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Ateneo Crítico IV (2024) |
UN INFIERNO TEJIDO DE LANA, LA ISLA SE REPRODUCE*
A José Luis Escohotado en su 90 cumpleaños
La barbarie tiene sus propios números, autores y testigos. Es una totalidad verdadera. Quien padece el sufrimiento y la aflicción en el devenir de la historia lega a la posteridad un anonimato visitable —únicamente tal vez — por medio del eco difuso de la palabra y de los haces de luz diferida de la imagen. Es la sobrevivencia del arte. Si según Breton, las islas son la zona ultrasensible del planeta, las nuevas sombras del autoritarismo también planean amenazantes sobre los puntos geodésicos de la biodiversidad.
La traducción de las formas de la crueldad, el espanto y la tortura es una lejanía insondable. Vivir el infierno no suele tener un camino de retorno. Irak, Afganistán, Siria o Palestina son los nombres innombrables de los tardolocaustos. Los 1.100 kilómetros del muro fronterizo entre México y Estados Unidos contraen la historia hacia escalas de experiencia del bajo medioevo, el silencio de las cruces de las tumbas pertenece a los cien mil desaparecidos del contrabando de las almas migrantes.
La conmiseración proveniente de la pérdida del sentido, de la irracionalidad caótica, del padecimiento extremo, es una lástima latente en las formas extrañas y necesarias de la otredad que constituye el vaso conductor de lo último humano resistente en los tiempos de la hecatombe planetaria del capital. Antonio Saura, pintor de multitudes y soledades extrañas, en su líbelo Contra el Guernica odiaba el traslado de la pieza picassiana al Reina Sofía en 1981, por su normalización democrática del duelo y la injusticia. En las islas, hay una serie pictórica tardía en la obra del artista Pedro González, emigrante en Venezuela y retornado a las islas hasta su fallecimiento en 2016, de alrededor de 15 cuadros, que estuvo dedicada al drama de la emigración y las pateras panafricanas. El pintor pintó el dolor, la extremaunción, los desastres que se intuyen en la mirada cegada de los miles de desaparecidos sin nombre en las aguas del atlántico. Sus cuadros sobre filas eternas de coches en el paraíso —haciendo el cementerio de la isla—, la polución insostenible a orillas del volcán dormido, también reflejan un testimonio reflectante sobre el destrozo literal y desmedido con que el modelo de desarrollo turbo-turístico se ha implantado en las islas durante los últimos 60 años.
En un archipiélago se anticipan y postergan los utensilios de la dominación, las artimañas del poder, el infarto crónico de las esperanzas. A semejanza de los peligros que aglutina el permafrost —la capa del subsuelo de la tierra— que se está fundiendo por el cambio climático, los territorios de ultramar contienen en su devenir histórico las huellas de los mecanismos salvajes de predominio, las formas primigenias de la saturación y de la adversidad. La experiencia de la contradicción, del problema estructural, del desfase deteriorante, se desliza en la actualidad de las autopistas y los centros comerciales, con la misma velocidad que conllevó el proceso de conquista y de expoliación durante el tránsito del neolítico al siglo XV en Canarias.
La insularidad se bate entre la prisión y lo cósmico. Este espacio geomántico de lo finisecular —de cemento y alisio— que ha sido puente paradigmático de los tránsitos civilizatorios, trampolín colonial y aduana del tráfico de esclavos y de mercancías durante siglos, no es ajeno a los síntomas del porvenir predecible de una crisis global sin precedentes. Hay una suculenta equivalencia entre el deshielo invisible de los glaciares —islas del nimbo— con el peso de absorción de lo vivo que producen las pantallas de la telefonía móvil y del ordenador portátil. Son las nuevas alienaciones, el entfremdung del pixel, la banalidad de lo neutro, la migración de la mirada humana hacia el absurdo, la inversión del firmamento que hace eclosionar lo muerto en todas las dimensiones de lo real, el neofascismo que impera bajo el aturdimiento masivo del espectáculo. En la fricción sistemática del desorden evolutivo, el instante de la adaptación se muestra en el armisticio pactado de entregarse a las arenas movedizas de lo políticamente correcto.
La promesa del progreso de la modernidad no es que haya estallado en añicos, sino que más bien sigue siendo el único salvoconducto de los desposeídos. La fase primitiva de la universalización de la extorsión y de la plusvalía se ha proyectado hacia un canibalismo virtual deshuesante de las identidades, capaz de segmentar alienaciones cotidianas cuyo espejismo social apenas se vislumbra en la cifra de suicidios, tristeza y malversación social de las libertades y del derecho a la felicidad. La institucional jaula de hierro se ha expandido a un infinito de mundos interiores de la vida bioconsumible, la socialdemocracia europea atinó bien en su diana histórica para el desmontaje de la utopía en piezas accesibles de confort individual y préstamos bancarios.
El muro, la estructura impositiva, la separación de la vida de la propia vida, se puede rastrear tras el imperio del souvenir y la postal de la era de los permisos veraniegos para el viaje familiar. Como sucedió antes, el cambio climático no se podrá prevenir finalmente, así como tampoco se pudo frenar la tala de bosques insulares y de generaciones humanas en el pasado postrero — el vaciado de verdes y de ojos— que facilitó el combustible histórico y la carne de cañón para la fase iniciática del expansionismo europeo al Nuevo Mundo. Lo dijo el pensador cubano Antonio Benítez Rojo — en su ensayo La isla que se repite de 1989—, los orígenes del capital se remontan a la acumulación de la flota y a la explotación del monocultivo del azúcar en el Caribe.
Las islas desde entonces se repitieron, el mestizaje y la confluencia de sangres donó también un halo de esperanza, identidades criollas y pluralidades. Un dispositivo democrático late en el recuento de la diversidad, a pesar del rodillo uniformador que proviene de lejos, es así que en el paraíso soñado —de las islas afortunadas— se suceden los mitos y también los horrores. En plena era digital, la abundancia de imágenes sobre la depredación y el exterminio no salva a las víctimas de su duelo mortal, el espectáculo requiere una suspensión, un silencio atronador, cuyo desenlace no suele ser equidistante de la nada. La crueldad ha sido una de las formas manifiestas de la prolongación del drama volcánico a la dimensión humana, lo no comparable. Sin embargo, en los siglos insulares —resumen apoteósico del devenir de la rueda—, la maravilla y la sinrazón han caminado de la mano, en una dialéctica sorpresiva que resucita tanto el ensueño del vivir como la perpetuación de lo enfermo.
Los millones de trabajadores alemanes que desde la caída del Muro de Berlín han visitado en masa los archipiélagos de Canarias y Baleares, representan una conexión histórica de un simbolismo revelador, la maquinaria del monocultivo siguió su lógica del beneficio y de la acumulación, en tierras ya no incógnitas de la Europa que sufrió el fascismo. A la maqueta del trazado urbano castellano en la ciudad colonial de la periferia afroatlántica que se mimetizó a lo largo del continente americano —la plaza y las iglesias de la Ciudad de San Cristóbal de La Laguna—, le siguió el emporio hotelero de la industria del sol en la ciudad neogénica—San Bartolomé de Tirajana—, donde la turboconstrucción privada del espacio de vida vacacional de la clase turista internacional se instaló entre la herencia condal del limítrofe reducto de las dunas del desierto sahariano.
Tras la muerte de Francisco Franco, el dictador que empezó el golpe militar contra la II República en la Comandancia de Santa Cruz de Tenerife, las islas retomaron su papel protagónico entre las estelas y los rumbos del mapamundi, siendo escenario del cúmulo exponencial de irracionalidad y de imposición que subyace a la maquinaria reproductiva del poder en la era de la turificación universal de la existencia, la ficción del paraíso refrenado en la estadía recreativa del touroperador que ofrece las últimas bondades de la experiencia de vivir en el planeta.
Hoteles,
discoteca y playa fue la ecuación del capital para encauzar el dolor acumulado
de las guerras mundiales en la Europa del XX. Es el Caribe que se volvió origen
y destino de la división del mundo por banderas, del suceso del descubrimiento
se pasó al acontecer transnacional del mercado hacia su predestinación
civilizatoria de un futuro donde todavía las lenguas conservan su fe de vida.
Las guerras en el Oriente Medio parecen eclosionar de las mismas hogueras milenarias de las Cruzadas. El despojo del
Amazonas, la pobreza infantil universalizada, el feminicidio, los muros y las
vallas electrificadas son las Nuevas Indias, la Aldea Global, el retroceso
permanente de la bomba de relojería y el reconteo de las extinciones masivas.
Las
islas representan la condición náufraga y cosmopolita de la humanidad. Llevan
en sí mismas la raíz y el brote, la huella y el símbolo, el color y la forma. El infierno tejido de lana es un verso
del poeta canario Félix Francisco Casanova, joven universitario, amante del
rock y de la literatura, que con 19 años encontró la muerte en la bañera de su
casa de Santa Cruz de Tenerife. Y le sigue al verso, otro más — intuición y
vértigo de la historia que empezaba tras él con la democracia y todos los
sueños que podían volver a florecer y a romperse, como el filo del agua en el
silencio de la noche—, la isla se
reproduce.
Samir Delgado, México