lunes, 1 de mayo de 2023

"Paisaje con palmera. La realidad de la pintura"

 



"Miradas a la Colección" Casa Colón 
Conferencia sobre el cuadro “Paisaje con palmera” de Francisco Suárez León

Hay un cuadro del belga Carlos de Haes en el Museo de El Prado titulado “Un bosque de  palmeras”, con fecha de 1861. Puede verse allí un paisaje alicantino —con referencia explícita a  Elche— donde a lo lejos se distingue sobre un promontorio de tierra la silueta tijereteada de un  grupo de palmeras del tipo Phoenix Dactylifera. Curiosa la referencia de que fue maestro del autor un

ilustre pintor de Cámara del Rey, el canario Luis de la Cruz, quien fuera el retratista del Obispo  Verdugo y cuyos años finales transcurren en la Andalucía de mediados de mil ochocientos. Hay más  palmeras que se encuentran en el depósito de El Prado del artista belga, a la explanada que conduce a  una alquería se une el trasfondo de un cielo de azul neblinado. Hay un exotismo recurrente en la  presencia de estas palmeras, lo desértico y lo frondoso, la imagen de los espejismos en todo páramo se  asocia tradicionalmente con la idea del vergel de palmeras, y la cercanía ensoñada del agua. 

De hecho, las islas en el horizonte y el efecto de la ilusión óptica de la Fata Morgana juegan  un papel crucial en el imaginario de la literatura de viajes. Lo que se ve y lo que se desea ver,  Guanahani en el primer viaje de Colón. Una pintura atesora en su visibilidad dentro de un museo el  mundo que la fundó, algo permanece en ella, el pulso cardíaco de quien pinta constituye un eslabón  intrínseco que hace de toda obra de arte un artefacto temporal, nos lega colores y auras. La conexión  completa entre la superficie pictórica y nuestro ojo sucede en un intervalo de segundos, la radiación  luminosa atraviesa el interior del globo ocular a través de la pupila, ocasiona la dilatación o  contracción del iris y pasa a la córnea y la retina, lugar fotosensible del ojo, hasta llegar por medio de  su transformación en impulso nervioso hasta la corteza visual del cerebro en el lóbulo occipital. Al  parecer los haces nerviosos que posibilitan nuestro entendimiento requieren del complejo proceso del  quiasma óptico donde todo se cruza al lado opuesto, la fóvea es la parte de la retina dedicada a la alta  resolución, nuestros ojos se mueven rápidamente, están vivos y dan vida a lo mirado —los  movimientos sacádicos—, por lo que una pintura requiere para ser vista, asumida en su totalidad —si  esto es posible realmente— , un proceso que roza la dimensión de lo poético, un grado de  sensibilidad mayor que, de algún modo, se asemeja al mito y a lo sacro, a la aletheia griega, una  verdad que nos conmueva y revele, sorpresa y admiración de la soledad íntima que nos constituye en  un yo que siente y padece a conciencia —tal vez sea por ello — el arte y la pintura, ese último bastión de la experiencia de humanidad.

Hay en la colección permanente de la Casa Colón de Las Palmas de Gran Canaria, un  depósito alucinatorio — por su variedad de lenguajes, formas y conceptos —que conserva, como una  cámara oculta y si se quiere, otra cueva pintada, con un innúmero de cuadros colgados como un  jardín de paisajes y símbolos. Es todo museo ese espacio de reflectación de los tiempos de lo creado y  visible que nos lega un hálito de pervivencia muy similar al de un yacimiento arqueológico, o una  estrella del firmamento. Inasible en esencia, ver lo acontecido nos conecta a un pasado remoto o  inmemorial, con tanta afección posible como el hecho de tocar a un ser querido o sentir el inmenso  placer de un ocaso a pie de playa.

Hay en la insularidad atlántica algo también de ese maravillamiento ocular que hace del  espacio visible, un modo de tiempo, nos acercamos a la realidad en el paisaje, palpamos a través de la  conciencia de pertenencia y del arraigo a un lugar su lado antiguo y futuro a la par, presenciable. Creo  que no es otra la experiencia total de ver las palmeras y las casas de colores en una pintura de Jorge  Oramas, hace unos días tuve la ocasión de subir las escaleras del Círculo Mercantil en Las Palmas de  Gran Canaria, por el mero placer de suponer la entrevisión del lugar donde Agustín Espinosa dictó su  mítica conferencia sobre el pintor de la Escuela Luján Pérez, las palabras que abordan y comparten la  experiencia estética tienen desde los griegos un lado aleccionador, vivificante y benefactor para las  almas, el propio Pedro Salinas en su exilio americano asumió este papel de la crítica y del diario como  un hogar común, el poeta español apreciaba ir a los museos y contar de sus pinturas, verse ver ante  ellas, frecuentar también los poemas de la tradición y de la vanguardia, enviar cartas durante toda una  vida. 

Hace algunas semanas que asumo la imagen de la pintura “Paisaje con palmera” del artista  Francisco Suárez León como una suerte de talismán o de oráculo, al cual solicito algún tipo de  magnetismo especial, lo interrogo a deshoras, como si fuera capaz de revelar un sentido de algo y no  sé qué, de cercanía espiritual —de déja vu —por reconocer en su plasticidad una serie de parámetros  insulares que forman parte de nuestro imaginario atlántico, pero también de un algo extrañante, de  andar por casa, pero que seduce por su condición lejana, difícil de asir a la manera de un archivo que  se almacena en el dispositivo electrónico, tal vez una suerte de paramnesia reduplicativa, esa creencia  delirante de que un lugar ha sido duplicado. El óleo de Suárez León es de principios de 1900, hay  unas casas con paredes de un blanco ensalitrado, los ventanucos abiertos al mar, y las palmeras de  nuevo —insolación atlántica— lo diáfano de la costa interconecta en azules el cielo y el mar. Miras  una y otra vez la pieza que dícese del realismo de época en el trasiego finisecular. Ya lo habías visto  realmente, el paseo marítimo — promenade y malecón —, el envés interior del mediodía se intuye  adentro —asueto y oleaje—, la cercanía de unos pasos que siempre allanan la morada del dios del  lugar, atlántico sonoro. 

Suárez León fue un pintor de oficio vital, de raigambre plástica, a la sazón un hijo de su  tiempo, ya que en Las Palmas de Gran Canaria — la isla del indigenismo— hubo antes como por la  inercia predecesora de las vanguardias, un colofón de arte pictórico destinado a crear cuadros de  máximo acercamiento a la belleza de los paisajes insulares, la historia del arte insular testifica a favor  de maestros como Nicolás Massieu o Néstor porque suya fue la capacidad de imantar verdad y vida a  sus pinturas, haciendo del ejercicio del dibujo y de la creación plástica un don privilegiante. He vuelto  la vista a cuadros de Guezala y Bonnín, el XIX fascina y es poetología insular, de Botas Ghirlanda ya  hablamos el año pasado, lo reitero, su pintura napolitana hace que busquemos en adelante al cuadro  en el paisaje, toda costa futura será un reflejo de los pinceles de Botas, así sucede con la realidad de la  pintura. Si nos atenemos a esa época crucial del devenir del archipiélago, hay que decir que fue el período del origen de la irradiación del cosmopolitismo modernista — es sabida en la cultura insular  la importancia de Néstor y Aguiar —, los cuerpos de la isla y las islas de los cuerpos transitan bajo la  luz atlántica que durante siglos fue consolidando en la mirada de la criatura insular un detrito de  conciencia sobre el devenir del hechizo volcánico.

En el ensayo “Visión insular” de Lázaro Santana (Edirca, 1988) el crítico de arte canario  alude al final del monocultivo de la cochinilla, al sentido pancanarista de cierto romanticismo  ensalzador de los paisajes insulares, cuando la urbanidad moderna incipiente se distancia de todo lo  agrario y lo popular se glorifica como expresión insularia. Hay que recordar que la fundación del  Museo Canario en 1876 marca un hito a la hora de visibilizar el pasado prehispánico con un ángulo  de visión científica y que el desarrollo de las retóricas del folklore de los Cantos Canarios de  Teobaldo Power afianzó un espacio de convergencia que sintonizaba la eclosión de una poesía  regionalista y de una estética que aspira a una tradición insular propia y que irá fijando sus contextos  de confluencia. Además, el interior orográfico de la isla de Gran Canaria, sentido como pérdida en el  mito del “bosque umbrífero” de Doramas que fundó Cairasco, otorgaba un valor de interés y de  búsqueda a la referencia ecológica y de lo virginal, lo que hacía predominante el cauce evocativo de  diferentes pintores y pinturas donde el bodegón, la costa y las medianías adquirían una dosis de  verdad social necesaria. Llegaron, además, a las islas también los foráneos, el artista lo es en esencia,  suya es una denominación cercana a toda bohemia que se precie como tal, donde la extravagancia y el  deslumbramiento resultan de cualquiera de sus modos posibles, un modo de ser necesario. Pintar y  escribir —a lo sumo —coexisten en el tiempo de las civilizaciones como dos de las experiencias  trascendentales del ser humano. De ahí que, una pintura del alemán Bruno Brandt sobre el oleaje de  los Cancajos en la isla de La Palma equivale en el discurrir de la vida social a un momento del mar, si  es que algo así es retenible bajo la acción humana, sea pues ésta la alquimia del pintar y del escribir. A Lanzarote, tardíamente, fue el pintor Pierre Alechinsky, suyos son los dragones que al parecer vio  durante su estancia entre volcanes, si supuestamente aspiraba a la cura en la paz del remanso de aquel  silencio —malpaís y jable —, las mil palmeras de Haría se volvieron fuego y delirio ante la mirada  atónita del artista belga. Realmente se pinta lo que se ve —lumbre del demiurgo— y lo visto se  implica y complica el tic tac de lo visible, el mundo son todas sus miradas a una sola vez.

Hay islas que habitan los cuadros. Y cada pintura en el fondo es una forma de insularidad  que aguarda al visitante en su particular suspensión cromática. Muchos artistas canarios han  expresado su cosmovisión atlántica por medio de la transfusión materica que suponen las pinceladas,  cada dibujo conlleva tras de sí un palpitar cardíaco y una mirada concreta que explora y funda su  territorio interior. De la vida artística de Suárez León se cuenta el influjo que tuvo Eliseo Meifrén durante su estadía en la isla, observar el Castillo de San Cristóbal como dispositivo de permanencia  arcaica nos revela su quintaesencia paisajística tardía, es una piedra de roseta sentimental. El marinista  catalán cuya pátina impresionista resultaría decisiva para que el Mediterráneo balear tuviera su propio desenlace y colofón, se constituye en referente generacional, en compañía decisiva a plein air. Ahí está  otro espacio de la condición insular compartida con su propio imán y diana teleológica. Canarias y  Baleares hace tiempo que precisan una hora común de juego a los dados. En nuestras islas y en todas  las islas, la gravitación reveladora del quehacer artístico y literario —lo dijo en sus lecciones del  medio siglo pasado el cubano Cintio Vitier — concreta en la cuantificación de épocas y corrientes  una dialéctica en curso que intensifica y transforma las manifestaciones creativas en coágulos o  sedimentos de un sentido, que se va originando de la conciencia y expresión de una relación propia y  reconocible con la naturaleza —esto es el mundo —.

Los paisajes y sus tiempos de la vida, que se traducen en formas de lo histórico, en cuanto  todo lo humano se produce y reproduce en su simbólica historicidad del vivir, nos sumergen en una  temporalidad otra, es la penumbra y el ocaso que sobreviven en su ahí, vueltos del revés para la vista  que contempla su estar adrede, las palmeras hacen al paisaje en igual condición que el mar. Y la  presencia de la casa, en la perspectiva de la relojería social, significa el atisbo de lo humano que  pervive milenario, azul habitable de un cielo en sí que se proyecta en el cuadro como la condición  ontológica de todo existir, isla nuestra provisora del agua vital. Suárez León plantado frente al lienzo  debió merodear la escena en un antes promisorio, toda luminosidad se contagia a través de un claro  de bosque, campiña atlántica bostezante, padorniana. 

Las pinturas y sus textos en la cultura insular son piedra leíble y pintada, el sol está dentro a  decir verdad, es la realidad de la pintura. Hace unos días hablé en la Casa Museo Antonio Padrón de  la referencia al poeta Hugo von Hoffmannsthal, nacido el 1 de febrero de 1874 y fallecido el 15 de  julio de 1929 — todo en Viena, coetáneo del realismo pictórico de Suárez León— El escritor que  tanto viajó tuvo en su memoria la extrañeza de un caño de agua de su infancia y en un regreso tardío a  su tierra natal, consternado por la traición del lenguaje para representar los sentimientos reales de un  ser humano, encontró de casualidad en las pinturas de una pequeña galería una revelación inaudita  que le devolvió la fe y el ensueño perdidos. Eran aquellos los cuadros de un tal van Gogh, quien apenas unos años atrás se había pegado un tiro en el pecho. El retorno, en las cartas del que regresa,  ofrecen un testimonio visual decisivo, una revelación íntima que los lugareños no intuyen en su  cotidianidad, el poeta visitador se reconoce de nuevo por medio de su experiencia recobrada ante el  mundo originario de una memoria personal, de las imágenes de su mundo. Hay en las pinturas ese  lado oracular, testificante, decembrino, que nos invocan a un nuevo renacimiento, al comenzar otra  vez a mirar como por primera vez lo ya sentido. Y en el texto y en el cuadro gravitan las voces y los  ecos de otros mundos y de otras existencias que devuelven un sentido extraño y familiar a la vez — de lo que fue y de lo que es —, lo que está siendo alrededor, paisanaje de la luz de los ausentes.

¿Cuál es el rostro verdadero de un artista, los ojos de quien pinta? Hay un retrato de  Francisco Suárez León hecho por su hijo Cirilo —también artista— fechado en 1933, en dos lustros  ya será centenario. Lo encuentro —¿de casualidad? — gracias a Gaviño de Franchy —recientemente  fallecido —quien lo reprodujo en la red durante algún momento de sus búsquedas y hallazgos. Padre  e hijo compartían estudio en las inmediaciones de la Plaza del Pino, la familia de artistas insulares desarrolló con plenitud sus virtudes creativas en distintas épocas confluyentes. En el retrato, el padre  luce perilla y bigote cano, la mirada vuelta de frente, fijada a un punto móvil —obnubilado— tal  como se mira el mar. Gaviño de Franchy recoge en nota al pie de su semblanza de Suárez hijo, otra  explayada mención biográfica de Suárez padre, donde cifra que “uno de los primeros textos  biográficos sobre don Francisco Suárez León fue escrito por Hilda Mauricio, y recogido en el  catálogo de la exposición monográfica celebrada en 1992 en las salas de la Caja de Caja de Canarias,  Dice así:

Nace en Las Palmas de Gran Canaria, en 1865.

Desde muy joven se siente atraído por las artes plásticas y da clases de dibujo y pintura con don  Rafael Bello y don Nicolás Massieu y Falcón, siendo uno de sus discípulos predilectos junto con  Nicolás Massieu y Juan Carlo. Años más tarde compatibilizaría, igual que sus maestros, su trayectoria  artística con su vocación pedagógica ya que fue profesor de varias Academias de su ciudad natal.

La obra de este artista no se circunscribe únicamente a un solo tema, ya que en la escasa obra que de  él conocemos hay retratos, paisajes, marinas y temas anecdóticos y costumbristas, todos ellos bajo un  mismo factor común: su pequeño formato y la precisión del trazado en el dibujo.

Sus paisajes y marinas se caracterizan por sus pinceladas sueltas de factura libre, con matices  postimpresionistas. De esta serie, encantadores cuadros suyos son: San Cristóbal, más hacia el sur  playa de los barquitos y Grupo de casas en San Cristóbal, cerca de la Hoya de la Plata. Ambos  pintados en 1910 y con un signo común: el realismo está matizado por una leve aura poética en el  tratamiento del paisaje.

Sus luces planas, factura que creemos que hace deliberadamente, recuerdan los paisajes de su maestro  Nicolás Massieu y Falcón.

Buen dibujante, de paleta rica, de rápidas pinceladas, los paisajes de Francisco Suárez León aportan a  la escuela canaria, o mejor, a la plástica canaria, un cierto aire europeo de entender la pintura con  finura y claridad no exenta de emoción.

Tratamiento distinto da a sus otros cuadros, entre los que sobresalen: Los cuatro mendigos, El  hombre del sombrero y El Patio de la antigua Ermita de los Reyes.

En estas obras el lírico artista post-impresionista deja paso a un brioso pintor realista.

A lo largo de su vida concurrió a varias exposiciones en el Gabinete Literario y en el Museo Canario,  obteniendo valiosos premios.

Murió en su ciudad natal en 1934” (incluso se recoge el deceso del artista, que fue a las diecisiete  horas del día 29 de junio de 1934. Y continúa:

“De su matrimonio con doña María Moreno Benítez dejó los siguientes hijos: José, Cirilo, Antonio,  Rosario, Carmen, María, Soledad y Luz Suárez Moreno. Acta de Defunción de don Francisco Suárez  León. Registro Civil de Las Palmas. Distrito de Vegueta. Tomo 90-1, f. 80v. Sección tercera.

(Y continúa) Francisco Suárez es uno de los pintores canarios que aguardan aún el estudio de su  personalidad, de su obra y su significación en el panorama de la pintura canaria de fines del siglo XIX  y comienzos del XX. En 2003, el profesor Jonathan Allen Hernández organizó una exposición de su  obra en la Casa de Colón y publicó un estudio monográfico que lleva por título Francisco Suárez  León. Pintor de la Realidad”.

Llega a mis manos, el catálogo de Allen, veinte años después de haber sido publicado y de la  exposición en la Casa de Colón de la obra de Suárez padre —dos décadas, el tiempo de maduración  de un ser humano, del transcurso del nacimiento a la adultez—. Transcurridos veinte años de aquella  exposición en esta Casa de Colón, recientemente el investigador Guillermo Perdomo trató sobre una  marina de Suárez León en esta misma tribuna. ¿Qué sentido puede tener el regreso —a esta hora de la  tercera década del nuevo siglo— a un paisaje con palmera de un artista canario de la pasada centuria?  ¿Cuál es, pues, la realidad de su pintura? Meditando sobre la interrogante y teniendo el cuadro a la  vista —una y otra vez —, como quien se asoma al mar del cuadro, porque la pintura es la salitre  marina sobre la cal de las casas y los ventanucos que son la posibilidad del ver, sol coruscante diría el  poeta Sánchez Robayna, el otro lado de Manuel Padorno. Así pude ser testigo, en los primeros días  de mi estancia en Las Palmas de Gran Canaria, de algunos lugares y hechos que habían sido extraños  y ajenos para mí en el pasado, este cuadro de Suárez León, el paisaje con palmera se volvió palmeral  nocturno, de un lado, en la visita a pie del Barrio de San Francisco en Telde. Un almogarén entre  rejas y mil palmeras presentidas en el vaho nocturno y el relumbre de las farolas teldenses que daban a  los guijarros un sentido total de evanescencia fugitiva. De otro lado, las casas del paisaje cifraban el  desentrañamiento de algunos datos relativos a Suárez hijo, quien esbozó en su día el retrato a grafito  con toques de clarión del poeta Félix Delgado — a quien sigo la pista desde hace tiempo por su  desafortunado final de poeta fusilado por equivocación en un episodio por desentrañar de la Barcelona guerracivilista —, y también el hecho de que el hijo de Francisco Suárez León realizó en  1930 un ex libris para el libro Frutos tardíos de José Rial Vázquez, autor y farero —nacido en  Filipinas, igual que Verdugo, el romántico lagunero — y que sufrió las penurias de la guerra y emigró  a México y Venezuela —padre del Rial de “Venezuela imán” que llevo leyendo diez años —,  alguien de quien — por azar y fortuna —tuve referencia hace unos días apenas, por boca de su  propio nieto en la Fundación Juan Negrín, al acercarse a mí para presentarse, tras hablar yo de Pedro  Salinas y sus cartas y desamores, nieto y sobrino de los Rial.

Sorprende el modo en que se concatenan fechas, nombres y vínculos gracias al ángulo de  visión recobrada de una pintura, las imágenes que entretejen un laberinto íntimo a la hora de trazar  miradas retrospectivas a toda época y corriente, las islas atesoran un bucle de huellas y designios que  hacen del solar atlántico un museo itinerante. Las pinturas enseñan los dientes, se desperezan y nos  interpelan, como dijera el crítico de arte Georges Didi-Huberman, hay imágenes que nos hablan y  también fantasmas, soles y lutos, lluvia que jamás escampa, palmeras ideales que se constituyen en la  resistencia del verde a una claudicación final. Yo quiero ver el paisaje de Suárez León todos los días,  sentir así la isla como un talismán que no fenece — ¿es esto posible? —. Soñar un mediodía de domingo que no concluye, igual así la suspensión de la ideal del azul en un poema. Volver la vista  hace un exterior desconocido y ver al pintor ante su caballete, todavía sin los bigotes canos, el hombre  que sueña con su juego de pinceles ante el blanco del lienzo. Y el hijo recién nacido, en el extremo del  día, a la espera del regazo y de su sombra, es la vida que renace. Un cuadro tarda en secar, precisa de  retoques y de capas, la marea también es suya, como la casa y sus palmeras, la isla bajo las estrellas.

Las casualidades existen pero también el destino. He tenido oportunidad de sentir muy cerca  cierto parentesco con la experiencia de las cartas de Hugo von Hoffmannsthal en algunos de mis  procesos de escritura, así sucedió en el libro “Galaxia Westerdahl” de 2013, todas las pinturas de la  colección del crítico de arte y coleccionista tinerfeño—director fundador de Gaceta de arte en los  años de la II República—, fueron vivenciados como postales de buceo histórico en el imaginario  devenido de una insularidad entrevista por artistas de todo el siglo veinte. La atracción íntima de  muchas arpilleras de Millares, visitadas durante un nevado mes de febrero en la sala negra de la  ciudad Alta de Cuenca, motivaron un diálogo a pecho descubierto con el negro fúnebre y cósmico del  artista grancanario, fueron “Las geografías circundantes”, 2016. 

Más adelante, las pinturas volcánicas de César Manrique — una a una, y todas luego a la  vez— contempladas en el retrovisor de la escritura ecfrástica que desde los griegos faculta la  posibilidad de un diálogo poético con las pinturas. Tal vez, este proyecto expositivo providencial de  “Isla de arte” y la existencia del Museo de Bellas Artes de la isla de Gran Canaria (MUBEA)

apuntalan el soporte y la posibilidad de un espacio geomántico y de referencia ciudadana para  consolidar las miradas futuras a una insularidad atlántica, que se predestina como un mapa del  firmamento cromático, de la ensoñación lograda de toda isla en el horizonte, esa imagen providencial  del continuar de una vida tras todo naufragio, el momento feliz del avistamiento y del hallazgo  perplejo tan parecido al de la ilusión óptica del palmeral con agua de los desiertos y este cuadro del  paisaje de Suárez León que —digámoslo ya — obsequia a quien lo mire un resplandor de la  memoria colectiva de la sociedad insular, las casas familiares de la costa habitada durante siglos, el  paradiso atlántico que bulle y reclama a los ojos su eternidad. El paisaje con palmera es la casa, los  ventanucos son el tiempo, el mar y el cielo, la vida. Hace medio siglo el escritor alemán Ernst Jünger visitó Gran Canaria, tuvo ocasión de asomarse a la presencia de las momias guanches y de caminar los  descampados de Tafira, barruntar el yodo marino del litoral, acercarse a las palmeras de una isla y de  una ciudad que toma su nombre del fortín fundacional que se dice eran palmas de una primera  sombra real, en la experiencia civilizatoria de la isla antigua. Una pintura se parece a los sueños y los  sueños se parecen al llanto de los niños, surge, perdura y vuelve al silencio. Ante un paisaje la mirada  pernocta, extiende su visibilidad en la retención de memoria que es capaz, ver y presentir se parece al  momento de tocar el agua, de la lluvia o del mar. Los antiguos canarios azotaban con hojas de palma  y cumbre la orilla del mar, para solicitar la bendición del agua, para bendecir el agua del mar. Hay  palmeras que evocan un milagro, la ensoñación de lo imprevisto, el orden incomprensible de todo  jardín. Hay en esta pintura de Francisco Suárez León, artista grancanario, una suerte de prodigio para  la vista, una rememoración vivencial, que vale por todas las casas y por todos los mares, por el camino  que nos lleva de la mano a la experiencia de la insularidad atlántica. 

Hoy se conmemora el Día Internacional de los Monumentos y de los Sitios, la humanidad  del planeta, volvamos a mirar de nuevo, el cuadro se ve realmente como se mira desde el mar hacia la  isla, es la realidad de la pintura. 

 Samir Delgado, Casa de Colón, 2023


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