sábado, 1 de febrero de 2025

Un infierno tejido de lana, la isla se reproduce

Ateneo Crítico IV (2024)

 

UN INFIERNO TEJIDO DE LANA, LA ISLA SE REPRODUCE*


A José Luis Escohotado en su 90 cumpleaños  

La barbarie tiene sus propios números, autores y testigos. Es una totalidad verdadera. Quien padece el sufrimiento y la aflicción en el devenir de la historia lega a la posteridad un anonimato visitable  —únicamente tal vez — por medio del eco difuso de la palabra y de los haces de luz diferida de la imagen. Es la sobrevivencia del arte. Si según Breton, las islas son la zona ultrasensible del planeta, las nuevas sombras del autoritarismo también planean amenazantes sobre los puntos geodésicos de la biodiversidad.

La traducción de las formas de la crueldad, el espanto y la tortura es una lejanía insondable. Vivir el infierno no suele tener un camino de retorno. Irak, Afganistán, Siria o Palestina son los nombres innombrables de los tardolocaustos. Los 1.100 kilómetros del muro fronterizo entre México y Estados Unidos contraen la historia hacia escalas de experiencia del bajo medioevo, el silencio de las cruces de las tumbas pertenece a los cien mil desaparecidos del contrabando de las almas migrantes.

La conmiseración proveniente de la pérdida del sentido, de la irracionalidad caótica, del padecimiento extremo, es una lástima latente en las formas extrañas y necesarias de la otredad que constituye el vaso conductor de lo último humano resistente en los tiempos de la hecatombe planetaria del capital. Antonio Saura, pintor de multitudes y soledades extrañas, en su líbelo Contra el Guernica odiaba el traslado de la pieza picassiana al Reina Sofía en 1981, por su normalización democrática del duelo y la injusticia. En las islas, hay una serie pictórica tardía en la obra del artista Pedro González, emigrante en Venezuela y retornado a las islas hasta su fallecimiento en 2016, de alrededor de 15 cuadros, que estuvo dedicada al drama de la emigración y las pateras panafricanas. El pintor pintó el dolor, la extremaunción, los desastres que se intuyen en la mirada cegada de los miles de desaparecidos sin nombre en las aguas del atlántico. Sus cuadros sobre filas eternas de coches en el paraíso —haciendo el cementerio de la isla—, la polución insostenible a orillas del volcán dormido, también reflejan un testimonio reflectante sobre el destrozo literal y desmedido con que el modelo de desarrollo turbo-turístico se ha implantado en las islas durante los últimos 60 años.

En un archipiélago se anticipan y postergan los utensilios de la dominación, las artimañas del poder, el infarto crónico de las esperanzas. A semejanza de los peligros que aglutina el permafrost —la capa del subsuelo de la tierra— que se está fundiendo por el cambio climático, los territorios de ultramar contienen en su devenir histórico las huellas de los mecanismos salvajes de predominio, las formas primigenias de la saturación y de la adversidad. La experiencia de la contradicción, del problema estructural, del desfase deteriorante, se desliza en la actualidad de las autopistas y los centros comerciales, con la misma velocidad que conllevó el proceso de conquista y de expoliación durante el tránsito del neolítico al siglo XV en Canarias.

La insularidad se bate entre la prisión y lo cósmico. Este espacio geomántico de lo finisecular —de cemento y alisio— que ha sido puente paradigmático de los tránsitos civilizatorios, trampolín colonial y aduana del tráfico de esclavos y de mercancías durante siglos, no es ajeno a los síntomas del porvenir predecible de una crisis global sin precedentes. Hay una suculenta equivalencia entre el deshielo invisible de los glaciares —islas del nimbo— con el peso de absorción de lo vivo que producen las pantallas de la telefonía móvil y del ordenador portátil. Son las nuevas alienaciones, el entfremdung del pixel, la banalidad de lo neutro, la migración de la mirada humana hacia el absurdo, la inversión del firmamento que hace eclosionar lo muerto en todas las dimensiones de lo real, el neofascismo que impera bajo el aturdimiento masivo del espectáculo. En la fricción sistemática del desorden evolutivo, el instante de la adaptación se muestra en el armisticio pactado de entregarse a las arenas movedizas de lo políticamente correcto.

La promesa del progreso de la modernidad no es que haya estallado en añicos, sino que más bien sigue siendo el único salvoconducto de los desposeídos. La fase primitiva de la universalización de la extorsión y de la plusvalía se ha proyectado hacia un canibalismo virtual deshuesante de las identidades, capaz de segmentar alienaciones cotidianas cuyo espejismo social apenas se vislumbra en la cifra de suicidios, tristeza y malversación social de las libertades y del derecho a la felicidad. La institucional jaula de hierro se ha expandido a un infinito de mundos interiores de la vida bioconsumible, la socialdemocracia europea atinó bien en su diana histórica para el desmontaje de la utopía en piezas accesibles de confort individual y préstamos bancarios.

El muro, la estructura impositiva, la separación de la vida de la propia vida, se puede rastrear tras el imperio del souvenir y la postal de la era de los permisos veraniegos para el viaje familiar. Como sucedió antes, el cambio climático no se podrá prevenir finalmente, así como tampoco se pudo frenar la tala de bosques insulares y de generaciones humanas en el pasado postrero — el vaciado de verdes y de ojos— que facilitó el combustible histórico y la carne de cañón para la fase iniciática del expansionismo europeo al Nuevo Mundo. Lo dijo el pensador cubano Antonio Benítez Rojo — en su ensayo La isla que se repite de 1989—,  los orígenes del capital se remontan a la acumulación de la flota y a la explotación del monocultivo del azúcar en el Caribe.

 Las islas desde entonces se repitieron, el mestizaje y la confluencia de sangres donó también un halo de esperanza, identidades criollas y pluralidades. Un dispositivo democrático late en el recuento de la diversidad, a pesar del rodillo uniformador que proviene de lejos, es así que en el paraíso soñado  —de las islas afortunadas— se suceden los mitos y también los horrores. En plena era digital, la abundancia de imágenes sobre la depredación y el exterminio no salva a las víctimas de su duelo mortal, el espectáculo requiere una suspensión, un silencio atronador, cuyo desenlace no suele ser equidistante de la nada. La crueldad ha sido una de las formas manifiestas de la prolongación del drama volcánico a la dimensión humana, lo no comparable. Sin embargo, en los siglos insulares —resumen apoteósico del devenir de la rueda—, la maravilla y la sinrazón han caminado de la mano, en una dialéctica sorpresiva que resucita tanto el ensueño del vivir como la  perpetuación de lo enfermo.  

Los millones de trabajadores alemanes que desde la caída del Muro de Berlín han visitado en masa los archipiélagos de Canarias y Baleares, representan una conexión histórica de un simbolismo revelador, la maquinaria del monocultivo siguió su lógica del beneficio y de la acumulación, en tierras ya no incógnitas de la Europa que sufrió el fascismo. A la maqueta del trazado urbano castellano en la ciudad colonial de la periferia afroatlántica que se mimetizó a lo largo del continente americano —la plaza y las iglesias de la Ciudad de San Cristóbal de La Laguna—, le siguió el emporio hotelero de la industria del sol en la ciudad neogénica—San Bartolomé de Tirajana—, donde la turboconstrucción privada del espacio de vida vacacional de la clase turista internacional se instaló entre la herencia condal del limítrofe reducto de las dunas del desierto sahariano.

Tras la muerte de Francisco Franco, el dictador que empezó el golpe militar contra la II República en la Comandancia de Santa Cruz de Tenerife, las islas retomaron su papel protagónico entre las estelas y los rumbos del mapamundi, siendo escenario del cúmulo exponencial de irracionalidad y de imposición que subyace a la maquinaria reproductiva del poder en la era de la turificación universal de la existencia, la ficción del paraíso refrenado en la estadía recreativa del touroperador que ofrece las últimas bondades de la experiencia de vivir en el planeta.

Hoteles, discoteca y playa fue la ecuación del capital para encauzar el dolor acumulado de las guerras mundiales en la Europa del XX. Es el Caribe que se volvió origen y destino de la división del mundo por banderas, del suceso del descubrimiento se pasó al acontecer transnacional del mercado hacia su predestinación civilizatoria de un futuro donde todavía las lenguas conservan su fe de vida. Las guerras en el Oriente Medio parecen eclosionar de las mismas hogueras  milenarias de las Cruzadas. El despojo del Amazonas, la pobreza infantil universalizada, el feminicidio, los muros y las vallas electrificadas son las Nuevas Indias, la Aldea Global, el retroceso permanente de la bomba de relojería y el reconteo de las extinciones masivas.

Las islas representan la condición náufraga y cosmopolita de la humanidad. Llevan en sí mismas la raíz y el brote, la huella y el símbolo, el color y la forma. El infierno tejido de lana es un verso del poeta canario Félix Francisco Casanova, joven universitario, amante del rock y de la literatura, que con 19 años encontró la muerte en la bañera de su casa de Santa Cruz de Tenerife. Y le sigue al verso, otro más — intuición y vértigo de la historia que empezaba tras él con la democracia y todos los sueños que podían volver a florecer y a romperse, como el filo del agua en el silencio de la noche—, la isla se reproduce.   

 *Texto originalmente publicado en el volumen Ateneo Crítico IV, Ateneo de La Laguna, Tenerife, 2024


Samir Delgado, México

    

domingo, 18 de febrero de 2024

Antonio Machado, Escultura de Pablo Serrano, bronce fundido

 




ESCULTURA de Pablo Serrano
bronce fundido: 16 x 9 x 10 cm
Número de registro AS11447
Legado de Juana Francés de la Campa, 1991
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid
ANTONIO MACHADO, 1966


EL poeta Ángel González lee su discurso de la
Academia en torno al discurso inacabado de
Machado que se quedó verdaderamente solo. A fin
de cuentas las otras soledades del poeta leído son una
expresión sumaria de la condición cósmica del ser
humano. El habitante de la absoluta soledad
insondable del universo. Así sucede que los países
que no cuidan a sus poetas no los merecieron nunca,
incluso dejarán de ser países para siempre de no
corresponder a tiempo el legado de sus poetas. Como
los ayeres truncados de Machado cuyas gotas de
sangre jacobina representan en el invierno perpetuo
de su tumba el paradigma del exilio y la fractura del
sentido del progreso de la humanidad


SE equivocaba la paloma. Por radio Rafael Alberti
supo de la muerte del poeta y del final de la guerra y
del exilio por venir y de la paloma. Se equivocaba la
paloma. En el futuro cartel prohibido del homenaje a
Machado la espiga era el mundo todo, los peces aquel
mar y el sol y la luna y el sueño aquel día de la
pérdida del viento en la arboleda


LA sangre del poeta
no fue esparcida a campo abierto

será el mar tras su muerte
quien se derrame hacia él

después del deceso y el martirio
en el Hotel Bougnol

otras voces vuelven a levantar
el puño misericorde

Blas de Otero ante el recuerdo
tétrico de la pérdida
clama convivirte, compartirte como el pan

maravilloso azul el de la infancia
y más maravilloso
el rojo vivo de la plenitud



*Del libro "La carta de Cambridge" (Samir Delgado, Olifante, 2021)

lunes, 25 de septiembre de 2023

"Voltizo" (Pintura número 100, César Manrique in memoriam)

 

César Manrique (1919-1992)

                                     VOLTIZO


A Manuel Padorno

                    La quemadura asola el presidio de la carne con
un sol mínimo que esconde tras de sí la violencia
dulce de tu sueño para salvar la isla del terror de las
cicatrices del buldócer

Nadas el agua en la mano y nadie ve el principio
del agua en todas las cosas que pintas a borbotones
dentro de tu sed llena de tojias y lavandula

Quieres la alquimia del vértigo en el timón de la
curva del nacimiento oscuro que bebe del romance
del roquedal y la yesquera

La isla te tiene a ti mientras el mundo mira a la
cara del borde del risco

Y del otro lado tú en la soledad de la casa de
todas las noches de la brújula atlántica      

     

Del libro, "Pintura número 100, César Manrique in memoriam" XXV Premio Internacional de Poesía Tomás Morales, Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, 2019

sábado, 9 de septiembre de 2023

Antonio Abdo, 28º-17

 

Antonio Abdo (1937-2023) In memoriam

La isla de La Palma se encuentra a 28 grados de latitud y 17 de longitud según el buscador de Google. Y allí mismo, en ese rincón occidental de la Macaronesia, vive Antonio Abdo desde casi siempre. Él sonríe durante nuestro encuentro fulgurante en una terraza de la capital palmera con un gesto de arabidad melancólica, pues lleva en sus adentros el legado espirituoso del país de los cedros.

            Antonio Abdo, que es autor reconocido ampliamente en el panorama cultural canario por su trayectoria teatral y una obra creativa consolidada, sonríe a todas luces. Él es un hombre de tablas, polifacético y humanista, de un porte tan familiar que salta a la vista en su compañía que se le quiere -muy mucho- en la isla bonita.

            Él, Antonio Abdo, y su compañera en la vida y en la creación, la actriz Pilar Rey, llevaron a cabo la fundación de la Escuela Municipal de Teatro y el Teatro Chico en la década de los 80. Por ahí empezó todo y más atrás todavía, “desde 1967”-dice con un soplo nemotécnico-, y por esto mismo resulta natural que un teatro de la ciudad lleve su propio nombre. Para él, el teatro “lo ha sido todo, un modo de vida para la realización como persona”, a partir de la vinculación con la radio- cuenta con entusiasmo- en una época en la que todavía no existían las redes sociales globales.

            La estela creativa de Antonio Abdo es variada y múltiple, su formación está arraigada en el autodidactismo y una experienca pedagógica con mucha solera en el mundo de la dramaturgia, especialmente en el campo de la voz, “que es lo que me interesa”, por eso mismo la versificación es una materia importante en su andadura como profesor y autor de textos teatrales. Junto a Pilar Rey, siempre al alimón y siempre juntos como un tándem estelar, han desarrollado importantes cursos de interpretación en lugares como México D.F o La Habana, así como recitales en vivo directo sobre textos del mismísimo Quevedo. Y en las islas, sus nombres están vinculados a la promoción de la juventud por medio de unos premios literarios tan reconocidos en las últimas décadas como el galardón Poeta Félix Francisco Casanova.

            Antonio Abdo apura su cigarro en el devenir de una hora intensa, rememorativa,  confidencial. Él, palmero de pro, discurre acerca de la veta poética que le nació allá por los años 50, en una tertulia tacorontera dinamizada por Otilia López Palenzuela- “que fue amiga de Loynaz”-, y donde compartió junto a otros artífices de la inquietud cultural del momento que fueron sumando -unos y otros-, desde la radio, la prensa y la literatura, una retahíla de apellidos incontenible para condensar aquellos años duros: Julio Tovar, Paco Pimentel, o el argentino Edmundo Esedín. Y a la pregunta necesaria y correspondiente, sobre el mar, como tema poético y como trasunto vital, habla con serena rotundidad, sobre un “mar que es antes que un encierro, un camino esencial de los isleños”, al igual que ese “cielo, el del norte- señala- de una transparencia y una claridad que invita a ver siempre el final de la isla”.

            En plena efervescencia de su libro más reciente, “Mi abuelo de Akkar”, su escritura representa una obra emotiva y trascendental, que conecta el imaginario insular con la raíz de aquellos árabes que ya aparecieron en poemas de Tomás Morales como un segmento particular y arraigado en la población insular que despertaba el exotismo de lo oriental. “Para mí, por haber conocido a mis abuelos de la parte árabe, lo árabe significa cariño.Es otro mundo mejor, que es como desearía que fuese el mundo”

            La despedida de Antonio Abdo se hace pausada, entrañable, acompasada como todo en sus coordenadas cotidianas. A media voz, con una sonrisa a lo Omar Sharif en su mejor papel, como un actor de cine que es poeta, a 28 grados de latitud y 17 de longitud, donde vive y como vive, en La Palma.

Samir Delgado
Publicado originalmente en 2014


martes, 30 de mayo de 2023

"Árboles y escalera" (El retorno de Juan Ismael)

 

Juan Ismael, "Árboles y escalera" (1947)

 Conferencia en el Centro Juan Ismael de Fuerteventura

 

Fuerteventura es una isla atlántica y en el devenir de la historia cósmica del archipiélago cumple su origen volcánico alrededor de unos veinte millones de años. Es imposible pensar humanamente el tiempo de esta cifra de la edad majorera —si acaso en términos poéticos—. Es muy probable que Unamuno durante sus cuatro meses de exilio en Puerto Cabras llegase a platicar con Ramón Castañeyra sobre la antigüedad de la isla. De hecho es conocida la pequeña biblioteca del salmantino en su Hotel Fuerteventura: el Nuevo Testamento, La Divina Comedia y los versos completos de Giacomo Leopardi. Hay un poema del italiano, de 1819 y  titulado “El infinito”, donde en endecasílabos blancos alude al viento que oye susurrar entre árboles y un infinito silencio, resultando que para el poeta le “es dulce el naufragio en este mar”. Con estos versos la localidad de Recanati a orillas del Adriático, se constituyó en referencia de lugar poético en la tradición italiana. Es lo que tienen la literatura y el arte, fundan espacios y evocan lo infinito. 

En La Oliva, municipio de Fuerteventura, nació en diciembre de 1907 el artista y poeta Juan Ismael, su vínculo existencial con los parajes majoreros es irrenunciable, hay en el anclaje natalicio de la condición humana una raíz que configura profundamente toda vida. Algo más que genética, algo menos que biografía, las pinturas y los poemas de Juan Ismael se parecen igual a como se relacionan los dos hemisferios del cerebro, el cuerpo calloso unifica con millones de fibras nerviosas ambas locaciones de la razón y de la intuición, se compenetran realmente. Juan Ismael, está presente en la isla de Fuerteventura a pesar de su andanza vital por numerosas ciudades, su obra plástica es en cierto modo — muy majorera— igual que su poesía. ¿Y qué puede definir lo propio de una isla como Fuerteventura? Su soledad.

La creación es una actividad de producción de imágenes, la mano crea objetos de utilidad cotidiana y también puede producir cosas cuya función sea contemplativa, para la vista. Aristóteles afirmaba que la poiesis fabricaba algo distinto al sujeto y que la praxis era una acción inmanente vinculada a la sabiduría y poseía un rango de relación esencial para la virtud ciudadana en la polis griega. En nuestras islas, hubo poiesis y praxis —así fue el pasado siglo XX— en lugares de excepción que fueron habitados por Juan Ismael en sus años de formación, la Escuela de Artes y Oficios de Santa Cruz de Tenerife y la Escuela Luján Pérez de Las Palmas de Gran Canaria. Salió de la isla Juan Ismael para hacerse artista, sin embargo algo del origen fundante, de los vientos y de la calima, la aulaga y el mar majoreros transcurre en su imaginario surrealista, en los fotocollages, en las arenas abstractas. No es una denominación de origen, sino de destino. La teleología insular se ha definido como aquel sentido que atraviesa las manifestaciones culturales, artísticas y literarias de la condición insular, cuyo devenir expresa una conciencia de pertenencia y de afinidad, con sus coordenadas naturales, históricas y hasta climatológicas, una pintura y un poema también acontecen, son imágenes de lo humano realizado que trascienden por su vínculo con un territorio, de ahí que tanto más cercanas, más universales.

Se sabe y se ha comentado que Juan Ismael empezó a darse cuenta del mar en su pintura cuando llegó a Madrid, su primera exposición en Ateneo está datada en 1933, eran los años efervescentes de la II República, había tenido participación en varias revistas —por ejemplo Cartones y la propia Gaceta de Arte, además de Mensaje junto a Pedro Pinto de la Rosa, el enlace que resultaría decisivo para su futura correspondencia y serie de dibujos de las manos de Laura Grote—, son las revistas los lugares de encuentro que fueron de vital importancia en esas décadas para el auge de la vanguardia y que, a día de hoy, no puede comprenderse Canarias sin ellas. De hecho, sobre la imbricación del artista majorero en el ambiente cultural y artístico de la Meseta central, hay referencias sobre el paso de Juan Ismael por la ciudad de Segovia, donde aprendió el arte cerámico, su raigambre de hombre curtido en el imaginario de cierto clasicismo onírico y la presencia de figuras biomorficas en sus series de dibujos de tinta y acuarela sobre papel, nos ofrecen a la postre un retrato robot del talante y el talento de un creador insular, cuya estatura y sensibilidad, de algún modo, estaban predestinadas a un largo viaje, el de la vida y el de la obra donada, porque son los años de creación un espacio de proyección hacia fuera que se vuelven imagen, algo por ver y sentir, eso es la pintura. La isla de Fuerteventura es un lugar de soledades compartidas.

La primera vez que visité Maxorata fue en la adolescencia, la idea de isla se conforma a través de los itinerarios vitales, de ahí que muchos creadores encontraron en el horizonte insular un pozo de inspiración permanente, incluso contagiando a otros artistas y escritores sobre el influjo vernáculo, Óscar Domínguez maravilló los cafés surrealistas contando de la arena negra y del sueño del volcán en su isla natal. Fue tan surrealista el de Tacoronte, que protagonizó algún que otro suceso con armas de fuego en París y se cortó de un tajo las venas en una nochevieja solitaria. Las islas influyen y confluyen en el espectro de innúmeras representaciones pictóricas y no menos en la narrativa y la poesía multitud de lenguas y tradiciones. En el Caribe, la referencia del Nobel antillano Derek Walcott resulta providencial para superar el concepto de periferia y de margen que ha estado distorsionando la propia condición insular, dijo el de Santa Lucía que los mestizos, habitantes del Nuevo Mundo, no deben sentir la nostalgia por el pasado edénico extraviado de los europeos, siendo su origen el futuro, el cosmopolitismo que embriaga la pluralidad de sus sangres. 

Hay en la plástica nacional cubana, artistas de una potencia universal que no podrían entenderse sin la referencia fundacional de la poesía de Silvestre de Balboa, el grancanario cubanizado. Pienso en la línea de flotación afro caribeña de Wifredo Lam y la lírica abstracta de Felipe Orlando, la cubanidad transpira en los vértices y ángulos del multiverso cromático de ambos artistas. De este modo, una tradición y un espacio físico se interrelacionan en el devenir de sus existencias paralelas, el territorio plástico brinda una puerta abierta al geográfico futuro, por eso Canarias se puede entender en las palmeras y casas de colores de Jorge Oramas, en los fósiles manriqueños o la arpillera de Millares, incluso estando aquí en la Fuerteventura contemporánea, yo apuesto por las series de Greta Chicheri como estética tardía de lo posturístico y una ontología lúdica de la insularidad majorera. Cuando estuve por primera vez en Fuerteventura nunca supe de Unamuno, ni de Domingo Velázquez, a lo inhóspito de las extensiones de isla presentida desde la ventanilla de un coche se sumaba un sentimiento de gratitud íntima, de ensueño embrionario, era la primera vez que miraba a una isla como isla.  

Ya la siguiente vez todo fue bien distinto, sí pude ver de refilón un lugar en La Oliva, donde aparecía una placa sobre Juan Ismael  —fue acaso una ilusión óptica, lo recuerdo perfectamente—, fue volver a ver entonces, una isla visitada en la memoria, allí el oleaje barroco de Cofete y la subida ritual a Tindaya, la visita pasajera a Betancuria y el paladeo al sorbete de salitre y sol de El Cotillo, por aquellos tiempos ya inmerso en la polémica de su urbanización. La presencia de la isla más antigua del archipiélago evoca un astro inmemorial, hace diez años me despedí de las islas en un viaje a Madrid que comenzó aquí, en Fuerteventura, este retorno ahora es a Juan Ismael, es el retorno de Juan Ismael en mi memoria. Y créanme que la velada de esta tarde en la capital majorera supone un paréntesis de reflexión para atisbar la función y el propósito —porque toda recepción de una creación implica su estima y balance— y hay en esta posteridad habitada, unos árboles y la escalera de Juan Ismael que sugestionan y realzan una invitación al sueño, a la memoria, a la soledad total.

De la producción de Juan Ismael mucho se ha dicho ya. Hay un catálogo bellísimo de la Galería Artizar, titulado “Los anhelos contenidos” de 2011, lo abro de par en par. Hay dibujos de Juan Ismael que acompañan a la manera de ilustraciones a unos poemas de Joe Bousquet, lo explica todo Ángel Sánchez, Premio Canarias de Literatura. La plaquette se titula “Eucheria” y fue pergueñada como una publicación original en la Revista Fablas en 1973, donde a los poemas del surrealista francés se sumarían los dibujos de Juan Ismael, es un diálogo potente y resolutivo donde la tinta y acuarela sobre papel del canario apuntalan los siete poemas del autor nacido en Carcasonne, ese lugar al cual viajó Juan Eduardo Cirlot, catalán, a la búsqueda de no se sabe qué señal. Dicen los versos del francés, “la carne cerrada en los confines de planetas extremos / cruzando en los ecos de lo que había en nosotros”, es suficiente y absoluto. Artizar es una galería pequeña en el casco lagunero, en este catálogo mantienen correspondencia Carlos Eduardo Pinto y Andrés Sánchez Robayna, son mails intercambiados entre ambos para tratar sobre la pintura y la vida de Juan Ismael. El artista majorero fue pródigo en su correspondencia, llevo conmigo desde hace días sus cartas a Eugenio Padorno, profesor amigo y poeta que ha hecho una labor inmensa en el rescate de la vertiente literaria de Juan Ismael, también he leído algunas cartas a Laura Grote y familia, hay alguna también de Neus Gas, su esposa, este es un espacio vital de misivas que dan cuenta con una transparencia radical sobre el pulso del artista, sus quehaceres y ensueños, preocupaciones y asuntos varios que delatan una existencia volcada en la conciencia propia del designio de la creación. Justamente, entre el material epistolar de Juan Ismael —como digo lugar providencial de su retorno latente— son las cartas al poeta José Corredor-Matheos las que detienen mi atención. 

Antes de su periplo como emigrante a Venezuela, Juan Ismael regala al catalán un cuadro, “El paisajista y sus ojos”, como agradecimiento a sus atenciones, el poeta reconoce que aquella amistad fue interrumpida durante el período de permanencia en Caracas, allí junto a Pedro González y otros emigrantes canarios configuró Juan Ismael una etapa de vida enigmática y misteriosa, que supone un pórtico para futuros retornos de su mundo. Pepe, Corredor-Matheos dictó algunas conferencias sobre la pintura de Juan Ismael y las cartas son elocuentes y sinceras, se cita en el apéndice de la correspondencia publicada en 2007 algunas referencias de otros autores y críticos sobre la obra juanismaeliana, entre otras la entrevisión de la “metamorfosis” de su arte en palabras de Carlos Pinto Grote —poeta cuyo centenario se celebra en absoluto silencio en estas fechas— y una cita expresa que se rescata de la conferencia de Antonio Dorta, de la exposición surrealista del canario en el Ateneo de Madrid en 1933, y se habla de una venganza de Canarias: “estos paisajes, inspirados, en las tierras de Fuerteventura y sur de Tenerife, ofrecen lo más fuerte y áspero del paisaje insular: Canarias sin pintoresquismos, y en ello consiste la venganza, este mensaje sin halagos que un isleño lleva a Madrid ” 

¿Puede entenderse la pintura de Juan Ismael como una ventana al sueño y a la pesadilla, a la esperanza y al dolor, de su isla? El vínculo de la vida del artista con Fuerteventura es simbólico —el factor natalicio todo lo resume—, sin embargo la confluencia en los diversos lineamientos temáticos que estructuran su producción plástica hay un soplo de aire majorero que interpela al observante de cualquier procedencia y religión. Además, fue Juan Ismael un artista asociado a múltiples iniciativas de pintores independientes y de arqueros contemporáneos que asumían el reto y el desafío de decir y hacer algo nuevo, no es la pintura de Juan Ismael un refugio aislado y aislante, está urdida de onirismo y de arenas, abstracción y surrealismo, imagínense el momento crucial de la manufactura de piezas paradigmáticas que vistas a una misma vez nos revelan el todo y sus partes del potencial artístico de Juan Ismael, por ejemplo la Balada para bergantín  junto al Caballo de Archimboldo, la Tarde de Otoño y El Peregrino, o también los fotomontajes en serie, La escalera de la evasión, El acordeón marino y Los anhelos contenidos que da título al catálogo ya mítico de la Galería Artizar. 

Juan Ismael se dice que fue un hombre sensible —como herido —por la gracia y el don de su vocación artística y literaria, una isla como Fuerteventura la imagino igual, en ella habita por siempre el Caballo verde para la poesía de Juan Ismael, su halo de misterio y embrujo, el poder de imantación de sus personajes, el alto grado de su onirismo, que nada tiene que envidiar de un Dalí o un De Chirico, su potencial muy a la par con el universo surrealista de su compañero de generación, Óscar Domínguez  —cuya Cueva de guanches es imprescindible para el imaginario de su Tenerife natal—, hacen de Juan Ismael un artista necesario y hasta renacentista, por la envergadura total de su luz y de su mundo.

Ahora que he vuelto a Fuerteventura para compartir esta cita con los árboles y la escalera de Juan Ismael —obra que por cierto hace años se subasta— debo confesar que su imaginario soporta sobre los hombros todo el peso y el amor de una isla, a decir verdad, los cuadros del pintor inoculan una emanación de salitre y sueño, de sol y espuma, de esqueleto y nube, que devuelven a la insularidad atlántica todo su poder de ser sentida y vivida, con tantos millones de años de historia impensable y apenas intuida, la pintura es el retorno del artista, Juan Ismael. Yo, que acabo de llegar a Fuerteventura y que de algún modo nunca me fui, así funciona la memoria y el duende, confieso que por la ventanilla del avión me ha parecido ver a Astarté.

 

Muchas gracias

 

Samir Delgado, 2023


lunes, 1 de mayo de 2023

"Paisaje con palmera. La realidad de la pintura"

 



"Miradas a la Colección" Casa Colón 
Conferencia sobre el cuadro “Paisaje con palmera” de Francisco Suárez León

Hay un cuadro del belga Carlos de Haes en el Museo de El Prado titulado “Un bosque de  palmeras”, con fecha de 1861. Puede verse allí un paisaje alicantino —con referencia explícita a  Elche— donde a lo lejos se distingue sobre un promontorio de tierra la silueta tijereteada de un  grupo de palmeras del tipo Phoenix Dactylifera. Curiosa la referencia de que fue maestro del autor un

ilustre pintor de Cámara del Rey, el canario Luis de la Cruz, quien fuera el retratista del Obispo  Verdugo y cuyos años finales transcurren en la Andalucía de mediados de mil ochocientos. Hay más  palmeras que se encuentran en el depósito de El Prado del artista belga, a la explanada que conduce a  una alquería se une el trasfondo de un cielo de azul neblinado. Hay un exotismo recurrente en la  presencia de estas palmeras, lo desértico y lo frondoso, la imagen de los espejismos en todo páramo se  asocia tradicionalmente con la idea del vergel de palmeras, y la cercanía ensoñada del agua. 

De hecho, las islas en el horizonte y el efecto de la ilusión óptica de la Fata Morgana juegan  un papel crucial en el imaginario de la literatura de viajes. Lo que se ve y lo que se desea ver,  Guanahani en el primer viaje de Colón. Una pintura atesora en su visibilidad dentro de un museo el  mundo que la fundó, algo permanece en ella, el pulso cardíaco de quien pinta constituye un eslabón  intrínseco que hace de toda obra de arte un artefacto temporal, nos lega colores y auras. La conexión  completa entre la superficie pictórica y nuestro ojo sucede en un intervalo de segundos, la radiación  luminosa atraviesa el interior del globo ocular a través de la pupila, ocasiona la dilatación o  contracción del iris y pasa a la córnea y la retina, lugar fotosensible del ojo, hasta llegar por medio de  su transformación en impulso nervioso hasta la corteza visual del cerebro en el lóbulo occipital. Al  parecer los haces nerviosos que posibilitan nuestro entendimiento requieren del complejo proceso del  quiasma óptico donde todo se cruza al lado opuesto, la fóvea es la parte de la retina dedicada a la alta  resolución, nuestros ojos se mueven rápidamente, están vivos y dan vida a lo mirado —los  movimientos sacádicos—, por lo que una pintura requiere para ser vista, asumida en su totalidad —si  esto es posible realmente— , un proceso que roza la dimensión de lo poético, un grado de  sensibilidad mayor que, de algún modo, se asemeja al mito y a lo sacro, a la aletheia griega, una  verdad que nos conmueva y revele, sorpresa y admiración de la soledad íntima que nos constituye en  un yo que siente y padece a conciencia —tal vez sea por ello — el arte y la pintura, ese último bastión de la experiencia de humanidad.

Hay en la colección permanente de la Casa Colón de Las Palmas de Gran Canaria, un  depósito alucinatorio — por su variedad de lenguajes, formas y conceptos —que conserva, como una  cámara oculta y si se quiere, otra cueva pintada, con un innúmero de cuadros colgados como un  jardín de paisajes y símbolos. Es todo museo ese espacio de reflectación de los tiempos de lo creado y  visible que nos lega un hálito de pervivencia muy similar al de un yacimiento arqueológico, o una  estrella del firmamento. Inasible en esencia, ver lo acontecido nos conecta a un pasado remoto o  inmemorial, con tanta afección posible como el hecho de tocar a un ser querido o sentir el inmenso  placer de un ocaso a pie de playa.

Hay en la insularidad atlántica algo también de ese maravillamiento ocular que hace del  espacio visible, un modo de tiempo, nos acercamos a la realidad en el paisaje, palpamos a través de la  conciencia de pertenencia y del arraigo a un lugar su lado antiguo y futuro a la par, presenciable. Creo  que no es otra la experiencia total de ver las palmeras y las casas de colores en una pintura de Jorge  Oramas, hace unos días tuve la ocasión de subir las escaleras del Círculo Mercantil en Las Palmas de  Gran Canaria, por el mero placer de suponer la entrevisión del lugar donde Agustín Espinosa dictó su  mítica conferencia sobre el pintor de la Escuela Luján Pérez, las palabras que abordan y comparten la  experiencia estética tienen desde los griegos un lado aleccionador, vivificante y benefactor para las  almas, el propio Pedro Salinas en su exilio americano asumió este papel de la crítica y del diario como  un hogar común, el poeta español apreciaba ir a los museos y contar de sus pinturas, verse ver ante  ellas, frecuentar también los poemas de la tradición y de la vanguardia, enviar cartas durante toda una  vida. 

Hace algunas semanas que asumo la imagen de la pintura “Paisaje con palmera” del artista  Francisco Suárez León como una suerte de talismán o de oráculo, al cual solicito algún tipo de  magnetismo especial, lo interrogo a deshoras, como si fuera capaz de revelar un sentido de algo y no  sé qué, de cercanía espiritual —de déja vu —por reconocer en su plasticidad una serie de parámetros  insulares que forman parte de nuestro imaginario atlántico, pero también de un algo extrañante, de  andar por casa, pero que seduce por su condición lejana, difícil de asir a la manera de un archivo que  se almacena en el dispositivo electrónico, tal vez una suerte de paramnesia reduplicativa, esa creencia  delirante de que un lugar ha sido duplicado. El óleo de Suárez León es de principios de 1900, hay  unas casas con paredes de un blanco ensalitrado, los ventanucos abiertos al mar, y las palmeras de  nuevo —insolación atlántica— lo diáfano de la costa interconecta en azules el cielo y el mar. Miras  una y otra vez la pieza que dícese del realismo de época en el trasiego finisecular. Ya lo habías visto  realmente, el paseo marítimo — promenade y malecón —, el envés interior del mediodía se intuye  adentro —asueto y oleaje—, la cercanía de unos pasos que siempre allanan la morada del dios del  lugar, atlántico sonoro. 

Suárez León fue un pintor de oficio vital, de raigambre plástica, a la sazón un hijo de su  tiempo, ya que en Las Palmas de Gran Canaria — la isla del indigenismo— hubo antes como por la  inercia predecesora de las vanguardias, un colofón de arte pictórico destinado a crear cuadros de  máximo acercamiento a la belleza de los paisajes insulares, la historia del arte insular testifica a favor  de maestros como Nicolás Massieu o Néstor porque suya fue la capacidad de imantar verdad y vida a  sus pinturas, haciendo del ejercicio del dibujo y de la creación plástica un don privilegiante. He vuelto  la vista a cuadros de Guezala y Bonnín, el XIX fascina y es poetología insular, de Botas Ghirlanda ya  hablamos el año pasado, lo reitero, su pintura napolitana hace que busquemos en adelante al cuadro  en el paisaje, toda costa futura será un reflejo de los pinceles de Botas, así sucede con la realidad de la  pintura. Si nos atenemos a esa época crucial del devenir del archipiélago, hay que decir que fue el período del origen de la irradiación del cosmopolitismo modernista — es sabida en la cultura insular  la importancia de Néstor y Aguiar —, los cuerpos de la isla y las islas de los cuerpos transitan bajo la  luz atlántica que durante siglos fue consolidando en la mirada de la criatura insular un detrito de  conciencia sobre el devenir del hechizo volcánico.

En el ensayo “Visión insular” de Lázaro Santana (Edirca, 1988) el crítico de arte canario  alude al final del monocultivo de la cochinilla, al sentido pancanarista de cierto romanticismo  ensalzador de los paisajes insulares, cuando la urbanidad moderna incipiente se distancia de todo lo  agrario y lo popular se glorifica como expresión insularia. Hay que recordar que la fundación del  Museo Canario en 1876 marca un hito a la hora de visibilizar el pasado prehispánico con un ángulo  de visión científica y que el desarrollo de las retóricas del folklore de los Cantos Canarios de  Teobaldo Power afianzó un espacio de convergencia que sintonizaba la eclosión de una poesía  regionalista y de una estética que aspira a una tradición insular propia y que irá fijando sus contextos  de confluencia. Además, el interior orográfico de la isla de Gran Canaria, sentido como pérdida en el  mito del “bosque umbrífero” de Doramas que fundó Cairasco, otorgaba un valor de interés y de  búsqueda a la referencia ecológica y de lo virginal, lo que hacía predominante el cauce evocativo de  diferentes pintores y pinturas donde el bodegón, la costa y las medianías adquirían una dosis de  verdad social necesaria. Llegaron, además, a las islas también los foráneos, el artista lo es en esencia,  suya es una denominación cercana a toda bohemia que se precie como tal, donde la extravagancia y el  deslumbramiento resultan de cualquiera de sus modos posibles, un modo de ser necesario. Pintar y  escribir —a lo sumo —coexisten en el tiempo de las civilizaciones como dos de las experiencias  trascendentales del ser humano. De ahí que, una pintura del alemán Bruno Brandt sobre el oleaje de  los Cancajos en la isla de La Palma equivale en el discurrir de la vida social a un momento del mar, si  es que algo así es retenible bajo la acción humana, sea pues ésta la alquimia del pintar y del escribir. A Lanzarote, tardíamente, fue el pintor Pierre Alechinsky, suyos son los dragones que al parecer vio  durante su estancia entre volcanes, si supuestamente aspiraba a la cura en la paz del remanso de aquel  silencio —malpaís y jable —, las mil palmeras de Haría se volvieron fuego y delirio ante la mirada  atónita del artista belga. Realmente se pinta lo que se ve —lumbre del demiurgo— y lo visto se  implica y complica el tic tac de lo visible, el mundo son todas sus miradas a una sola vez.

Hay islas que habitan los cuadros. Y cada pintura en el fondo es una forma de insularidad  que aguarda al visitante en su particular suspensión cromática. Muchos artistas canarios han  expresado su cosmovisión atlántica por medio de la transfusión materica que suponen las pinceladas,  cada dibujo conlleva tras de sí un palpitar cardíaco y una mirada concreta que explora y funda su  territorio interior. De la vida artística de Suárez León se cuenta el influjo que tuvo Eliseo Meifrén durante su estadía en la isla, observar el Castillo de San Cristóbal como dispositivo de permanencia  arcaica nos revela su quintaesencia paisajística tardía, es una piedra de roseta sentimental. El marinista  catalán cuya pátina impresionista resultaría decisiva para que el Mediterráneo balear tuviera su propio desenlace y colofón, se constituye en referente generacional, en compañía decisiva a plein air. Ahí está  otro espacio de la condición insular compartida con su propio imán y diana teleológica. Canarias y  Baleares hace tiempo que precisan una hora común de juego a los dados. En nuestras islas y en todas  las islas, la gravitación reveladora del quehacer artístico y literario —lo dijo en sus lecciones del  medio siglo pasado el cubano Cintio Vitier — concreta en la cuantificación de épocas y corrientes  una dialéctica en curso que intensifica y transforma las manifestaciones creativas en coágulos o  sedimentos de un sentido, que se va originando de la conciencia y expresión de una relación propia y  reconocible con la naturaleza —esto es el mundo —.

Los paisajes y sus tiempos de la vida, que se traducen en formas de lo histórico, en cuanto  todo lo humano se produce y reproduce en su simbólica historicidad del vivir, nos sumergen en una  temporalidad otra, es la penumbra y el ocaso que sobreviven en su ahí, vueltos del revés para la vista  que contempla su estar adrede, las palmeras hacen al paisaje en igual condición que el mar. Y la  presencia de la casa, en la perspectiva de la relojería social, significa el atisbo de lo humano que  pervive milenario, azul habitable de un cielo en sí que se proyecta en el cuadro como la condición  ontológica de todo existir, isla nuestra provisora del agua vital. Suárez León plantado frente al lienzo  debió merodear la escena en un antes promisorio, toda luminosidad se contagia a través de un claro  de bosque, campiña atlántica bostezante, padorniana. 

Las pinturas y sus textos en la cultura insular son piedra leíble y pintada, el sol está dentro a  decir verdad, es la realidad de la pintura. Hace unos días hablé en la Casa Museo Antonio Padrón de  la referencia al poeta Hugo von Hoffmannsthal, nacido el 1 de febrero de 1874 y fallecido el 15 de  julio de 1929 — todo en Viena, coetáneo del realismo pictórico de Suárez León— El escritor que  tanto viajó tuvo en su memoria la extrañeza de un caño de agua de su infancia y en un regreso tardío a  su tierra natal, consternado por la traición del lenguaje para representar los sentimientos reales de un  ser humano, encontró de casualidad en las pinturas de una pequeña galería una revelación inaudita  que le devolvió la fe y el ensueño perdidos. Eran aquellos los cuadros de un tal van Gogh, quien apenas unos años atrás se había pegado un tiro en el pecho. El retorno, en las cartas del que regresa,  ofrecen un testimonio visual decisivo, una revelación íntima que los lugareños no intuyen en su  cotidianidad, el poeta visitador se reconoce de nuevo por medio de su experiencia recobrada ante el  mundo originario de una memoria personal, de las imágenes de su mundo. Hay en las pinturas ese  lado oracular, testificante, decembrino, que nos invocan a un nuevo renacimiento, al comenzar otra  vez a mirar como por primera vez lo ya sentido. Y en el texto y en el cuadro gravitan las voces y los  ecos de otros mundos y de otras existencias que devuelven un sentido extraño y familiar a la vez — de lo que fue y de lo que es —, lo que está siendo alrededor, paisanaje de la luz de los ausentes.

¿Cuál es el rostro verdadero de un artista, los ojos de quien pinta? Hay un retrato de  Francisco Suárez León hecho por su hijo Cirilo —también artista— fechado en 1933, en dos lustros  ya será centenario. Lo encuentro —¿de casualidad? — gracias a Gaviño de Franchy —recientemente  fallecido —quien lo reprodujo en la red durante algún momento de sus búsquedas y hallazgos. Padre  e hijo compartían estudio en las inmediaciones de la Plaza del Pino, la familia de artistas insulares desarrolló con plenitud sus virtudes creativas en distintas épocas confluyentes. En el retrato, el padre  luce perilla y bigote cano, la mirada vuelta de frente, fijada a un punto móvil —obnubilado— tal  como se mira el mar. Gaviño de Franchy recoge en nota al pie de su semblanza de Suárez hijo, otra  explayada mención biográfica de Suárez padre, donde cifra que “uno de los primeros textos  biográficos sobre don Francisco Suárez León fue escrito por Hilda Mauricio, y recogido en el  catálogo de la exposición monográfica celebrada en 1992 en las salas de la Caja de Caja de Canarias,  Dice así:

Nace en Las Palmas de Gran Canaria, en 1865.

Desde muy joven se siente atraído por las artes plásticas y da clases de dibujo y pintura con don  Rafael Bello y don Nicolás Massieu y Falcón, siendo uno de sus discípulos predilectos junto con  Nicolás Massieu y Juan Carlo. Años más tarde compatibilizaría, igual que sus maestros, su trayectoria  artística con su vocación pedagógica ya que fue profesor de varias Academias de su ciudad natal.

La obra de este artista no se circunscribe únicamente a un solo tema, ya que en la escasa obra que de  él conocemos hay retratos, paisajes, marinas y temas anecdóticos y costumbristas, todos ellos bajo un  mismo factor común: su pequeño formato y la precisión del trazado en el dibujo.

Sus paisajes y marinas se caracterizan por sus pinceladas sueltas de factura libre, con matices  postimpresionistas. De esta serie, encantadores cuadros suyos son: San Cristóbal, más hacia el sur  playa de los barquitos y Grupo de casas en San Cristóbal, cerca de la Hoya de la Plata. Ambos  pintados en 1910 y con un signo común: el realismo está matizado por una leve aura poética en el  tratamiento del paisaje.

Sus luces planas, factura que creemos que hace deliberadamente, recuerdan los paisajes de su maestro  Nicolás Massieu y Falcón.

Buen dibujante, de paleta rica, de rápidas pinceladas, los paisajes de Francisco Suárez León aportan a  la escuela canaria, o mejor, a la plástica canaria, un cierto aire europeo de entender la pintura con  finura y claridad no exenta de emoción.

Tratamiento distinto da a sus otros cuadros, entre los que sobresalen: Los cuatro mendigos, El  hombre del sombrero y El Patio de la antigua Ermita de los Reyes.

En estas obras el lírico artista post-impresionista deja paso a un brioso pintor realista.

A lo largo de su vida concurrió a varias exposiciones en el Gabinete Literario y en el Museo Canario,  obteniendo valiosos premios.

Murió en su ciudad natal en 1934” (incluso se recoge el deceso del artista, que fue a las diecisiete  horas del día 29 de junio de 1934. Y continúa:

“De su matrimonio con doña María Moreno Benítez dejó los siguientes hijos: José, Cirilo, Antonio,  Rosario, Carmen, María, Soledad y Luz Suárez Moreno. Acta de Defunción de don Francisco Suárez  León. Registro Civil de Las Palmas. Distrito de Vegueta. Tomo 90-1, f. 80v. Sección tercera.

(Y continúa) Francisco Suárez es uno de los pintores canarios que aguardan aún el estudio de su  personalidad, de su obra y su significación en el panorama de la pintura canaria de fines del siglo XIX  y comienzos del XX. En 2003, el profesor Jonathan Allen Hernández organizó una exposición de su  obra en la Casa de Colón y publicó un estudio monográfico que lleva por título Francisco Suárez  León. Pintor de la Realidad”.

Llega a mis manos, el catálogo de Allen, veinte años después de haber sido publicado y de la  exposición en la Casa de Colón de la obra de Suárez padre —dos décadas, el tiempo de maduración  de un ser humano, del transcurso del nacimiento a la adultez—. Transcurridos veinte años de aquella  exposición en esta Casa de Colón, recientemente el investigador Guillermo Perdomo trató sobre una  marina de Suárez León en esta misma tribuna. ¿Qué sentido puede tener el regreso —a esta hora de la  tercera década del nuevo siglo— a un paisaje con palmera de un artista canario de la pasada centuria?  ¿Cuál es, pues, la realidad de su pintura? Meditando sobre la interrogante y teniendo el cuadro a la  vista —una y otra vez —, como quien se asoma al mar del cuadro, porque la pintura es la salitre  marina sobre la cal de las casas y los ventanucos que son la posibilidad del ver, sol coruscante diría el  poeta Sánchez Robayna, el otro lado de Manuel Padorno. Así pude ser testigo, en los primeros días  de mi estancia en Las Palmas de Gran Canaria, de algunos lugares y hechos que habían sido extraños  y ajenos para mí en el pasado, este cuadro de Suárez León, el paisaje con palmera se volvió palmeral  nocturno, de un lado, en la visita a pie del Barrio de San Francisco en Telde. Un almogarén entre  rejas y mil palmeras presentidas en el vaho nocturno y el relumbre de las farolas teldenses que daban a  los guijarros un sentido total de evanescencia fugitiva. De otro lado, las casas del paisaje cifraban el  desentrañamiento de algunos datos relativos a Suárez hijo, quien esbozó en su día el retrato a grafito  con toques de clarión del poeta Félix Delgado — a quien sigo la pista desde hace tiempo por su  desafortunado final de poeta fusilado por equivocación en un episodio por desentrañar de la Barcelona guerracivilista —, y también el hecho de que el hijo de Francisco Suárez León realizó en  1930 un ex libris para el libro Frutos tardíos de José Rial Vázquez, autor y farero —nacido en  Filipinas, igual que Verdugo, el romántico lagunero — y que sufrió las penurias de la guerra y emigró  a México y Venezuela —padre del Rial de “Venezuela imán” que llevo leyendo diez años —,  alguien de quien — por azar y fortuna —tuve referencia hace unos días apenas, por boca de su  propio nieto en la Fundación Juan Negrín, al acercarse a mí para presentarse, tras hablar yo de Pedro  Salinas y sus cartas y desamores, nieto y sobrino de los Rial.

Sorprende el modo en que se concatenan fechas, nombres y vínculos gracias al ángulo de  visión recobrada de una pintura, las imágenes que entretejen un laberinto íntimo a la hora de trazar  miradas retrospectivas a toda época y corriente, las islas atesoran un bucle de huellas y designios que  hacen del solar atlántico un museo itinerante. Las pinturas enseñan los dientes, se desperezan y nos  interpelan, como dijera el crítico de arte Georges Didi-Huberman, hay imágenes que nos hablan y  también fantasmas, soles y lutos, lluvia que jamás escampa, palmeras ideales que se constituyen en la  resistencia del verde a una claudicación final. Yo quiero ver el paisaje de Suárez León todos los días,  sentir así la isla como un talismán que no fenece — ¿es esto posible? —. Soñar un mediodía de domingo que no concluye, igual así la suspensión de la ideal del azul en un poema. Volver la vista  hace un exterior desconocido y ver al pintor ante su caballete, todavía sin los bigotes canos, el hombre  que sueña con su juego de pinceles ante el blanco del lienzo. Y el hijo recién nacido, en el extremo del  día, a la espera del regazo y de su sombra, es la vida que renace. Un cuadro tarda en secar, precisa de  retoques y de capas, la marea también es suya, como la casa y sus palmeras, la isla bajo las estrellas.

Las casualidades existen pero también el destino. He tenido oportunidad de sentir muy cerca  cierto parentesco con la experiencia de las cartas de Hugo von Hoffmannsthal en algunos de mis  procesos de escritura, así sucedió en el libro “Galaxia Westerdahl” de 2013, todas las pinturas de la  colección del crítico de arte y coleccionista tinerfeño—director fundador de Gaceta de arte en los  años de la II República—, fueron vivenciados como postales de buceo histórico en el imaginario  devenido de una insularidad entrevista por artistas de todo el siglo veinte. La atracción íntima de  muchas arpilleras de Millares, visitadas durante un nevado mes de febrero en la sala negra de la  ciudad Alta de Cuenca, motivaron un diálogo a pecho descubierto con el negro fúnebre y cósmico del  artista grancanario, fueron “Las geografías circundantes”, 2016. 

Más adelante, las pinturas volcánicas de César Manrique — una a una, y todas luego a la  vez— contempladas en el retrovisor de la escritura ecfrástica que desde los griegos faculta la  posibilidad de un diálogo poético con las pinturas. Tal vez, este proyecto expositivo providencial de  “Isla de arte” y la existencia del Museo de Bellas Artes de la isla de Gran Canaria (MUBEA)

apuntalan el soporte y la posibilidad de un espacio geomántico y de referencia ciudadana para  consolidar las miradas futuras a una insularidad atlántica, que se predestina como un mapa del  firmamento cromático, de la ensoñación lograda de toda isla en el horizonte, esa imagen providencial  del continuar de una vida tras todo naufragio, el momento feliz del avistamiento y del hallazgo  perplejo tan parecido al de la ilusión óptica del palmeral con agua de los desiertos y este cuadro del  paisaje de Suárez León que —digámoslo ya — obsequia a quien lo mire un resplandor de la  memoria colectiva de la sociedad insular, las casas familiares de la costa habitada durante siglos, el  paradiso atlántico que bulle y reclama a los ojos su eternidad. El paisaje con palmera es la casa, los  ventanucos son el tiempo, el mar y el cielo, la vida. Hace medio siglo el escritor alemán Ernst Jünger visitó Gran Canaria, tuvo ocasión de asomarse a la presencia de las momias guanches y de caminar los  descampados de Tafira, barruntar el yodo marino del litoral, acercarse a las palmeras de una isla y de  una ciudad que toma su nombre del fortín fundacional que se dice eran palmas de una primera  sombra real, en la experiencia civilizatoria de la isla antigua. Una pintura se parece a los sueños y los  sueños se parecen al llanto de los niños, surge, perdura y vuelve al silencio. Ante un paisaje la mirada  pernocta, extiende su visibilidad en la retención de memoria que es capaz, ver y presentir se parece al  momento de tocar el agua, de la lluvia o del mar. Los antiguos canarios azotaban con hojas de palma  y cumbre la orilla del mar, para solicitar la bendición del agua, para bendecir el agua del mar. Hay  palmeras que evocan un milagro, la ensoñación de lo imprevisto, el orden incomprensible de todo  jardín. Hay en esta pintura de Francisco Suárez León, artista grancanario, una suerte de prodigio para  la vista, una rememoración vivencial, que vale por todas las casas y por todos los mares, por el camino  que nos lleva de la mano a la experiencia de la insularidad atlántica. 

Hoy se conmemora el Día Internacional de los Monumentos y de los Sitios, la humanidad  del planeta, volvamos a mirar de nuevo, el cuadro se ve realmente como se mira desde el mar hacia la  isla, es la realidad de la pintura. 

 Samir Delgado, Casa de Colón, 2023


viernes, 3 de marzo de 2023

Carta abierta para lectores del Frankfurter Allgemeine Zeitung, Le Monde, The Times, Correio da Manhá, Corriere della Sera y Expressen

 


“Gigantes y molinos en una isla atlántica”

Hay lugares auténticos en todos los destinos del archipiélago de Canarias, muchos turistas acuden a realizar senderismo en el Macizo de Anaga como una de las experiencias más singulares de su estadía en Tenerife. Los caseríos de Taborno y Afur, nombres de origen prehispánico en esta isla de la Macaronesia, son referentes tradicionales de las medianías de color azul atlántico, se ve el mar desde el bosque. Las casas permanecen a plena luz del día, como si fuera de noche, se sienten lejanamente cerca, como un eco de otros tiempos.

En la actualidad hay una pequeña vivienda que sufrió un deslizamiento del terreno por las lluvias de invierno y se encuentra cerrada. Sus habitantes fueron desalojados y permanecen a la espera de un regreso difícil. El Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife ha preferido sancionar y demoler el domicilio familiar, en lugar de buscar una alternativa, para que la experiencia dramática de una pérdida de hogar no sea el destino para un lugar tan bello. La casa de piedra había sido a principios de 1900 una tienda de víveres, según la tradición oral. Al pueblo de Taborno acudieron personalidades de la cultura europea que visitaban la isla. La casa cerrada fue en su día un regalo de bodas para los abuelos y allí nacieron siete ciudadanos naturales de Taborno. Dos grandes laureles fueron testigos del éxodo rural sufrido por esta familia de Anaga, la dureza de la vida bajo la dictadura de Franco obligó a buscar el pan y una vida mejor en la capital de la isla canaria.

Muchas décadas después, a comienzos del nuevo siglo, la casa del Montecillo, en Taborno, volvió a tener luz y agua, la vida de una familia es muy parecida a un árbol, las raíces crecen hacia la profundidad y las hojas mueren y renacen al sol. En esta casa se escribieron libros de poesía, hubo una biblioteca con hasta veinte años de historia y ahora la casa está cerrada, a toda costa se mantiene en pie porque es de piedra antigua, todavía resiste porque forma parte del caserío, aunque con la cuenta atrás de treinta días para ser demolida. No hay camino para tractores o máquinas del Ayuntamiento, solo se puede llegar a pie, los senderos guanches son milenarios. Para las autoridades debe ser la familia quien debe hacer escombros su propio hogar, de lo contrario tendrá que asumir treinta mil euros del coste de la demolición. Las piedras de una casa en Anaga son centenarias, no se ven tras la pared, como la memoria de todos los silencios.  

Europa no se imagina esta nueva aventura para Cervantes, con gigantes y molinos, según se mire. El Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife ha ordenado la demolición por emergencia de una casa pequeña, desde la cual se ve el mar y el Roque de Taborno. Muchos hoteles de la isla de Tenerife fueron ilegales, aunque ningún hogar puede ser ilegal, los sueños y la vida no entienden de leyes. Las escrituras de una casa se llaman “hijuelas”, cuentan la historia de sus moradores. Nunca antes sucedió algo parecido en Anaga, la casa del Montecillo puede ser un caso perdido, aunque tal vez sobreviva mucho más tiempo que la Fuente del Monumento a Franco, en la isla atlántica que sufrió el comienzo de la guerra civil española.

Los turistas van y vienen cada día, las nubes son las mismas en todos sus recuerdos. La casa de una familia también se parece a los archipiélagos, sus ventanas nacen al otro lado del fondo del mar, los rayos del sol tocan a la puerta. En la isla atlántica de Tenerife una casa vale igual que el paraíso,  no debe ser borrada del mapa, no hay leyes que puedan agredir el derecho a la vida y a la conservación de las raíces de un pueblo. 

Los seres humanos que habitan entre los volcanes son como islas también, se miran y se sueñan, compartiendo la luz del atlántico. En Anaga todas las casas provienen de muy lejos, como la cueva y el sendero, la vida participa en la gran historia del mar.  


Samir Delgado


(Texto en proceso de traducción)

Crédito de la fotografía: Turistas en Anaga, EL DÍA (2020)