar, la vida era en sí misma el encuentro de la creación, la luz y la belleza. Cuando el crítico de arte John Ruskin dedicó toda su vida a escribir sobre la pintura de Turner, el inglés que donó su obra a la nación, llegó a decir que el don del artista era expresar el misterio.

Y la epifanía cotidiana que supone mirar una pintura de Zóbel es precisamente una evidencia de que los cuadros fundan el paisaje y su exposición a todos los públicos representa el antiguo sueño renovado de la polis griega, para dotar a la ciudad de un lugar para los imaginarios y para la libertad, como nuevos templos del politeísmo donde se concreta el hábitat inmemorial de un río al atardecer. Y es que la pintura y la escultura constituyen dos formas de expresión humana de lo sagrado y de lo profano. La luz es un enigma, como afirma Cees Nooteboom en uno de sus libros, la pregunta está en el otro misterio que suponen los cambios de significado que una obra de arte experimenta en el tiempo. Y el valor de los museos se multiplica al infinito cuando se considera, a ciencia cierta, su potencial pedagógico y patrimonial, especialmente a la hora de ofrecer a la ciudadanía un espacio para la contemplación y el paseo liberado de la lógica dominante de los escaparates comerciales, de la tensión biopolítica de las redes sociales y del lenguaje publicitario que todo lo consume y deshumaniza en cifras y cálculos, en pérdidas y ganancias.

 

El Museo Francisco Sobrino de Guadalajara constituye un paradigma de la conversión de lugares de una ciudad moderna en centros de arte contemporáneo, como el antiguo convento de las Carmelitas de Cuenca transformado en Museo del Objeto encontrado de la Fundación Antonio Pérez. Hace Guadalajara de intermediaria en la diagonal del arte abstracto que se traza entre las Casas Colgadas de Cuenca, con el museo pequeño más bello del mundo- como dijo el fundador del MoMA de Nueya York- y el Museo de arte contemporáneo Esteban Vicente de Segovia, otro de los pintores españoles del exilio republicano que puso su estrella y su jardín en el alto firmamento del expresionismo abstracto norteamericano. Su rosa de Bridgehampton es una de las más bellas composiciones de color y vida de un artista español y duerme con sus pétalos abiertos a la noche de los depósitos del museo neoyorquino.   

La luz fue la decantación primordial de los artistas españoles en el momento pletórico del nuevo auge de las vanguardias bajo el silencio de la dictadura. Y Eusebio Sempere llevó al extremo la vocación de transmutar la luz en arte concreto, óptico y poético. Así lo consideraba el crítico y ensayista Vicente Aguilera Cerni, impulsor del Grupo Parpalló, otro de los focos generacionales del informalismo en una España necesitada de libertad y de luz. Sempere estuvo en París igual que Francisco Sobrino, la ciudad de la luz abrigó los ímpetus de renovación creativa y de universalidad en la pintura de muchos artistas que luego volverían a Castilla-La Mancha, solar quijotesco, para derramar en sus lienzos la plenitud sideral, las ondas de radiación electromagnética que brindan el misterio de la vida, de la belleza.

Con la reciente exposición de obras inéditas de Eusebio Sempere en el Museo Francisco Sobrino de Guadalajara, la historia vuelve a colarse como protagonista en las salas de un museo de arte, las piezas de las colecciones Ars Citerior y Espíritu-materia atesoran la originalidad de devolver a la luz el sueño del artista. Es la quinta estación de Sempere, lo nunca antes visto, lo que permanece en el misterio y se vuelve origen y destino a la vez. Toda la luz detenida con el transcurso imparable de los años y las décadas, el tiempo vivido en carne propia por la hermana del artista, Concha Sempere, a sus cien años de vida. Los paisajes abstractos del arte español personificado en Eusebio Sempere representan una memoria viva de la transición democrática y de los anhelos de libertad que no se deben perder nunca. Cada paso que se de en el sentido de la conservación, el fomento y la apertura de los museos de arte en la vida pública supone un avance a favor de la riqueza de los imaginarios y del derecho a soñar un mundo mejor. Es hora de que se decrete la apertura permanente de los museos, como un bien cultural de primera necesidad, el retorno del museo itinerante de Ramón Gaya, el momento de reivindicar, otra vez y todas las veces que sean necesarias, la belleza frente a la barbarie, con la imagen de Rafael Alberti y María Teresa León evacuando las pinturas del Museo del Prado.  

Hay un poema en prosa de José Miguel Ullán, en su libro “Manchas nombradas” de 1984, con prólogo de Antonio Saura, y dedicado a las cuatro estaciones de Sempere, artista que mereció el Premio Príncipe de Asturias a las Artes un año antes. Allí nos habla de una golondrina y de la albar melancolía, de la orilla de espejos encendidos y de la alegría por venir. Parece que todos los caminos llevan a Guadalajara. La poesía y el arte que se dan la mano, para abrir de par en par toda la luz del mundo que quiso el artista para su prójimo. Y se pregunta el poeta ante las estaciones de Sempere: ¿podremos retocar el fuego con el peligro de las lágrimas?  


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