Autorretrato del Maestro muralista mexicano Montoya de la Cruz |
Discurso inaugural
de las Jornadas Intercontinentales de Arte y Cultura
Palacio de los Gurza, Universidad Juárez de Durango (UJED)
Distinguido Sr. Rector, queridos profesores y estudiantes de la Escuela de Arte, Escultura y Artesanías de la UJED, autoridades académicas, amigos y amigas de esta hora cierta, veraniega, a 24 grados de latitud norte y 104 de longitud oeste, en la ciudad de Durango, México, pretérita Nueva Vizcaya y perla del Guadiana en este ahora presente y compartido por todos nosotros, que hemos sido convidados a participar de todos los modos deseables en el marco inolvidable de unas jornadas intercontinentales sobre arte y cultura y que nos hacen partícipes, por el esfuerzo y la ilusión de sus organizadores, alumnos y jóvenes creadores de la EPEA, de un mismo latido a la búsqueda tanto de lo bello como de lo sublime, pues no ha sido otra y distinta la aspiración del arte en todos los tiempos, cuando la mirada del hombre y de la mujer del otrora se volcaban con perplejidad absoluta ante un paisaje, un óleo, una escultura o cualquier obra de manufactura viva que tuviese el aura de lo creado en el tiempo misceláneo de todas las historias contadas y por contar.
Deseo comenzar esta intervención vespertina, en el recién conocido Palacio de los Gurza, agradeciendo con la mano en el corazón la oportunidad de estar con ustedes, viniendo de tan lejos, y de varios lugares a la vez, pues por mi propio acento podrán atestiguar que provengo de las islas Canarias y de mi propio testimonio ya verán que les daré noticias de un lugar de Castilla de cuyo nombre todos tendremos alguna historia personal que confiar, siendo como es la literatura en español lo que nos une para toda la eternidad que es la de la memoria y la palabra.
Y estamos aquí precisamente, cara a cara, en un museo y, como todo recinto dedicado al arte y a la historia, nos convoca a sentir de un modo distinto que el de cada día ordinario, libre de cálculos útiles y jerarquías de lo consumible, predispuestos como deberíamos para estar abiertos plenamente a la pura reflexión meditativa, a la contemplación divagante y al conocimiento perceptivo de las obras de nuestros congéneres y paisanos. Y es que esta tarde se encuentran entre nosotros muchos de los jóvenes estudiantes, creadores de lo porvenir, que llevan en sus adentros el legado vigente de una tradición riquísima en matices y contornos, la del muralismo mexicano, así como la encomienda universal de todo artista a subvertir, prolongar, diversificar y constituir nuevos horizontes para la creación plástica, escultórica y sobre todo artesanal, pues no olvidemos que esta última, la más primitiva y esencial de las prácticas humanas, tiene que ver con la conjunción de los extremos de ser-para-la-vista y de ser-para-la-mano, más allá de lo necesario para la sobrevivencia y tan fundamental para la existencia real de toda criatura sobre la faz de la tierra cuya razón de ser requiere de un sentido de trascendencia.
Yo quisiera primeramente homenajear al maestro Montoya de la Cruz, fundador de la Escuela, mirando junto a ustedes los ojos de aquel autorretrato suyo que permanece en el tránsito incombustible de cada hora. La mirada del artista se nos aparece con una pátina de seriedad regia, solemne el entrecejo, transpiración del vértigo vital, atrás el relieve azulino y telúrico del mundo, el momento preciso de su estar que nos revela la estadía pasajera de un hombre que colmó su hálito a la creación, el fomento de las artes y la entrega a la cultura con mayúsculas.
60 años después de la fundación de la Escuela no podemos olvidar el sueño de aquel ayer, la misión y la visión, de un centro de arte para el norte del país que pervive con todas sus suertes echadas y que puede conocer de cerca cualquier visitante como yo, con sus alumnos y profesores en el pasatiempo de cada jornada de aula, taller y jardín. Pienso en el artista Montoya de la Cruz junto a Diego Rivera o a Siqueiros, en la tarea de la fundición en bronce de los héroes nacionales o trasladando el sudor del pueblo mexicano a la pared inerte, al frontón de luz, a al habitáculo materico de cada mural hecho para la conservación inmemorial del ideal de justicia y de progreso que mueve a todas las naciones.
Desde cualquier punto geodésico del planeta en el que nos ubiquemos, ya sea Victoria de Durango, cuya procedencia del euskera nos habla de un lugar más allá del agua y que del eco del idioma náhuatl nos llega su topónimo Analco, ya sea de las islas atlánticas del noroeste africano que fueron afortunadas desde los griegos o de Castilla la nueva, en la ciudad de Cuenca, bajo los cielos de Rocinante y el pincel de artistas como Antonio Saura, Manuel Millares o el propio Fernando Zóbel, nos encontraremos con una misma condición humana, en la que los límites entre la vida y la muerte marcan el compás de la existencia, y donde el arte, la poiesis, el acto creativo devenido de la mente y del cuerpo, la materialización del espíritu, supone la conexión más ancestral y cosmopolita que nos une a los dioses y nos reúne como seres mortales.
Del arte y de la cultura venimos a hablar aquí, desde un punto de vista intercontinental, transfronterizo y universal, para sentir lo que el otro nos muestra y expresar lo que llevamos cada uno dentro entre todos. De ahí que quiera proseguir con mi intervención atendiendo a las problemáticas, vicisitudes y aconteceres actuales que determinan el arte de nuestros días, sin perder de vista el hecho de que son la palabra y la imagen los vehículos esenciales de toda comunicación, expresión y conocimiento, los dones del verbo y de la imago, que cautivan a poetas y artistas en sus designios vitales. En uno de sus mejores textos, el poeta español José Ángel Valente daba al jardín del Edén una función lingüística originaria para la relación con la naturaleza y entre los propios seres humanos. Y también el cubanísimo Lezama Lima auscultaba en las eras imaginarias el poder revelatorio de la verdad del hombre en la historia. Somos pues seres que sienten, piensan y padecen el gozo inaudito del existir, y nos va la vida en ello. Así fue en todas las culturas, imperios y civilizaciones. Por eso mismo la paz, la convivencia y la armonía entre distintos, iguales y ajenos, resulta la premisa inviolable para que no se detenga el curso de la vida. Aquí y en todos los lugares del allá.
En plena globalización, el hoy de un mapamundi interconectado por el instante de la red, el arte y la cultura suponen el mayor de los tesoros. Y estando como ahora bajo la advocación del espíritu universitario, que es el de la concordia, la sapiencia y la empiria, debemos hacer un esfuerzo común para la preservación de las mejores condiciones de estudio, práctica artística y dedicación profesional en la universidad mexicana, latinoamericana e internacional. No olvidemos que el aprendizaje de todas las tareas en la vida requiere de tiempo, de experiencia y de sacrificio, por eso también debemos considerar que todos los recursos, bienes y patrimonios invertidos en la educación pública nunca serán los suficientes cuando buena parte de la humanidad transcurre entre el hambre, el sufrimiento de las guerras y el martirio de la enfermedad. A fin de cuentas, el arte también sana, nunca jamás perdamos de vista lo bello, crucial para el origen de occidente en la Grecia clásica, para la civilización árabe tan rica en los saberes astronómicos, filosóficos y hasta amatorios, y por supuesto en las culturas egipcias, fenicias y mesopotámicas, para las que el propio recuento de los días y de los víveres, en la contaduría general de su existencia, asentaron el comienzo de la escritura, del alfabeto, del mundo para nosotros los seres gramaticales.
Tan cerca de nosotros, aquí en México, el propio Octavio Paz escribió en su libro “Los signos en rotación y otros ensayos” que la poesía vendría a ser la búsqueda de un ahora y de un aquí esencial en la realidad, pues “al sentirse solo en el mundo, el hombre antiguo descubre su propio yo y, así, el de los otros. Hoy estamos solos en el mundo: no hay mundo. Cada sitio es el mismo sitio y ninguna parte está en todas partes”. Y es que, para el Nobel mexicano, “la industria es nuestro paisaje, nuestro cielo y nuestro infierno. Un templo maya, una catedral medieval o un palacio barroco eran algo más que monumentos, puntos sensibles del espacio y del tiempo, observatorios privilegiados desde los cuales el hombre podría contemplar el mundo y el trasmundo como un todo”.
Y he ahí el quid de la cuestión. El arte de hoy, es decir, los flujos de creación y de intercambio inspirativo que conforman las identidades en su devenir cósmico, se encuentran bajo el predominio de lo publicitario, del espectáculo permanente que sostiene a un orden mundial cuyo centro de poder irradia a todos los puntos cardinales el sinsentido del lucro, la acumulación y el derroche, la contaminación del planeta y la pérdida irremisible de los valores éticos. ¿Qué podemos mostrar de nuestra parte a la mirada del maestro Montoya, con qué cara y con qué ojos le volvemos nuestro rostro en el acto de interpelación que supone el cuadro, el autorretrato, el museo? La palabra y la imagen, a mi modo de ver, persisten como los elementos cruciales para solventar las barreras de un engranaje sistémico que ya alertaron Ernesto Sábato o Max Weber, las burocracias que controlan el aire común, los poderes económicos que multiplican el pesar en cada hogar, el peso insostenible de un mercado mundial que desmantela, pervierte y extermina las huellas del pasado llevándonos hacia el precipicio planetario de un día a día inhabitable.
Hace medio siglo, en las postrimerías del franquismo, diversos artistas españoles acometieron juntos la odisea de pintar en abstracto, hacer lienzos con la materia etérea y las formas aleatorias, los trazos inconexos que daban cuerpo y volumen a los colores del trance, la metafísica y el ensueño, justamente cuando el régimen político vulneraba derechos humanos como la libertad de expresión. Cuenca fue el lugar de encuentro de esos creadores de la generación abstracta, una ciudad milenario de procedencia árabe y cristiana, repleta de cerros y ríos de la era kárstica. También las 7 islas Canarias fueron el escenario de un hito en la historia del arte, cuando André Breton desembarcó el surrealismo onírico en tierras volcánicas y atlánticas, un archipiélago de poetas en donde el automatismo y la revolución conjugaban los deseos de universalidad en la Europa de entreguerras mundiales. El arte y la cultura, en aquellos años de la II República española, fueron acribillados por la sinrazón de la dictadura, y ya saben que fue México, nuestro México -y digo nuestro por sentirlo como propio también-el lugar de acogida, el destino vital, para muchos exiliados y expatriados de la guerra civil española como la artista Remedios Varo o el director Luis Buñuel. A través de ellos, la patria mexicana es común. Vaya por ellos también nuestro homenaje en estos momentos de intercontinentalidad.
Durango, a fecha de hoy, acoge estas jornadas universitarias, artísticas y culturales, la mirada del maestro Montoya permanece en la duermevela de los astros y a ras de suelo, entre nosotros. Y de nosotros, los visitantes y lugareños, depende el sentido y la órbita de cada nuevo episodio en la historia de lo bello y de lo sublime, del arte y de la cultura. No puedo finalizar estas palabras inaugurales sin citar el tercer territorio de nuestro encuentro, junto a Cuenca y a Canarias, el lugar propio de ustedes mismos, el que estamos vivenciando desde el museo, en el Palacio de los Gurza, en una ciudad tan bella como misteriosa, que es también surrealista y abstracta a su manera, con la monja enamorada entre las sombras del campanario, el delirio fundacional de Francisco de Ibarra por los minerales relucientes de la Sierra Madre Occidental y el devenir de la corriente muralista que enseñó, vislumbró y articuló para todos los pueblos de la tierra el magma cromático de una revolución, de un pueblo, de la identidad múltiple de los pueblos indígenas, de trabajadores y campesinos, de hombres y mujeres que reflejaban en su vitalismo pictórico el arco iris de lo humano, la diversidad de la existencia, los anhelos de utopía que siguen todavía latiendo, estoy convencido de ello, en las venas de los jóvenes creadores duranguenses, de las islas Canarias y de todas las Castillas- solar quijotesco intercontinental- de este planeta, de agua y de tierra, rojo verde negro y azul, verde, rojo, negro tan azul.
Samir Delgado, agosto 2015
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