"Miradas a la Colección" Casa Colón
Conferencia sobre el cuadro “Paisaje
con palmera” de Francisco Suárez León
Hay
un cuadro del belga Carlos de Haes en el Museo de El Prado titulado “Un bosque
de palmeras”, con fecha de 1861. Puede
verse allí un paisaje alicantino —con referencia explícita a Elche— donde a lo lejos se distingue sobre un
promontorio de tierra la silueta tijereteada de un grupo de palmeras del tipo Phoenix
Dactylifera. Curiosa la referencia de que fue maestro del autor un
ilustre
pintor de Cámara del Rey, el canario Luis de la Cruz, quien fuera el retratista
del Obispo Verdugo y cuyos años finales
transcurren en la Andalucía de mediados de mil ochocientos. Hay más palmeras que se encuentran en el depósito de
El Prado del artista belga, a la explanada que conduce a una alquería se une el trasfondo de un cielo
de azul neblinado. Hay un exotismo recurrente en la presencia de estas palmeras, lo desértico y
lo frondoso, la imagen de los espejismos en todo páramo se asocia tradicionalmente con la idea del
vergel de palmeras, y la cercanía ensoñada del agua.
De
hecho, las islas en el horizonte y el efecto de la ilusión óptica de la Fata
Morgana juegan un papel crucial en el
imaginario de la literatura de viajes. Lo que se ve y lo que se desea ver, Guanahani en el primer viaje de Colón. Una
pintura atesora en su visibilidad dentro de un museo el mundo que la fundó, algo permanece en ella,
el pulso cardíaco de quien pinta constituye un eslabón intrínseco que hace de toda obra de arte un
artefacto temporal, nos lega colores y auras. La conexión completa entre la superficie pictórica y
nuestro ojo sucede en un intervalo de segundos, la radiación luminosa atraviesa el interior del globo
ocular a través de la pupila, ocasiona la dilatación o contracción del iris y pasa a la córnea y la
retina, lugar fotosensible del ojo, hasta llegar por medio de su transformación en impulso nervioso hasta
la corteza visual del cerebro en el lóbulo occipital. Al parecer los haces nerviosos que posibilitan
nuestro entendimiento requieren del complejo proceso del quiasma óptico donde todo se cruza al lado
opuesto, la fóvea es la parte de la retina dedicada a la alta resolución, nuestros ojos se mueven
rápidamente, están vivos y dan vida a lo mirado —los movimientos sacádicos—, por lo que una
pintura requiere para ser vista, asumida en su totalidad —si esto es posible realmente— , un proceso que
roza la dimensión de lo poético, un grado de
sensibilidad mayor que, de algún modo, se asemeja al mito y a lo sacro,
a la aletheia griega, una verdad que nos
conmueva y revele, sorpresa y admiración de la soledad íntima que nos
constituye en un yo que siente y padece
a conciencia —tal vez sea por ello — el arte y la pintura, ese último bastión
de la experiencia de humanidad.
Hay
en la colección permanente de la Casa Colón de Las Palmas de Gran Canaria,
un depósito alucinatorio — por su
variedad de lenguajes, formas y conceptos —que conserva, como una cámara oculta y si se quiere, otra cueva
pintada, con un innúmero de cuadros colgados como un jardín de paisajes y símbolos. Es todo museo
ese espacio de reflectación de los tiempos de lo creado y visible que nos lega un hálito de pervivencia
muy similar al de un yacimiento arqueológico, o una estrella del firmamento. Inasible en esencia,
ver lo acontecido nos conecta a un pasado remoto o inmemorial, con tanta afección posible como
el hecho de tocar a un ser querido o sentir el inmenso placer de un ocaso a pie de playa.
Hay
en la insularidad atlántica algo también de ese maravillamiento ocular que hace
del espacio visible, un modo de tiempo,
nos acercamos a la realidad en el paisaje, palpamos a través de la conciencia de pertenencia y del arraigo a un
lugar su lado antiguo y futuro a la par, presenciable. Creo que no es otra la experiencia total de ver
las palmeras y las casas de colores en una pintura de Jorge Oramas, hace unos días tuve la ocasión de
subir las escaleras del Círculo Mercantil en Las Palmas de Gran Canaria, por el mero placer de suponer
la entrevisión del lugar donde Agustín Espinosa dictó su mítica conferencia sobre el pintor de la
Escuela Luján Pérez, las palabras que abordan y comparten la experiencia estética tienen desde los griegos
un lado aleccionador, vivificante y benefactor para las almas, el propio Pedro Salinas en su exilio
americano asumió este papel de la crítica y del diario como un hogar común, el poeta español apreciaba ir
a los museos y contar de sus pinturas, verse ver ante ellas, frecuentar también los poemas de la
tradición y de la vanguardia, enviar cartas durante toda una vida.
Hace
algunas semanas que asumo la imagen de la pintura “Paisaje con palmera” del
artista Francisco Suárez León como una
suerte de talismán o de oráculo, al cual solicito algún tipo de magnetismo especial, lo interrogo a deshoras,
como si fuera capaz de revelar un sentido de algo y no sé qué, de cercanía espiritual —de déja vu
—por reconocer en su plasticidad una serie de parámetros insulares que forman parte de nuestro
imaginario atlántico, pero también de un algo extrañante, de andar por casa, pero que seduce por su
condición lejana, difícil de asir a la manera de un archivo que se almacena en el dispositivo electrónico,
tal vez una suerte de paramnesia reduplicativa, esa creencia delirante de que un lugar ha sido duplicado.
El óleo de Suárez León es de principios de 1900, hay unas casas con paredes de un blanco
ensalitrado, los ventanucos abiertos al mar, y las palmeras de nuevo —insolación atlántica— lo diáfano de la
costa interconecta en azules el cielo y el mar. Miras una y otra vez la pieza que dícese del
realismo de época en el trasiego finisecular. Ya lo habías visto realmente, el paseo marítimo — promenade y
malecón —, el envés interior del mediodía se intuye adentro —asueto y oleaje—, la cercanía de
unos pasos que siempre allanan la morada del dios del lugar, atlántico sonoro.
Suárez
León fue un pintor de oficio vital, de raigambre plástica, a la sazón un hijo
de su tiempo, ya que en Las Palmas de
Gran Canaria — la isla del indigenismo— hubo antes como por la inercia predecesora de las vanguardias, un
colofón de arte pictórico destinado a crear cuadros de máximo acercamiento a la belleza de los
paisajes insulares, la historia del arte insular testifica a favor de maestros como Nicolás Massieu o Néstor
porque suya fue la capacidad de imantar verdad y vida a sus pinturas, haciendo del ejercicio del
dibujo y de la creación plástica un don privilegiante. He vuelto la vista a cuadros de Guezala y Bonnín, el
XIX fascina y es poetología insular, de Botas Ghirlanda ya hablamos el año pasado, lo reitero, su
pintura napolitana hace que busquemos en adelante al cuadro en el paisaje, toda costa futura será un
reflejo de los pinceles de Botas, así sucede con la realidad de la pintura. Si nos atenemos a esa época crucial
del devenir del archipiélago, hay que decir que fue el período del origen de la
irradiación del cosmopolitismo modernista — es sabida en la cultura
insular la importancia de Néstor y
Aguiar —, los cuerpos de la isla y las islas de los cuerpos transitan bajo
la luz atlántica que durante siglos fue
consolidando en la mirada de la criatura insular un detrito de conciencia sobre el devenir del hechizo
volcánico.
En el
ensayo “Visión insular” de Lázaro Santana (Edirca, 1988) el crítico de arte
canario alude al final del monocultivo
de la cochinilla, al sentido pancanarista de cierto romanticismo ensalzador de los paisajes insulares, cuando
la urbanidad moderna incipiente se distancia de todo lo agrario y lo popular se glorifica como
expresión insularia. Hay que recordar que la fundación del Museo Canario en 1876 marca un hito a la hora
de visibilizar el pasado prehispánico con un ángulo de visión científica y que el desarrollo de
las retóricas del folklore de los Cantos Canarios de Teobaldo Power afianzó un espacio de
convergencia que sintonizaba la eclosión de una poesía regionalista y de una estética que aspira a
una tradición insular propia y que irá fijando sus contextos de confluencia. Además, el interior
orográfico de la isla de Gran Canaria, sentido como pérdida en el mito del “bosque umbrífero” de Doramas que
fundó Cairasco, otorgaba un valor de interés y de búsqueda a la referencia ecológica y de lo
virginal, lo que hacía predominante el cauce evocativo de diferentes pintores y pinturas donde el
bodegón, la costa y las medianías adquirían una dosis de verdad social necesaria. Llegaron, además, a
las islas también los foráneos, el artista lo es en esencia, suya es una denominación cercana a toda
bohemia que se precie como tal, donde la extravagancia y el deslumbramiento resultan de cualquiera de sus
modos posibles, un modo de ser necesario. Pintar y escribir —a lo sumo —coexisten en el tiempo
de las civilizaciones como dos de las experiencias trascendentales del ser humano. De ahí que,
una pintura del alemán Bruno Brandt sobre el oleaje de los Cancajos en la isla de La Palma equivale
en el discurrir de la vida social a un momento del mar, si es que algo así es retenible bajo la acción
humana, sea pues ésta la alquimia del pintar y del escribir. A Lanzarote, tardíamente, fue el pintor Pierre
Alechinsky, suyos son los dragones que al parecer vio durante su estancia entre volcanes, si
supuestamente aspiraba a la cura en la paz del remanso de aquel silencio —malpaís y jable —, las mil palmeras
de Haría se volvieron fuego y delirio ante la mirada atónita del artista belga. Realmente se pinta
lo que se ve —lumbre del demiurgo— y lo visto se implica y complica el tic tac de lo visible,
el mundo son todas sus miradas a una sola vez.
Hay islas que habitan los cuadros. Y cada pintura en el fondo es una forma de insularidad que aguarda al visitante en su particular suspensión cromática. Muchos artistas canarios han expresado su cosmovisión atlántica por medio de la transfusión materica que suponen las pinceladas, cada dibujo conlleva tras de sí un palpitar cardíaco y una mirada concreta que explora y funda su territorio interior. De la vida artística de Suárez León se cuenta el influjo que tuvo Eliseo Meifrén durante su estadía en la isla, observar el Castillo de San Cristóbal como dispositivo de permanencia arcaica nos revela su quintaesencia paisajística tardía, es una piedra de roseta sentimental. El marinista catalán cuya pátina impresionista resultaría decisiva para que el Mediterráneo balear tuviera su propio desenlace y colofón, se constituye en referente generacional, en compañía decisiva a plein air. Ahí está otro espacio de la condición insular compartida con su propio imán y diana teleológica. Canarias y Baleares hace tiempo que precisan una hora común de juego a los dados. En nuestras islas y en todas las islas, la gravitación reveladora del quehacer artístico y literario —lo dijo en sus lecciones del medio siglo pasado el cubano Cintio Vitier — concreta en la cuantificación de épocas y corrientes una dialéctica en curso que intensifica y transforma las manifestaciones creativas en coágulos o sedimentos de un sentido, que se va originando de la conciencia y expresión de una relación propia y reconocible con la naturaleza —esto es el mundo —.
Los
paisajes y sus tiempos de la vida, que se traducen en formas de lo histórico,
en cuanto todo lo humano se produce y
reproduce en su simbólica historicidad del vivir, nos sumergen en una temporalidad otra, es la penumbra y el ocaso
que sobreviven en su ahí, vueltos del revés para la vista que contempla su estar adrede, las palmeras
hacen al paisaje en igual condición que el mar. Y la presencia de la casa, en la perspectiva de la
relojería social, significa el atisbo de lo humano que pervive milenario, azul habitable de un cielo
en sí que se proyecta en el cuadro como la condición ontológica de todo existir, isla nuestra
provisora del agua vital. Suárez León plantado frente al lienzo debió merodear la escena en un antes
promisorio, toda luminosidad se contagia a través de un claro de bosque, campiña atlántica bostezante,
padorniana.
Las
pinturas y sus textos en la cultura insular son piedra leíble y pintada, el sol
está dentro a decir verdad, es la
realidad de la pintura. Hace unos días hablé en la Casa Museo Antonio Padrón
de la referencia al poeta Hugo von
Hoffmannsthal, nacido el 1 de febrero de 1874 y fallecido el 15 de julio de 1929 — todo en Viena, coetáneo del
realismo pictórico de Suárez León— El escritor que tanto viajó tuvo en su memoria la extrañeza
de un caño de agua de su infancia y en un regreso tardío a su tierra natal, consternado por la traición
del lenguaje para representar los sentimientos reales de un ser humano, encontró de casualidad en las
pinturas de una pequeña galería una revelación inaudita que le devolvió la fe y el ensueño perdidos.
Eran aquellos los cuadros de un tal van Gogh, quien apenas unos años atrás se
había pegado un tiro en el pecho. El retorno, en las cartas del que regresa, ofrecen un testimonio visual decisivo, una revelación
íntima que los lugareños no intuyen en su
cotidianidad, el poeta visitador se reconoce de nuevo por medio de su
experiencia recobrada ante el mundo
originario de una memoria personal, de las imágenes de su mundo. Hay en las
pinturas ese lado oracular,
testificante, decembrino, que nos invocan a un nuevo renacimiento, al comenzar
otra vez a mirar como por primera vez lo
ya sentido. Y en el texto y en el cuadro gravitan las voces y los ecos de otros mundos y de otras existencias
que devuelven un sentido extraño y familiar a la vez — de lo que fue y de lo
que es —, lo que está siendo alrededor, paisanaje de la luz de los ausentes.
¿Cuál
es el rostro verdadero de un artista, los ojos de quien pinta? Hay un retrato
de Francisco Suárez León hecho por su
hijo Cirilo —también artista— fechado en 1933, en dos lustros ya será centenario. Lo encuentro —¿de
casualidad? — gracias a Gaviño de Franchy —recientemente fallecido —quien lo reprodujo en la red
durante algún momento de sus búsquedas y hallazgos. Padre e hijo compartían estudio en las
inmediaciones de la Plaza del Pino, la familia de artistas insulares desarrolló
con plenitud sus virtudes creativas en distintas épocas confluyentes. En el
retrato, el padre luce perilla y bigote
cano, la mirada vuelta de frente, fijada a un punto móvil —obnubilado— tal como se mira el mar. Gaviño de Franchy recoge
en nota al pie de su semblanza de Suárez hijo, otra explayada mención biográfica de Suárez padre,
donde cifra que “uno de los primeros textos
biográficos sobre don Francisco Suárez León fue escrito por Hilda
Mauricio, y recogido en el catálogo de
la exposición monográfica celebrada en 1992 en las salas de la Caja de Caja de
Canarias, Dice así:
Nace
en Las Palmas de Gran Canaria, en 1865.
Desde
muy joven se siente atraído por las artes plásticas y da clases de dibujo y
pintura con don Rafael Bello y don
Nicolás Massieu y Falcón, siendo uno de sus discípulos predilectos junto
con Nicolás Massieu y Juan Carlo. Años
más tarde compatibilizaría, igual que sus maestros, su trayectoria artística con su vocación pedagógica ya que
fue profesor de varias Academias de su ciudad natal.
La
obra de este artista no se circunscribe únicamente a un solo tema, ya que en la
escasa obra que de él conocemos hay
retratos, paisajes, marinas y temas anecdóticos y costumbristas, todos ellos
bajo un mismo factor común: su pequeño
formato y la precisión del trazado en el dibujo.
Sus
paisajes y marinas se caracterizan por sus pinceladas sueltas de factura libre,
con matices postimpresionistas. De esta
serie, encantadores cuadros suyos son: San Cristóbal, más hacia el sur playa de los barquitos y Grupo de casas en
San Cristóbal, cerca de la Hoya de la Plata. Ambos pintados en 1910 y con un signo común: el
realismo está matizado por una leve aura poética en el tratamiento del paisaje.
Sus
luces planas, factura que creemos que hace deliberadamente, recuerdan los
paisajes de su maestro Nicolás Massieu y
Falcón.
Buen
dibujante, de paleta rica, de rápidas pinceladas, los paisajes de Francisco
Suárez León aportan a la escuela
canaria, o mejor, a la plástica canaria, un cierto aire europeo de entender la
pintura con finura y claridad no exenta
de emoción.
Tratamiento
distinto da a sus otros cuadros, entre los que sobresalen: Los cuatro mendigos,
El hombre del sombrero y El Patio de la
antigua Ermita de los Reyes.
En
estas obras el lírico artista post-impresionista deja paso a un brioso pintor
realista.
A lo
largo de su vida concurrió a varias exposiciones en el Gabinete Literario y en
el Museo Canario, obteniendo valiosos
premios.
Murió
en su ciudad natal en 1934” (incluso se recoge el deceso del artista, que fue a
las diecisiete horas del día 29 de junio
de 1934. Y continúa:
“De
su matrimonio con doña María Moreno Benítez dejó los siguientes hijos: José,
Cirilo, Antonio, Rosario, Carmen, María,
Soledad y Luz Suárez Moreno. Acta de Defunción de don Francisco Suárez León. Registro Civil de Las Palmas. Distrito
de Vegueta. Tomo 90-1, f. 80v. Sección tercera.
(Y
continúa) Francisco Suárez es uno de los pintores canarios que aguardan aún el
estudio de su personalidad, de su obra y
su significación en el panorama de la pintura canaria de fines del siglo XIX y comienzos del XX. En 2003, el profesor
Jonathan Allen Hernández organizó una exposición de su obra en la Casa de Colón y publicó un estudio
monográfico que lleva por título Francisco Suárez León. Pintor de la Realidad”.
Llega
a mis manos, el catálogo de Allen, veinte años después de haber sido publicado
y de la exposición en la Casa de Colón
de la obra de Suárez padre —dos décadas, el tiempo de maduración de un ser humano, del transcurso del
nacimiento a la adultez—. Transcurridos veinte años de aquella exposición en esta Casa de Colón,
recientemente el investigador Guillermo Perdomo trató sobre una marina de Suárez León en esta misma tribuna.
¿Qué sentido puede tener el regreso —a esta hora de la tercera década del nuevo siglo— a un paisaje
con palmera de un artista canario de la pasada centuria? ¿Cuál es, pues, la realidad de su pintura?
Meditando sobre la interrogante y teniendo el cuadro a la vista —una y otra vez —, como quien se asoma
al mar del cuadro, porque la pintura es la salitre marina sobre la cal de las casas y los
ventanucos que son la posibilidad del ver, sol coruscante diría el poeta Sánchez Robayna, el otro lado de Manuel
Padorno. Así pude ser testigo, en los primeros días de mi estancia en Las Palmas de Gran Canaria,
de algunos lugares y hechos que habían sido extraños y ajenos para mí en el pasado, este cuadro de
Suárez León, el paisaje con palmera se volvió palmeral nocturno, de un lado, en la visita a pie del
Barrio de San Francisco en Telde. Un almogarén entre rejas y mil palmeras presentidas en el vaho
nocturno y el relumbre de las farolas teldenses que daban a los guijarros un sentido total de
evanescencia fugitiva. De otro lado, las casas del paisaje cifraban el desentrañamiento de algunos datos relativos a
Suárez hijo, quien esbozó en su día el retrato a grafito con toques de clarión del poeta Félix Delgado
— a quien sigo la pista desde hace tiempo por su desafortunado final de poeta fusilado por
equivocación en un episodio por desentrañar de la Barcelona guerracivilista —,
y también el hecho de que el hijo de Francisco Suárez León realizó en 1930 un ex libris para el libro Frutos
tardíos de José Rial Vázquez, autor y farero —nacido en Filipinas, igual que Verdugo, el romántico
lagunero — y que sufrió las penurias de la guerra y emigró a México y Venezuela —padre del Rial de “Venezuela
imán” que llevo leyendo diez años —,
alguien de quien — por azar y fortuna —tuve referencia hace unos días
apenas, por boca de su propio nieto en
la Fundación Juan Negrín, al acercarse a mí para presentarse, tras hablar yo de
Pedro Salinas y sus cartas y desamores,
nieto y sobrino de los Rial.
Sorprende
el modo en que se concatenan fechas, nombres y vínculos gracias al ángulo
de visión recobrada de una pintura, las
imágenes que entretejen un laberinto íntimo a la hora de trazar miradas retrospectivas a toda época y
corriente, las islas atesoran un bucle de huellas y designios que hacen del solar atlántico un museo
itinerante. Las pinturas enseñan los dientes, se desperezan y nos interpelan, como dijera el crítico de arte
Georges Didi-Huberman, hay imágenes que nos hablan y también fantasmas, soles y lutos, lluvia que
jamás escampa, palmeras ideales que se constituyen en la resistencia del verde a una claudicación
final. Yo quiero ver el paisaje de Suárez León todos los días, sentir así la isla como un talismán que no
fenece — ¿es esto posible? —. Soñar un mediodía de domingo que no concluye,
igual así la suspensión de la ideal del azul en un poema. Volver la vista hace un exterior desconocido y ver al pintor
ante su caballete, todavía sin los bigotes canos, el hombre que sueña con su juego de pinceles ante el
blanco del lienzo. Y el hijo recién nacido, en el extremo del día, a la espera del regazo y de su sombra,
es la vida que renace. Un cuadro tarda en secar, precisa de retoques y de capas, la marea también es
suya, como la casa y sus palmeras, la isla bajo las estrellas.
Las
casualidades existen pero también el destino. He tenido oportunidad de sentir
muy cerca cierto parentesco con la
experiencia de las cartas de Hugo von Hoffmannsthal en algunos de mis procesos de escritura, así sucedió en el
libro “Galaxia Westerdahl” de 2013, todas las pinturas de la colección del crítico de arte y coleccionista
tinerfeño—director fundador de Gaceta de arte en los años de la II República—, fueron vivenciados
como postales de buceo histórico en el imaginario devenido de una insularidad entrevista por
artistas de todo el siglo veinte. La atracción íntima de muchas arpilleras de Millares, visitadas
durante un nevado mes de febrero en la sala negra de la ciudad Alta de Cuenca, motivaron un diálogo a
pecho descubierto con el negro fúnebre y cósmico del artista grancanario, fueron “Las geografías
circundantes”, 2016.
Más
adelante, las pinturas volcánicas de César Manrique — una a una, y todas luego
a la vez— contempladas en el retrovisor
de la escritura ecfrástica que desde los griegos faculta la posibilidad de un diálogo poético con las
pinturas. Tal vez, este proyecto expositivo providencial de “Isla de arte” y la existencia del Museo de
Bellas Artes de la isla de Gran Canaria (MUBEA)
apuntalan
el soporte y la posibilidad de un espacio geomántico y de referencia ciudadana
para consolidar las miradas futuras a
una insularidad atlántica, que se predestina como un mapa del firmamento cromático, de la ensoñación
lograda de toda isla en el horizonte, esa imagen providencial del continuar de una vida tras todo
naufragio, el momento feliz del avistamiento y del hallazgo perplejo tan parecido al de la ilusión óptica
del palmeral con agua de los desiertos y este cuadro del paisaje de Suárez León que —digámoslo ya —
obsequia a quien lo mire un resplandor de la
memoria colectiva de la sociedad insular, las casas familiares de la
costa habitada durante siglos, el
paradiso atlántico que bulle y reclama a los ojos su eternidad. El
paisaje con palmera es la casa, los
ventanucos son el tiempo, el mar y el cielo, la vida. Hace medio siglo
el escritor alemán Ernst Jünger visitó Gran Canaria, tuvo ocasión de asomarse a
la presencia de las momias guanches y de caminar los descampados de Tafira, barruntar el yodo
marino del litoral, acercarse a las palmeras de una isla y de una ciudad que toma su nombre del fortín
fundacional que se dice eran palmas de una primera sombra real, en la experiencia civilizatoria
de la isla antigua. Una pintura se parece a los sueños y los sueños se parecen al llanto de los niños,
surge, perdura y vuelve al silencio. Ante un paisaje la mirada pernocta, extiende su visibilidad en la
retención de memoria que es capaz, ver y presentir se parece al momento de tocar el agua, de la lluvia o del
mar. Los antiguos canarios azotaban con hojas de palma y cumbre la orilla del mar, para solicitar la
bendición del agua, para bendecir el agua del mar. Hay palmeras que evocan un milagro, la ensoñación
de lo imprevisto, el orden incomprensible de todo jardín. Hay en esta pintura de Francisco
Suárez León, artista grancanario, una suerte de prodigio para la vista, una rememoración vivencial, que
vale por todas las casas y por todos los mares, por el camino que nos lleva de la mano a la experiencia de
la insularidad atlántica.
Hoy
se conmemora el Día Internacional de los Monumentos y de los Sitios, la
humanidad del planeta, volvamos a mirar
de nuevo, el cuadro se ve realmente como se mira desde el mar hacia la isla, es la realidad de la pintura.
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